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1989 fue un año para recordar. Desde Argentina hasta Nicaragua y desde El Salvador hasta Alemania el mundo no dejaba de convulsionarse. Aprendíamos lo que era el SIDA, pandemia que la reacción conservadora buscaba capitalizar en favor de una contrarrevolución que diera marcha atrás con las todavía endebles conquistas de los movimientos de mujeres y diversidad sexual de las décadas previas –no sin respuesta, por cierto, de nuevas y viejas generaciones de activistas–. Y en China se gestaba uno de los últimos grandes desafíos del siglo XX al poder despótico de las burocracias dirigentes en los países del llamado «socialismo real».
Durante la primavera boreal de ese año y por poco más de un mes y medio, jóvenes que en su mayoría apenas superaban los 20 años pusieron en tela de juicio a todo un régimen y a la casta privilegiada que lo encabezaba. Por momentos, incluso, llegarían a insinuarse las condiciones de una posible situación de doble poder.
¿Pero por qué recordar aquellos hechos tan lejanos geográfica y culturalmente, sucedidos hace ya más de 30 años? Porque entendemos que tienen mucho para decirnos sobre este, nuestro mundo actual. Porque aquellos que justificaron y celebraron la matanza en aquellos años (como antes lo habían hecho en Polonia, Checoslovaquia, Hungría y Alemania) lo hicieron en nombre de «salvar el socialismo». Entre ellos, muchos compañeros y activistas, quizás bien intencionados.
Pero los hechos son los hechos. Las condiciones objetivamente planteadas con posterioridad a la masacre fueron las de la formación de una casta corrupta de magnates multimillonarios como nunca antes había visto en su historia este milenario país. Y lo hizo a costa de la superexplotación de su clase trabajadora bajo condiciones que serían ilegales, incluso, en más de un país latinoamericano.
Nuevamente, muchos líderes progresistas hoy nos quieren convencer de que ese novedoso «capitalismo nacional» en ascenso global traza el horizonte a seguir para el desenvolvimiento social y económico de nuestra clase y para la emancipación de las naciones del Tercer Mundo.
No estamos de acuerdo. Y lamentamos su silencio conveniente (alguna vez habrá que tomarse el tiempo y empezar a escribir acerca de la mala conciencia de las mentes progresistas). Por todo eso, venimos a (invitar a) discutir.
Los hilos que llevaron a la rebelión
Poco después de la muerte de Mao en 1976, el sector del PCCh liderado por Deng Xiaoping protagonizaba un autogolpe y Deng se convertía en máxima autoridad de la República Popular China (aunque sin acumular nunca la titularidad de los principales cargos de gobierno, a excepción de la estratégica presidencia del Consejo Militar). El PCCh se abocó a un programa de reformas cuya retórica modernizadora encubría un proceso de restauración capitalista desde el Estado con amplios beneficios para la casta de funcionarios gobernante: «las cuatro grandes modernizaciones» apuntaban a una reorganización socioeconómica siguiendo el modelo de las potencias capitalistas en cuatro áreas: agricultura, desarrollo científico y tecnológico, economía y defensa nacional y FF. AA.
En el marco de ese proceso se evidenciaron los primeros síntomas de malestar social, con una dirigencia enriquecida frente a la pauperización de la clase trabajadora, sobre todo en el mundo urbano, que, a contramano de la mayor parte de la historia china, cobraba cada vez más importancia. Ya en 1988 pudieron verse las consecuencias de esta «liberalización de mercado» cuando en el partido se debatió la necesidad de acelerar las transformaciones económicas liberalizando precios, con el argumento clásico de que el libre juego de la oferta y la demanda aseguraría una distribución más eficiente de los recursos. El resultado fue un estallido inflacionario nunca visto desde la posguerra y una oleada de especulación y acaparamiento de artículos de primera necesidad que llevó a restaurar los controles de precios y a una división dentro del partido entre las facciones más conservadoras y las «reformistas». Ambas coincidían en llevar adelante las reformas restauracionistas, pero diferían en cómo, y en el recelo de los conservadores sobre sus consecuencias en las expectativas populares y el lugar del Partido al frente de ese proceso.
Un hecho aparentemente menor sería el precedente del estallido de abril de 1989. En enero, el docente universitario Fang Lizhi escribe una carta a Deng Xiaoping pidiendo la libertad de los presos políticos acusados de «crímenes contrarrevolucionarios», como Wei Jingsheng, condenado a 15 años de prisión por colgaren 1978 un dazibao que demandaba la «quinta modernización», esto es, la reforma del sistema político y la plena vigencia de libertades democráticas elementales. Fang no obtuvo respuesta oficial, pero su carta fue difundida en todo el país. En febrero, al menos cuatro peticiones más comenzaron a circular, firmadas por reconocidos artistas e intelectuales chinos, desde jóvenes poetas y teóricos marxistas hasta notables escritores, muchos de los cuales habían sido históricos adherentes a la revolución. El partido, sin embargo, consideraba que no había «ninguna necesidad» de liberar a Wei ni a ningún otro prisionero.
A la conquista de Pekín
Un hecho fortuito precipitó los acontecimientos: el 15 de abril se comunicaba oficialmente la muerte del veterano Hu Yaobang, que fue secretario general del PCCh y planteó la necesidad de un proceso de modernización y reforma del régimen político, la abolición del culto personalista y una campaña anticorrupción dentro del gobierno, y al final de su carrera política invitó a toda la vieja guardia, incluido el propio Deng, a renunciar a sus cargos y dar paso a las nuevas generaciones. Si bien sus lineamientos eran reformadores a lo sumo, generaron un rechazo feroz en los jerarcas del partido. A principios de 1987 fue obligado a renunciar a su cargo, y en el momento más crucial, con todo tipo de acusaciones en su contra, Hu estuvo solo. Marginado y deshonrado, se retiró de la vida pública hasta su fallecimiento por infarto en 1989; sin embargo, se ganó la simpatía de los estudiantes y la juventud.
Tiempo después, el alcalde de Pekín, Cheng Xitong, diría del fallecimiento de Hu: «fue como echar una cerilla en un barril de pólvora». Su muerte se volvió un acontecimiento político. En las universidades, miles de flores blancas de papel colgaban en balcones y árboles. En los carteles ya se insinuaba la tensión: «Un hombre sincero ha muerto, los falsos todavía viven». La dirección, y en particular el octogenario Deng Xiaoping, habían perdido la confianza de la juventud.
Esa semana comenzaron las movilizaciones al centro geográfico y político de Pekín y de toda China: la inmensa Plaza Tiananmen. Iniciadas en conmemoración de Hu, casi desde un principio tuvieron objetivos más ambiciosos. El martes 18 de abril unos 2000 estudiantes de la Universidad de Pekín entraban en la plaza a los gritos de «Viva Hu Yaobang. Viva la democracia. Viva la libertad. Abajo la corrupción. Abajo la burocracia». Frente al Monumento a los Héroes del Pueblo, redactaron una petición dirigida a las autoridades del gobierno y del partido: 1) rehabilitación política plena de Hu Yaobang; 2) anulación de las campañas del gobierno contra la «liberalización burguesa» y la «contaminación espiritual»; 3) que los dirigentes y funcionarios, y sus familiares, hicieran públicos sus ingresos y posesiones; 4) plena libertad de expresión y de prensa; 5) aumentar los recursos para educación; 6) elevar los salarios de maestros y otros intelectuales; 7) abolición de todas las restricciones a las manifestaciones públicas en las calles, y de la prohibición de informar en la prensa sobre tales acontecimientos.
Llevan su petitorio al Palacio de la Asamblea del Pueblo y piden ser recibidos por algún funcionario; al no obtener respuesta, deciden permanecer en Tiananmen hasta ser recibidos para discutir sus demandas. «Podemos esperar días enteros; China ha esperado durante años la democracia», dijo un estudiante sentado en cuclillas frente al Palacio.
Esa noche otra movilización se encaminó a Zhongnanhai, residencia de las máximas autoridades del poder ejecutivo, y exigió que los recibiera el primer ministro al grito de «Li Peng, sal afuera, Li Peng, sal afuera», retirándose las prendas de luto y desplazando la atención de los muertos a los vivos. Dirigían sus ataques al primer ministro como encarnación de la oligarquía nepotista. Esa madrugada un millar de policías llegó a la zona y se ordenó el desalojo: el gobierno no recibía a ese «pequeño grupo de personas que envenena las mentes del pueblo». Durante toda la crisis los altos funcionarios del PCCh se negarían a reconocer el carácter genuino del movimiento para tejer todo tipo de teorías conspirativas, quizá como reflejo involuntario de su particular concepción de la construcción política.
El desalojo no hizo más que reafirmar los ánimos de los estudiantes y al día siguiente ya eran más de 30.000 los apostados en la plaza. Entre carteles y pancartas, se escuchaban consignas como: «Hu Yaobang no tenía una cuenta bancaria en el extranjero». Algunas recurrían al humor: «¡Que renuncie Tzu Hsi!», comparando a Deng Xiaoping con la última emperatriz china, que prometió retirarse en reiteradas ocasiones y murió sin renunciar a su puesto de gobernante suprema.
Los estudiantes decidieron que era indispensable una organización propia, pues los centros estudiantiles respondían al gobierno; se funda el Sindicato Autónomo de Estudiantes, que llegaría a agrupar más de 30 facultades e impulsar una huelga general del movimiento estudiantil. Como muchas veces sucede a lo largo de la Historia en tiempos de convulsiones sociales, sorprendía cuán jóvenes eran sus líderes, con un promedio de edad que apenas superaba los 20 años, y lo rápido que habían tenido que madurar al convertirse en referentes de anhelos y expectativas de las masas. Destacaba entre ellos Chai Ling, apodada «la comandante general» por su carácter firme y apasionado.
El partido resolvió que el sábado 22 se realizarían los funerales de Hu en el Palacio de la Asamblea del Pueblo, y que la plaza debía quedar despejada para ese día, y cercada y custodiada por fuerzas policiales. El movimiento estudiantil redobló la apuesta: la noche del viernes 21 más de 100 mil estudiantes de todas las facultades y colegios de la ciudad inundaban la plaza al coro de La Internacional en una procesión de más de 2 kilómetros. Reclamando el fin de la corrupción y del sistema autocrático como culpable de la primera, acamparon en Tiananmen a la espera del acto del día siguiente. La ofensa era absoluta, era como si 100 mil personas se hubieran colado en el acto más importante del año celebrado por el Partido Comunista. Ningún funcionario salió a recibirlos durante la ceremonia, pero los estudiantes protagonizaban el gesto que marcaría la jornada: tres de ellos avanzaron hacia las escalinatas de la Asamblea y, dejándose caer de rodillas, extendieron sobre sus cabezas una petición de diálogo dirigida al Primer Ministro Li Peng. Nadie los escuchó.
La semana siguiente, Deng Xiaoping establecía la línea del partido hacia el movimiento. En las páginas del 26 de abril del periódico oficial, el Diario del Pueblo, un extenso editorial denunciaba que «no se trata de un movimiento estudiantil convencional, sino de una insurrección». Por tanto, Deng afirmaba: «debemos…tomar medidas efectivas rápidamente a fin de detener este conflicto… Esta insurrección está planificada para transformar una China de brillante futuro en una China sin esperanza». El objetivo de la conspiración era «invalidar la autoridad del Partido Comunista y el sistema socialista». Pero la historia posterior iba a demostrar que si existía alguna «conspiración planificada para invalidar el sistema socialista», estaba encarnada por la dirigencia del Partido Comunista Chino y no por el movimiento estudiantil y popular en las calles.
Al mismo tiempo, Deng convocó a la vieja guardia del partido. Ninguno en ese selecto grupo de veteranos formaba parte del Comité Central, ninguno tenía un cargo en el gabinete, ninguno tenía menos de 80 años, y sin embargo gozaban de un poder inmenso dentro del partido. Estos «guardianes de la revolución» llevarían a la cúpula del PCCh a seguir hasta sus últimas consecuencias el editorial del Diario del Pueblo del 26/04: si el país había entrado en situación de guerra insurreccional, la respuesta no podía ser menos contundente.
La cumbre
El movimiento no dejaba de crecer y ganar simpatías entre periodistas, artistas, intelectuales, trabajadores de oficinas, incluso funcionarios menores del partido, pero sobre todo entre la juventud obrera. Durante un breve período la libertad de expresión fue un hecho, con dazibaos, banderas y mensajes en estaciones de subte, plazas, paradas de colectivos y campus universitarios, y cientos de miles de jóvenes ocupando la Plaza Tiananmen. Los estudiantes, conscientemente o no, se habían planteado la reapropiación del espacio público, y si hasta ese momento la participación política había circulado por los estrechos canales oficiales, durante este breve pero intenso período saldrían a ganarse las calles, las plazas y los lugares de trabajo.
El blanco de las críticas durante estas jornadas era la casta de funcionarios enquistada en la cumbre del poder político, su codicia y sus privilegios, y el régimen represivo que les aseguraba la continuidad sin fecha de caducidad (salvo la biológica) en sus cargos. El primer ministro Li Peng era dibujado como un caracol, «demasiado asustado para salir del caparazón», los sindicatos estudiantiles oficiales, como perros obedientes, e incluso Deng Xiaoping era parodiado: «No importa si un gato es blanco o negro siempre y cuando dimita», decía un cartel, remedando su conocida máxima: que no importaba si un gato era negro o blanco siempre y cuando cazara ratones. También se lo representaba como titiritero manipulando con hilos a los miembros del Comité Central. Pero quizás el cartel más ingenioso fue colgado en la Universidad de Pekín, el árbol genealógico revolucionario», que exponía un secreto a voces, la red de nepotismo que vinculaba a los principales dirigentes del PCCh en la cual los funcionarios, sus hijos y parientes se repartían los cargos más lucrativos del gobierno, las empresas comerciales, industriales y militares del Estado, e incluso fondos de beneficencia. En la calle se coreaba «el hijo del presidente Mao fue a luchar. Los hijos de Deng Xiaoping y Zhao Ziyang fueron a comprar televisores a color para revenderlos con ganancias».
Un acontecimiento ajeno a la voluntad de los actores marcó uno de los hitos de la crisis política desatada en abril. El 15 de mayo se esperaba la llegada y la reunión cumbre del premier soviético Mijaíl Gorbachov con los líderes chinos, primer encuentro entre los gobernantes de ambas potencias en más de 30 años; el mundo entero miraría a China. Los estudiantes vieron la oportunidad y tomaron una decisión osada: ir a la huelga de hambre. El 12 de mayo, 3 días antes de la llegada de la misión oficial de Gorbachov, la multitud en la plaza recibía a los huelguistas; de 40 voluntarios iniciales, llegarían a ser más de 2000 con una consigna que resumía todas: que el gobierno se dignara recibirlos y dialogar. Con los días, el dramatismo fue en aumento, los estudiantes seguían firmes y la burocracia del gobierno quedaba expuesta en su carácter despótico. En una sociedad que había soportado la barbarie de la hambruna en reiteradas oportunidades a lo largo del siglo XX por guerras interminables y planes económicos desastrosos, ¿dejaría el gobierno ahora morir a la juventud solo por su rechazo a algo tan elemental como el diálogo con los representantes del movimiento?
Si el día de la llegada del premier soviético había más de 100 mil estudiantes en la plaza, le siguió una gigantesca movilización a Tiananmen de más de un millón de personas, no uno sino dos días seguidos, las jornadas del 17 y 18 de mayo. La plaza estallaba. Esos jóvenes ojerosos y desgastados habían conseguido captar la adhesión de profesores, obreros, escritores y estudiantes secundarios. Tiananmen se convirtió en canal de reclamos que expresaban la indignación de las mayorías hacia la casta dirigente, relacionando su pobreza con la riqueza de esta, cuya indiferencia ante el sacrificio de los estudiantes exacerbaba los ánimos: «los hijos de Deng Xiaoping van en Mercedes, pero los hijos del pueblo están aquí». Al día siguiente un grupo de obreros anunciaba la necesidad de formar un Sindicato Autónomo de Trabajadores, recuperando la experiencia del movimiento estudiantil e intentando independizarse de los aparatos burocráticos estatales, y anunciaba una huelga general de 24 horas si el gobierno no recibía a los estudiantes.
El ambiente era triunfal, pero el desgaste por la huelga de hambre y el cansancio de más de un mes de lucha se hacía sentir y del otro lado la vieja guardia desplazaba a los sectores reformistas y negociadores del partido y se asumía la decisión de llevar adelante lo planteado en la editorial del 26 de abril. El tiempo de descuento había terminado y la dirección preparaba la solución final.
La reacción
El viernes 19 de mayo la dirección del PCCh se reunía en el extremo oeste de la ciudad, en el Departamento de Logística General del Ejército. Desde allí, por cadena nacional, resonaba la estridente voz de Li Peng, el primer ministro: «Un puñado de personas están utilizando a los huelguistas de hambre como rehenes para coaccionar y forzar al Partido y al gobierno a rendirse ante sus exigencias políticas (…) Bajo tales circunstancias, el Partido Comunista de China, como partido en el poder, y el gobierno responsable del pueblo, se ve obligado a tomar medidas decisivas». Y añadía: «para restablecer el orden y estabilizar la situación, no nos queda más remedio que transferir las tropas del Ejército Popular de Liberación a la zona de Pekín». Deng Xiaoping y toda la dirigencia política habían decidido descabezar el movimiento por sus consecuencias impredecibles, y si para ello debían declarar un estado de guerra contra el pueblo trabajador y militarizar una ciudad entera, lo harían.
En Tiananmen estalló la ira en una oleada de gritos, «abajo Li Peng, abajo los militares, ¡viva el pueblo!», y la multitud comenzó a cantar la Internacional. Miles corrieron al perímetro de la plaza para formar cordones humanos a la espera de la inminente llegada del Ejército: «Vinimos sobre nuestros pies, saldremos sobre nuestras espaldas».
Mientras las tropas entraban en la ciudad por los cuatro puntos cardinales y todos esperaban el brutal desenlace, ocurrió algo inesperado tanto para Tiananmen como para la burocracia del PCCh. Llegaban noticias absurdas a los cuarteles del Ejército: las tropas estaban paralizadas. Miles de hombres y mujeres salían a las calles y poniéndose delante de camiones y tanques, les bloqueaban el paso. «El ejército popular debe amar al pueblo», se escuchaba una y otra vez. La dirección del partido estaba furiosa, pero también desconcertada.
Al día siguiente, el gobierno decretaba que desde el 20/05 quedaban suspendidas todas las garantías formales de la Constitución y se establecía la ley marcial. Las fuerzas de seguridad y el ejército estaban autorizados a adoptar «los métodos necesarios para resolver las cosas por la fuerza», y a todos los periodistas, nacionales y extranjeros, se les prohibía informar en el área de influencia de la ley marcial sin permiso oficial del gobierno. Desde el decreto de la ley marcial hasta la noche del 3 de junio, el hecho de que estuvieran suspendidas las funciones normales del Estado pero al mismo tiempo se sostuviera la ocupación de la Plaza de Tiananmen y la movilización de cientos de miles de ciudadanos por toda la ciudad, impidiendo con piquetes y barricadas el ingreso del Ejército Popular a Pekín, derivó en que la ciudad se convirtiera de facto en una comuna popular. Las calles zumbaban con multitudes discutiendo la situación política sin miedo a los grupos de espionaje del gobierno. Estudiantes con cintas en la cabeza dirigían el tráfico y organizaban el reparto de agua y comida. A la plaza llegaban noticias de movilizaciones y huelgas de solidaridad en más de 20 ciudades.
Sin embargo, en este punto los principales déficits del movimiento salieron a la luz. Los estudiantes habían ofrecido a la camarilla gobernante el más dramático desafío público en 40 años de gobierno burocrático y despótico. Pero, ¿cómo seguir?
Si existía una situación de doble poder, no podía mantenerse indefinidamente. Y en este punto la desorientación política, sumada al desgaste y el cansancio físico, fue un límite para el triunfo. Los estudiantes nunca tuvieron una estrategia de transformación social. Despreciaban un régimen fosilizado y corrupto, y habían realizado sacrificios heroicos en pos de su superación, pero eso ya no bastaba.
El partido, que sí sabía qué hacer con el poder, aprovechó ese momento de impasse y casi a la medianoche del sábado 3 de junio, mientras miles de jóvenes obreros, profesionales, periodistas y hasta hijos de funcionarios resistían en las barricadas de los suburbios el avance de las fuerzas de seguridad con palos y piedras, decidió poner fin a la crisis.
Los soldados abrían fuego por primera vez con balas de plomo y los tanques avanzaban contra las barricadas. El odio y la desesperación se apoderaron de la población, miles de vehículos eran incendiados, intentando bloquear el paso de las tropas, al grito de «fascistas» y «asesinos». A costa de una verdadera masacre contra el pueblo, las tropas avanzaron hasta la Plaza Tiananmen. Toda la soberbia que habían mostrado los funcionarios del gobierno durante más de un mes y medio se transformó en barbarie contra los protagonistas de un movimiento que había llegado tan lejos en su desafío al orden existente. Que un grupo de párvulos de poco más de 20 años hubiera planteado semejante osadía era algo que el Partido y la gerontocracia enquistada en él nunca perdonarían.
Durante esa jornada y las siguientes, los enfrentamientos y las matanzas de civiles continuaron. Y mientras la ciudad ardía y miles de hombres y mujeres eran asesinados por las tropas de asalto, en Tiananmen comenzaban los operativos de barrido y limpieza de los servicios municipales. Poco después, el alcalde de Pekín, Chen Xitong, diría: «la plaza ha sido devuelta al pueblo».
Quizás la imagen que mejor condensa el valor de los protagonistas de estas jornadas sea aquella, captada por las cámaras norteamericanas, del joven estudiante Wang Weillin, hijo de obrero y de tan solo 19 años, en medio de la calzada, bloqueando el paso a la hilera de tanques que venían de la plaza. Milagrosamente, el tanque se detuvo, y cuando quiso girar a la derecha, Wang hizo lo mismo; cuando el tanque giró a la izquierda, la situación se repitió. Entonces Wang se subió al tanque y gritó a los que estaban dentro: «Vuelvan. Den la vuelta. Dejen de matar a mi gente». Sus amigos corrieron y lo bajaron del tanque.
Tiananmen fue uno de los últimos intentos del siglo XX de desafiar al poder despótico de las burocracias anquilosadas en el Estado y el Partido en los países del mal llamado «socialismo real». Los estudiantes, los trabajadores y las masas que les acompañaron lo apostaron todo, pero al final perdieron. Quizá las nuevas generaciones puedan recuperar del olvido los relatos perdidos y las experiencias del pasado para, esta vez sí, cambiar el rumbo de la Historia.
Editora: Montserrat Álvarez montserrat.alvarez@abc.com.py