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«Larger than life» es una expresión inglesa que, según mi modesto entender, refleja lo inasible, lo que no se puede contener de forma alguna, dejándonos la perplejidad, el asombro o el embelesamiento como única respuesta posible al hecho que uno acaba de experimentar.
Es eso lo que nos ocurre a muchos de aquellos que hemos vivido gran parte de nuestra vida persiguiendo la utopía de comprender en todos sus detalles el fenómeno Beatles, después de ver la enciclopédica y monumental Get Back, de Peter Jackson. Lo conseguido por el director neozelandés es épico: nos replantea todo lo aprendido previamente con respecto a los Fab Four y nos interpela a modificar muchas de las verdades hasta ahora irrebatibles del catecismo beatle.
Estamos así ante la reforma de todo un dogma. Jackson es el Martín Lutero que se ha aprovechado de la pandemia para bucear en las profundidades de Let It Be con sus 55 horas de películas y 140 horas de audio, rescatadas de aquel engorroso proceso que registró nada menos que el comienzo del fin del maravilloso sueño que compartió la humanidad con cuatro atrevidos muchachos de la ciudad de Liverpool en los años 60.
Es que hasta ahora, para la gran mayoría, esta historia fue siempre contada por otros. Por los que supuestamente estuvieron cerca. Por los que tuvieron acceso a los datos, los que hablaron con los que estaban cerca del perímetro inexpugnable del Inner Circle, pero jamás imaginamos tener una cámara y un micrófono abiertos durante tanto tiempo, en medio de los avatares de una grabación que tomó gran parte del mes de enero de 1969, apenas 7 años después de la publicación del primer LP y a 5 escasos años del inicio de la salvaje beatlemanía, desde los Estados Unidos al mundo, en 1964.
Dirigidos por el excéntrico Michael Lindsay-Hogg, hijo biológico de Orson Welles y creador del Rock and roll Circus de los Rolling Stones, la versión oficial de Let It Be terminó siendo una despedida triste de los Beatles en celuloide. Como resultado de los problemas que sobrevendrían luego –pero que ya se iban pergeñando en las oficinas de los abogados y ejecutivos discográficos–, la cinta obtuvo un corte final decepcionante que no hizo sino consolidar el mito de que el divorcio de los Beatles fue atroz. Medio siglo después, un metódico Peter Jackson arroja luz definitiva al asunto en 468 minutos de gloriosa reconstrucción de los hechos tal como realmente ocurrieron. Así nace Get Back.
Rompan todo
«¡Rompieron todo lo que se escribió en los últimos 50 años, no se puede creer! Nada que ver con la “historia oficial”», me escribió en estos días un estupefacto Óscar Vicente Scavone, quizá la autoridad mayor en la materia en nuestro país. En el mismo sentido, he escuchado opiniones de muchos otros especialistas. Desde el desagradable mito que responsabilizaba a Yoko Ono de la separación del grupo –argumento que siempre me pareció muy pobre, si uno entiende el nivel de relacionamiento que tuvieron los Beatles desde sus inicios– hasta la supuesta «mala onda crónica y mortal» entre sus integrantes en ese tramo final, quedan abolidos luego de largos años de errónea certeza. Ellos seguían siendo un núcleo creativo y de una amistad indestructible.
Pero eso no es lo más substancioso. Lo verdaderamente importante está en la minuciosa producción del hecho musical en sí. Las largas asambleas del grupo, lideradas, es cierto, por McCartney, pero bajo la impronta ineludible, inevitable, de Lennon en todo el proceso. En medio de esos dos egos gigantes y talentosos se debaten George y Ringo, cada uno en su peculiar característica: Harrison, justificadamente disconforme con la falta de valorización de sus aportes, apelando a la ironía hasta amagar un abandono que llega a producirse parcialmente. Ringo, en lo que sabíamos: el gran conciliador, el único elemento de conjunción que sobrevive luego de los años de vértigo, casi resignado al final que todos sabíamos que llegaría tarde o temprano. No en vano las dos reuniones para conseguir el retorno de George se hacen en la mansión que Ringo compartía entonces con Maureen Cox.
Y si bien el regreso de Harrison genera una especie de armisticio, este no deja de ser meramente momentáneo, porque, más allá de la aceptación de un par de temas del «más espiritual de los Beatles», es la gran disputa colaborativa de Lennon y McCartney la que pronto retoma la carrera creativa contrarreloj autoimpuesta para terminar un nuevo disco, grabar un especial de TV, filmar una película y preparar un show en vivo, todo en el lapso imposible de ¡cuatro semanas!
«Siempre hemos sido buenos trabajando bajo presión», repite unas cuantas veces Paul a lo largo del filme, a lo que John asiente sin dudar. En eso ambos están totalmente de acuerdo. A esa altura, George y Ringo solo sonríen, casi melancólicamente, aceptando sus habituales roles de sometimiento, como lo fue desde el principio hasta el final de la historia del grupo.
Paul conduce, John dignifica
Paul lidera, pero busca todo el tiempo el consentimiento, la aprobación, aunque sea tácita, de John. Es una relación simbiótica. Así construyeron su imperio de más de 200 canciones inmarcesibles, eternas. Mientras tanto se fuman la vida (es un milagro que solo George haya sido finalmente afectado en su salud con este nivel de tabaquismo) y se portan mucho mejor de lo que cualquier banda de la época podría ostentar en aquellos años de desvaríos lisérgicos. Se ve muy poco alcohol en las sesiones y sí ilimitadas tazas de té con tostadas, siempre solícitamente servidas por Kevin, el asistente que termina haciendo de atril humano en el show final de la terraza.
Llama la atención la insistencia de George en traer a Clapton y a Billy Preston e incluso al propio Bob Dylan, ante lo que Paul le dice: «¡Te queremos a vos, no a Clapton!», pero la verdad es que cuando llega el ex tecladista de Ray Charles todo parece iluminarse. Los numerosos callejones sin salida en los que habían entrado temas como «Don’t Let Me Down» y, sobre todo, «Get Back» (merecido título del film) se resuelven mágicamente. Un joven y casi tímido Preston, como incrédulo del lugar que le reservó la historia, solo sonríe y oprime las notas justas desde el piano Fender para rellenar todos esos pequeños vacíos que habían dejado McCartney y Lennon en su maratónico contrapunto de humor, ironía y enorme talento.
La historia, siempre presente
Párrafos aparte para el recorrido histórico que los cuatro Beatles hacen por todo el mapamundi musical en el que forjaron su propia música. Las repetidas alusiones a Chuck Berry nunca son casuales; la cita a «Stand By Me» de Ben E. King tampoco, así como el fabuloso reconocimiento a Isley Brothers buscando en «Shout!» la respuesta rítmica que estaban necesitando para algunos temas. Tampoco faltan las impostaciones de John y Paul intentando vocalizar como Elvis; forman parte de bromas mutuas que provienen de las épocas del Star Club de Hamburgo y la Caverna de Liverpool. De todo ese universo rescatan una versión del clásico «Maggy Mae», la canción folk tradicional de Liverpool dedicada a una prostituta, que aparece finalmente en el álbum.
Pero los Beatles son tipos modernos, actualizados, a los que no les importa mucho ser los reyes del mundo. Saben que deben seguir atentos a todo lo que pasa, y así comentan con admiración un show televisivo del Fleetwood Mac de las épocas de «Albatross». Enseguida, Paul aprovecha para improvisar una hermosa versión de «Goin’ Up The Country», el grupo blanco de blues que triunfaría unos meses después en Woodstock. En medio de esa ensalada de citas y menciones, John se entusiasma con el clásico discurso de Martin Luther King y ensaya frases del mismo intentando colarlas en alguna de sus letras. También insiste en darle a «Get Back» un tono político vinculado al avance de una corriente política racista, antiinmigración, a la que por supuesto se opone.
En dicho recorrido tampoco faltan deliciosas alusiones a los años de gira con el cuarteto, haciendo mención a errores cometidos en el escenario; a lo poco o nada que podían escucharse entre ellos y a un error mítico de Jimmy Nicol, el baterista suplente de Ringo, que falló en ingresar a tiempo después de un conteo, por estar distraído mirando las mujeres, absolutamente fuera de sí, que asistían a todos los shows. Enseguida, los cuatro recuerdan jocosamente las anécdotas vividas en el ashram del Maharashi y leen en sorna los tabloides londinenses que hablan de «agresiones con golpes de puño» entre los Beatles en supuesta crisis terminal.
Los detalles
Mientras todo sigue ocurriendo, Get Back es generosa en muchos otros detalles extraordinarios: la amabilidad servicial de Mal Evans, ese genio grandote y nunca reconocido, que se encargaba hasta de prever los zapatos que George quería vestir en el show en vivo, al tiempo de preparar el yunque que debía «ejecutar» en «Maxwell Silver Hammer». Y sobre todo el gran trabajo de Glynn Johns –absurdamente desplazado del corte final por Phil Spector–, asistido silenciosamente por un joven Alan Parsons operando grabadoras, y, por supuesto, la omnipresencia serena de George Martin en todo el proceso, apuntalando a sus cuatro muchachos sin hacer un solo gesto de desaprobación o molestia, un verdadero gentleman.
El rol de las parejas tampoco queda ajeno al todo y es elemento trascendente pero no definitorio. Es cierto que Yoko está demasiado cerca y hasta es objeto de un debate interno del grupo: pero es el propio Paul el que dice «Si John lo quiere así, para mí está bien». Linda también marca territorio incluyendo a su hija Heather en la escena, y un poco más atrás en esa línea de protagonismo aparecen Maureen y Patty Boyd, quizá a sabiendas ambas de que muy pronto estarían fuera del círculo íntimo del cuarteto.
Produciendo arte a presión
El tour de force rumbo al compromiso de terminar el disco y producir un show en vivo es épico. McCartney se muestra ferozmente autocrítico y desconfía repetidamente de la validez de volver a tocar en vivo. Lennon, por el contrario, es allí donde muestra el espíritu que seguramente los llevó a conquistar el mundo: su decisión es seguir adelante a como dé lugar. La suerte estaba echada, y John sabe que su «pequeña banda ajustada de Liverpool sigue siendo muy buena».
En la selección final de los temas quedan muchas joyas afuera, pero no será por mucho tiempo, ya que todavía faltaba esa obra de arte final llamada Abbey Road. John insiste con su «Road to Marrakesh», que 10 años más tarde se transformaría en la hermosa «Jealous Guy» de Imagine, mientras que su vieja «1 After 909» se adapta perfectamente a la línea de Get Back. La melancólica «I, Me, Mine» y «For You Blue» de Harrison, que fueron admitidas a regañadientes después de estas sesiones por Paul y John, presagian sin embargo la grandeza que llegaría muy pronto con el descomunal «All Thing Must Past» de George. Todo va sucediendo.
El gran final
Queda para el final la legendaria actuación en la terraza de Apple en el número 3 de la calle Saville, en plena city londinense. Una decisión genial pero no exenta de numerosas idas y venidas que casi se pospone ad eternum. Lo que había comenzado con la cinematográfica idea de realizar un show en un antiguo anfiteatro en Libia terminó en el lugar menos pensado pero por ello más revolucionario. Los Beatles lo hicieron una vez más: paralizaron Londres, Inglaterra y el mundo con un puñado de canciones nuevas, que sin embargo los sorprendidos transeúntes londinenses no dudaron en reconocer desde el primer acorde. Preguntados por un reportero, contestan sin dudar: «¡Son los Beatles, son los mejores!». Es que estaban acostumbrados a esa banda sonora extraordinaria que los puso en el mapa cultural del mundo en aquella prodigiosa década que así se estaba despidiendo.
La conocida escena de los bobbies intentando interrumpir el show adquiere proporciones simbólicas extraordinarias. Es un manifiesto político en medio de una gran despedida. No podían marcharse de la escena esos cuatro rebeldes que modificaron toda la estructura estética de una época sin dejar un guiño de complicidad con sus millones de seguidores. Las maniobras dilatorias de la secretaria de Apple y el buenazo de Mal son de antología, y la llegada de más oficiales para disolver a la multitud y agilizar el tránsito otorgan un marco de dramatismo a ese final.
Cuando los uniformados llegan por fin a la terraza para detener ese escándalo que ya generó «más de 200 quejas en una hora», las caras de complicidad de Paul y John lo son todo: allí están una vez más esos dos tránsfugas de Liverpool que desafiaron todas las convenciones culturales de la posguerra haciendo de las suyas. El número final con Lennon cantando como siempre lo hizo: como los dioses, y la risa al viento de Paul, George y Ringo denota una felicidad final que conmueve hasta las lágrimas. En sus últimos momentos de vida en un escenario, los Beatles suenan grandiosos y se ven radiantes, como siempre. Ni siquiera el gélido frío londinense de enero logra enfriar ese momento que ya es eterno.
La frase final enunciada por Lennon queda como un epitafio: «Espero que hayamos pasado la audición». Una despedida en clave de humor liverpudiano. Una obra maestra de la retórica filosa de un Lennon que muy pronto comenzaría a gritar «Power to the people» por todos los rincones del mundo. Paul, entre tanto, permanece en lo suyo: rozando siempre la genialidad musical, deja de regalo un par de temas absolutamente suyos como «Let It Be» y «The Long and Winding Road», sobre los que Lennon ironiza pero al mismo tiempo acepta su innegable grandeza, quizá tan solo contestada parciamente con la no menos extraordinaria «Across The Universe».
Los Beatles estaban entonando el canto del cisne, pero lo hacían sin perder un ápice de su habitual ironía, mordacidad y grandes dosis de genialidad creativa. Ya eran la banda más grande de todos los tiempos, pero seguían fatigando día tras día el pequeño estudio de Apple, buscando dar con la nota precisa, con el giro ingenioso de cada letra, con el toque beatle que hasta hoy nos deslumbra y conmueve.
Debo decir finalmente que fui un cobarde: no me largué a llorar en los títulos finales como lo hubiera deseado. Apenas humedecí mis ojos levemente y dejé un nudo fuertemente atado a mi garganta. Quizá haya sido mi gesto final de rebeldía –¿de negación?– ante la certeza de que el sueño definitivamente estaba terminando.