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Este mes celebramos el centenario del Ulises, novela publicada el jueves 2 de febrero de 1922, día en el que su autor, James Joyce, cumplía cuarenta años de edad, por Sylvia Beach bajo el sello Shakespeare & Company en París. Como es sabido, el Ulises relata un día –el 16 de junio de 1904– en la vida de Leopold Bloom. Un día es cifra de la vida entera, condensación del orden sucesivo de sus edades, su metáfora acaso más perfecta, desde que al despertar –como al nacer– se enciende la consciencia hasta que, sumadas las acciones y emociones de la jornada y acumulado el peso del cansancio conforme el sol se pone, llega el momento del descanso en el cual –como al morir– esta se apaga.
Leopold Bloom sabe que su esposa, Molly, lo engaña, sabe que ese día va a engañarlo, sabe el lugar y la hora, pero desayuna, va a trabajar, recorre Dublín, cumple sus tareas, conversa con este y con aquel, se olvida por momentos de su desgracia, aunque en el fondo la tiene presente todo el tiempo, y, al cabo de su jornada, llega a casa y, sabiendo lo que ha pasado, vencido por el cansancio, se duerme. El Ulises es la historia de ese día de pena, de derrota, quizá de amor, de un hombre pragmático que opta por vivirlo con indiferencia, mientras el curso banal de sus horarios esconde una inmensidad inconfesable, negada, que es la de su tragedia, y bajo la fugacidad de cada segundo persiste, congelada, una soledad arquetípica, perpetua.
La odisea de Leopold Bloom dura unas horas, y la del Ulises homérico largos años, pero bajo la diferencia de la duración que miden relojes y calendarios palpita un tiempo interior imposible de medir –por eso, una eternidad en el mundo onírico equivale a un minuto en la vigilia–, y si bien a nuestra consciencia despierta, gobernada por el reloj, este infinito se le hurta, lo experimentamos sin saberlo a cada paso. Si el Ulises y el Finnegans Wake –sobre todo el último, con sus artefactos híbridos compuestos de palabras inglesas, latinas, griegas, francesas, españolas, sánscritas, donde por momentos el lector se pierde– son laberintos, entonces, creador de los libros que cruza disfrazado de personaje, Stephen no por azar se apellida Dedalus. Pero en tal caso también pueden ser sueños, ya que al soñar somos a la vez autores y personajes. Se ha interpretado el Ulises como mapa de la Odisea homérica, de la misa católica y de la guía de Dublín, entre otras cosas, pero ignoro si alguien lo ha interpretado como un sueño, que hurta su verdad y la encripta, secreto núcleo de un deseo prohibido que oniromantes y psicoanalistas quieren descifrar. Al entrar en la noche final de la novela, a través de Molly Bloom habla el sueño, con todo su poder de coro griego, y su embrujo extingue la sucesión de los acontecimientos, la linealidad del tiempo: no importa ya la página siguiente –cualquiera puede serlo–, y nunca desde entonces –pese a todas las posteriores y actuales y exitosas inepcias y promocionadas «emergencias» que distorsionan para el público de cada época su discreta, subterránea historia– la literatura volvió a ser la misma: «… y cómo él me besó bajo la pared morisca y yo pensé bueno tanto da él como otro y después y luego yo le pedí con los ojos que me lo preguntara de nuevo sí y luego él me preguntó si podría sí yo sí decir sí mi flor de montaña y primero yo lo rodeé con mis brazos sí y lo atraje sobre mí para que sintiera así mis senos todo perfume sí y su corazón saltaba como loco y yo sí dije sí quiero Sí».
Así Joyce supo que para contar un día cualquiera en la vida de un hombre común tenía que crear un libro que en cierta forma fuera infinito, que se aproximara lo más posible a lo infinito, que no tuviera comienzo ni fin, que virtualmente no terminara. Presentó cada dicho y hecho en su sitio concreto, bien anclado en la cotidianidad de los objetos vulgares con sus pelos y señales, incluida la tácita sugerencia de su medida «objetiva», la duración previsible de los momentos, los gestos, las frases, los encuentros, los trayectos. Les dio el contraste de la interioridad insondable que en secreto los acompaña. Con la materia ordinaria del tranvía suburbano, de los riñones de cordero fritos, de la cerveza de los albañiles, del aguacero gris, del jabón de afeitar en la redonda cara de Buck Mulligan, del jabón de limón comprado en la farmacia para la amada infiel, de los mediocres placeres del barrio, de la caminata desde el burdel al final de la noche, de las calles y las vísceras, de los vivos y los muertos, de las risas y las rosas, con toda la grosera música del balbuceo rutinario Joyce lo logra, orquesta la sinfonía prodigiosa, hace la magia, opera el milagro: aquí, aquí mismo se encuentra lo infinito, aquí, en esta nada, está lo eterno.