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Sin embargo, en esta historia han existido desde el comienzo insurrecciones y protestas. La semana pasada, quinientos tibetanos indignados por la elección de Pekín como sede de los Juegos Olímpicos de Invierno marcharon desde el Comité Olímpico Internacional hasta el Museo Olímpico en Lausana, llamando a boicotear los «Juegos del Genocidio». Varias de sus pancartas recreaban una de las fotografías más famosas del siglo XX: el Hombre del Tanque. Una figura solitaria, de pie frente a una fila de tanques en Pekín, en 1989.
Nadie conoce la identidad ni el nombre de aquel manifestante, pero todos sabemos que estuvo en las protestas que mancharon aquella primavera con sangre la gigantesca Plaza de Tiananmen.
Creemos importante considerar los aspectos políticos del deporte y, sin perder de vista las críticas del investigador Jules Boykoff al simplismo de contraponer un supuesto «Estados Unidos amante de la libertad y un Estado chino diabólico», traer este recuerdo a colación ahora que, como el mismo Boykoff ha denunciado recientemente, teniendo el Comité Olímpico la potestad de no elegir como anfitriones de las olimpiadas países que violen los derechos humanos de su población, significativamente no ha hecho uso de esa potestad.
Nos parece importante en especial porque el régimen censura ese recuerdo incómodo. En diciembre, la Universidad de Lingnan eliminó una inscripción en relieve sobre la masacre de Tiananmen. Ya en el 2021, la Universidad de Hong Kong había retirado el Pillar of Shame del escultor Jens Galschiot, la Universidad China de Hong Kong había hecho lo propio con otra obra sobre Tiananmen, del artista Chen Weiming, y el Museo del 4 de Junio, dedicado también a la masacre de 1989, había tenido que cerrar por orden del gobierno de Xi Jinping. En junio del 2020, la abogada Chow Hang-tung publicó dos artículos en los que invitaba a encender velas en memoria de las víctimas de la masacre. Hace unas semanas, el 4 de enero, acaban de sentenciarla a quince meses de prisión.
Se sabe poco de China. Los Juegos Olímpicos de Pekín ocupan este mes las primeras planas, pero no hay reportajes en profundidad sobre conflictos éticos de atletas reacios a volverse cómplices de un posible sportswashing –ya más real, de hecho, que meramente posible– con su participación, ni investigaciones serias –pese a su ausencia en enero en el Grand Slam de Australia– sobre la situación de la tenista Peng Shuai, desaparecida de la vida pública el año pasado después de denunciar a un jerarca del gobernante Partido Comunista Chino por abuso sexual, ni análisis históricos de los ya antiguos conflictos de los uigures de Xinjiang, esa región que las autoridades chinas, como organizadoras de estas Olimpiadas, acaban de anunciar que será la «estrella» de su incipiente industria de deportes de invierno, un negocio de millones de dólares.
Conquistada la provincia de Xinjiang por la dinastía Qing en el siglo XVIII y heredada por la república China, desde la llegada de Mao al poder en 1949 los uigures, entre otras etnias tibetanas y mongolas, se convirtieron para el PCCh en minorías a integrar cultural e ideológicamente. De este proyecto estatal de unificación etnolingüística habla, entre otras cosas, el artículo «Y la risa, horrible mueca» de nuestra edición de hoy. El citado anuncio del gobierno chino resulta particularmente violento dadas las recientes protestas de activistas tibetanos y uigures contra la elección de Pekín, ciudad ensangrentada por la masacre de Tiananmen, como sede de estas Olimpiadas. El antecedente inmediato de la masacre de 1989 fue la muerte de Hu Yaobang, secretario del PCCh entre 1982 y 1987, que encabezó varias reformas, algunas tendientes a dar más autonomía al pueblo uigur y otros grupos de una sociedad que Hu quiso más democrática. En 1987, el partido obligó a renunciar a Hu, que, apartado de la vida pública, murió dos años después, deshonrado y solo. De los procesos políticos que llevaron al sangriento desenlace del 4 de junio de 1989, entre otras cosas, habla el artículo «La Masacre de la Plaza Tiananmen» de nuestra edición de hoy.
«El sentido histórico implica que el pasado se perciba no solo como pasado, sino como presente». T. S. Eliot.