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En otro artículo del Suplemento Cultural comentaba que, como a muchos de mis conciudadanos (con la obvia excepción del expresidente Trump), me cuesta mentir, salvo cuando no quiero confesarle a mi señora que he comido demasiadas hamburguesas. Es cierto que me gustan, y también la comida paraguaya, sus sabrosos pucheros y su chipa guasu. No es raro que una de las primeras frases en guaraní que aprendí fuera «heterei», «qué rico». Pero eso no significa que nunca me haya encontrado en Paraguay con hábitos culinarios extraños o curiosos para mí.
Esto me remonta a 1973, cuando, como «médico voluntario», llevaba vacunas contra la difteria y otras enfermedades a los distritos del interior. Pasé dos o tres días en Mbuyapey, pueblo en ese tiempo muy aislado. Llegamos en ómnibus desde Ybycuí, donde habíamos trabajado en varias compañías y donde habíamos tenido la suerte de hospedarnos en casa de un farmacéutico y su esposa, que fueron muy amables con nosotros. Y muy generosos con la comida.
La comida es esencial en esta historia porque cuando llegamos a Mbuyapey nos quedamos en casa de un terrateniente, probablemente el hombre más rico del distrito. Hablamos poco con él durante nuestra estadía. Supongo que tenía negocios en otra parte. Pero lo interesante es que cuando llegó la hora de almorzar, y después la de cenar, nos mandaron –a dos tipos de dieciocho años, personas con mucha apetito por naturaleza– unos pocos ñoquis y una ensalada. Después –lo recuerdo bien– comimos coquitos y seguimos con hambre. Volvimos con verdadera alegría a Ybycuí y a la familia del farmacéutico. Y recuerdo la reacción del dueño de casa cuando le contamos lo de los coquitos: «Ja, mis amigos, lo que pasa es que él es rico».
Aunque eso no parecía explicar nada (¿tal vez la actuación del hombre rico reflejaba su tacañería, o alguna costumbre tradicional de la zona rural?), no conversamos más sobre el tema; además, teníamos que volver a trabajar al día siguiente.
Ese recuerdo se quedó en un lugar semiescondido de mi mente hasta que muchos años después, allá por 1992, estando en Asunción, me invitaron a cenar en casa de otro hombre rico –mucho más que aquel señor de Mbuyapey– y nos dieron unos fideos sin salsa, a cinco o seis hombres, y no hubo ensalada. Esa experiencia en la capital me llevó a recordar la de Mbuyapey y me sentí perplejo. Parecía que, tanto en la ciudad como en el campo, ciertos miembros de la élite paraguaya, en papel de anfitriones, servían a sus invitados cantidades muy moderadas de comida.
Podía ser una mera coincidencia, de la cual no cabría inferir una lección general. Pero semanas después, almorzando con el ministro Mario Pastore, en cuyo departamento me ofrecieron mucha comida rica, les pregunté a los miembros de su familia qué pensaban de lo que había observado. ¿Era solo una coincidencia, o simples ejemplos de jopy (usando la palabra mencionada por mi amigo Aldo Jones)? No, respondió la hermana del ministro, y me contó algo sorprendente: ella conocía casos de empleados domésticos que habían dejado de trabajar en casas de la élite tradicional porque no les daban suficiente comida.
Ojo, quiero enfatizar que no estoy culpando ni criticando a mis dos anfitriones. Nadie me trató de manera descortés ni incorrecta. Las personas de esta clase nunca cometen errores sociales a menos que tengan la intención de ser groseras. También conozco casos de empleadas domésticas que son casi miembros de la familia (y gozan de buen sueldo). Entonces, ¿cómo explicar el fenómeno señalado por la hermana del ministro? Y aquí es donde quiero recurrir a la historia paraguaya y sus aspectos sociales para ensayar algunas teorías.
Esta es mi idea, y siéntanse los lectores libres de contradecirla: para que una élite mantenga su autoridad en cualquier sociedad, sus diferencias respecto de los demás sectores deben ser constantemente enfatizadas. El teórico marxista Antonio Gramsci llama a este concepto «hegemonía», y es necesario para explicar por qué me sirvieron tan poca comida y por qué los empleados prefieren dejar ese trabajo a comer tan poco.
Las élites enseñan a sus hijos a ser disciplinados, a controlar sus deseos y emociones, y también que, a través del poder que transmite esa disciplina, continuarán gobernando. Para ver cómo funciona esto, volvamos al período colonial, digamos a 1650.
En aquellos tiempos, Paraguay era un lugar muy aislado, incluso en términos regionales. Había muy poca inmigración a la provincia desde España u otros lugares. Sus habitantes eran muy similares entre sí. Todos (o casi todos) tenían apellidos españoles, como Benítez, González o Centurión, pero eran monolingües en guaraní. Sé que en Madrid, en ese tiempo, los aristócratas tenían que aprender formas muy ornamentadas de un español latinizado para ser reconocidos en la corte, pero eso era inimaginable en Paraguay. Los paraguayos eran nominalmente católicos, pero, en su mayoría, analfabetos y, por lo tanto, sus ideas de la fe (y de la mayoría de las cosas) no reflejaban tanto el Evangelio como una tradición que dejaba algo de espacio no solo para San Miguel sino para el Pombero, el Luisón y Añá. En términos materiales, las circunstancias eran sumamente similares en todo el país. Todos los paraguayos bebían yerba mate y comían maíz, carne de res y mandioca. Había poca variedad.
En un entorno así, ¿cómo se define una élite? Un terrateniente podría poseer diez leguas cuadradas, pero ¿cómo probar que las merecía más que alguien que solo poseía una? Un estanciero podría tener mil cabezas de ganado, pero ¿eso lo hacía superior al que solo tenía cien? En ese ambiente aislado, la cultura material era casi la misma en todas partes. El comercio se dio casi exclusivamente a través del trueque, pero ¿qué intercambiar sino las mismas verduras y frutas que todos los demás tenían también en oferta? Un miembro de la élite más alta, un terrateniente o un encomendero, podía parecer a primera vista igual que alguien simplemente próspero. ¿Cómo podría el primero reclamar una mayor porción de poder que el segundo, y –esto es importante– cómo podría lograr que el segundo considerase legítimo ese ejercicio de poder?
Creo que la respuesta es: con un comportamiento distinto. Las clases más altas, dado que no se veían tan diferentes de las que estaban justo debajo de ellas, tenían que actuar de manera diferente. Y aquí está el punto: tenían que controlar su hambre. Tenían que ser ricos sin parecer realmente ricos.
Entre los indígenas de la costa del Pacífico de América del Norte existe una tradición, llamada potlatch, que asegura la continuidad social. Cuando alguien prospera, tiene el deber, en algún momento determinado por el ritual, de distribuir todos sus bienes entre los miembros de la tribu menos afortunados que él. Mediante ese ritual, vuelve a ser materialmente pobre, pero socialmente rico. Se lo considera digno de respeto y puede transmitir algo de esta reputación a sus hijos. Hubo una tradición similar entre los mayas de Chiapas y Guatemala.
Las élites paraguayas de 1650 podrían haber optado por elaborar un sistema como el potlach, pero no lo hicieron. En cambio, insistieron en que su superioridad podía medirse no tanto por sus bienes materiales como por un despliegue de disciplina y virtud. Y la sociedad aceptaba que su existencia definía la identidad de la élite.
Sospecho que estaba en juego el mismo espíritu que animaba a los personajes del famoso cuento del danés Hans Christian Andersen, «El traje nuevo del emperador». Los lectores recordarán que, en ese cuento, los sastres estafadores logran convencer tanto al emperador como a sus súbditos de que solo los virtuosos podían ver la fina costura del nuevo traje del monarca. Y, por supuesto, el Emperador no llevaba traje alguno y solo un niño reconoció su desnudez como lo que era.
Ahora, apliquemos este principio al consumo de carne de res. Solo en un mundo donde el terrateniente de Mbuyapey necesita demostrar su superioridad respecto del farmacéutico de Ybycuí mediante el gesto de no alimentar adecuadamente a sus invitados tiene sentido esta costumbre. Y sí, estoy argumentando que se mantienen hasta hoy muchos ecos o herencias culturales de este comportamiento, y no solo en lo que se refiere a la cantidad de alimentos consumidos.
Eche un vistazo a las páginas «VIP» que aparecen semanalmente en ABC Color o Última Hora y observe los apellidos de las chicas que celebran sus quince años. La gran mayoría de esas riquezas son nuevas; se remontan solo a una sola generación atrás, y muchos de sus padres nacieron en otros países. Las élites realmente antiguas, cuyos apellidos se conocían en 1650, no se preocupan tanto por la ropa importada o el bótox en los labios. Las viejas élites en Paraguay siguen basando su autoridad en cosas invisibles pero presentes a los ojos de quienes se consideran los «virtuosos» del país.
¿Deberíamos reírnos de ellos y decir que el «emperador no lleva traje»? ¿O deberíamos reírnos de los VIP que piensan que cuanto más cara la ropa y más elaborado el maquillaje, más importante es una mujer? Solo una cosa es segura: yo no puedo esperar muchas hamburguesas gratis ni de los unos ni de los otros. ¡Qué lástima!
*Profesor emérito, Universidad de Georgia