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Hoy me llamó al interno de mi oficina del diario una persona para criticar la «extorsión» de los cuidacoches. «Es una mafia», dijo. Pero no se enriquecen –objeté–. Siguen pobres. «Son los dueños de la calle», añadió. ¿Los «dueños de la calle»? –respondí–. Pero si viven en la miseria… «¡Tenés que rendirles cuentas de hasta qué hora vas a dejar tu vehículo!», estalló. Poca cosa –repuse–, al lado de lo mal que ellos viven. «¿Y acaso son los únicos? ¿Por qué solidarizarse solo con ellos?», disparó. No lo hago –observé–. «¿Por qué hay gente que pide empatizar con los limpiavidrios y los cuidacoches?», exclamó. ¿Por humanidad? –sugerí–. «Porque simpatizan con los abusadores», me refutó. Encuentro esa interpretación un poco forzada –confesé–. «El problema no es económico sino cultural –prosiguió–. Una cultura de psicópatas, de personalidades psicopáticas y de cómplices inconscientes». ¿Cree usted que los cuidacoches actúan del modo que usted dice porque son psicópatas? –pregunté–. Podría estar generalizando usted un diagnóstico (en sí mismo dudoso o al menos controvertido, pero ese es otro tema) al precio de omitir factores tan decisivos como la desesperación y la miseria. «Ser abusivo no tiene nada que ver con ser pobre o no», me contestó esta persona, y agregó: «No hay ni un solo cuidacoches que viva en la miseria, todos tienen casa sí o sí y sacan doscientos o trescientos mil guaraníes al día como mínimo». Me interesa la fuente de su afirmación de que no hay un solo cuidacoches en la miseria –sondeé–. ¿Por qué lo dice? «Porque se nota», respondió. Disculpe –objeté–, pero no me parece un argumento sólido (se le podría replicar que sí están en la miseria «porque se nota», y no llegaríamos a conclusión alguna).
La conversación terminó ahí.
No sé si la persona que llamó hoy a mi interno leerá este artículo; si lo hace, me temo que no será lo que deseaba (y aun así, lo crea o no, espero, sea quien sea, que no lo tome a mal). En el 2017, la Municipalidad de Asunción hizo un censo de cuidacoches para incluirlos en un (fallido) proyecto de estacionamiento tarifado: en promedio, ganaban 78 mil guaraníes al día y gastaban 43 mil en comida; dos tercios querrían aprender un oficio y un tercio no podía o lo descartaba por su edad –en promedio, tenían 44 años y llevaban 17 trabajando (es un trabajo, y un trabajo física y psicológicamente duro) de cuidacoches–; y seis de cada diez tenían además otro trabajo (pintores de obra, vendedores ambulantes, albañiles…).
Estadísticas aparte, aunque yo no tengo coche sí conozco cuidacoches. A la mayoría solo de saludo. A dos, un poco más. Mento’s y Forifo no son íntimos amigos míos, pero hace años que nos conocemos, como se dice, «de la noche». Son gente que se mata trabajando, que vive muy mal y que se desloma por llevar pan a la mesa de su familia. Mento’s desapareció del barrio y hace un lustro que no lo veo. Tenía entonces once o doce años de edad, cuando batallaba en las calles de madrugada en vez de estar, como todo niño de su edad debería poder estar, durmiendo a salvo en su cama, para ir al día siguiente a la escuela. Mento’s juntaba muchas monedas, que en la caja de la bodega donde los noctámbulos del barrio nos solíamos reunir (hasta que, por desgracia, cerró) le cambiaban por billetes, y Mento’s se los llevaba todos a su mamá por la mañana. Bueno, todos menos uno, de dos mil, que invertía en caramelos Mento’s (de ahí su apodo) para tener más «pilas» y no dormirse de cansancio a la puerta de los bares mientras, con frío, calor o lluvia, esperaba que salieran los dueños de los coches que le dejaban cuidar. Mento’s era bueno en la cancha de su barrio y soñaba con llegar a ser futbolista profesional para vivir mejor algún día y que su mamá estuviera orgullosa de él. Forifo, en cambio, sigue trabajando en la misma zona, donde me saluda a gritos, se me acerca cuando no está ocupado, me pide un cigarrillo o me invita uno y, sobre todo, aunque yo no soy un coche, me cuida gratis, sin decírmelo, de los peligros de las altas horas. Forifo tuvo un hijo hace poco, y su señora y el bebé andan cerca mientras trabaja, acomodándose como pueden en los escalones de alguna tienda u oficina cerrada, mientras la elegante clientela cuyos coches Forifo cuida o (si tiene suerte) lava los mira mal (si los mira) al salir de divertirse –y despilfarrar mucho más dinero del que a los cuidacoches les mezquina– en los pubs aledaños. No tengo la autoridad de los especialistas para hablar en rigor del tema, pero me juego a que ni Mento’s ni Forifo son «psicópatas» (no puedo decir lo mismo de quienes «diagnostican» a otros ese trastorno). Tampoco los consideraría, por descontado, «mafiosos». Y por lo menos en el caso de Mento’s puedo, como testigo de sus cambios de monedas a billetes en la antigua bodega del barrio, dar fe de que no reunía esos cientos de miles de guaraníes que, a juzgar por mi conversación telefónica de hoy, se les atribuyen a estos trabajadores como mínimo ingreso diario.
Claro que no puedo inferir pautas generales a partir de dos casos particulares, pero sí puedo decir que la prensa llena con casos particulares contrarios a los expuestos, cada vez que se puede, sus páginas de crónicas policiales, que no todos los ciudadanos de un país consiguen trabajar formalmente y que, a diferencia de las quejas de sus «víctimas» (hay asociaciones y foros de internet de «víctimas de los cuidacoches»), los problemas de los que no lo logran sí son graves e importantes, aunque no sea sino (omitiendo muchas otras circunstancias no menos relevantes) porque a estos trabajadores se les niega su dignidad de tales e incluso se les niega la condición de iguales.
En todas las tristes ciudades del tercer planeta, en los márgenes del trabajo considerado «decente», sobreviven multitudes que el Estado tolera a regañadientes, a las que persigue y desaloja periódicamente y a veces, como en el citado proyecto del 2017, intenta formalizar y someter al sistema tributario, multitudes que pregonan y ofrecen, en las más precarias condiciones, todo tipo de servicios y bienes, multitudes que suben a los colectivos a cantar, tambaleándose, sin recompensa ni aplauso, multitudes con bandejas de chicles colgando del cuello, multitudes con canastos de chipa a cuestas, multitudes con folletos de homeopatía y relojes de contrabando en telas extendidas en el suelo, multitudes tratando de vender lo que sea, de hacer lo que sea, multitudes a pie, en triciclos, en carros, en camionetas, a pleno sol y en medio de las tinieblas. Y entre esas multitudes hay ejércitos enteros que no tienen nada que vender más que su cuerpo y su fuerza de trabajo, y que claman desesperadamente por venderla, en muchos casos con un trapo de limpiavidrios en la mano, pidiendo que les dejen cuidar o lavar coches. Y cuando hasta eso es rechazado –y al rechazo, en brutal paradoja, se le suma el agravio–, ¿de qué hablaremos sino de empujar a la muerte? Hay infinitas formas de matar, aunque a pocas se las llame asesinatos. Y sin embargo siguen de pie, luchando, cientos, miles y millones, multitudes en todas las esquinas y plazas y semáforos.
Son los sobrevivientes. Los trabajadores de la calle. No sus dueños, como se los presenta. Sus dueños son los dueños de los bares que cierran las arterias para recaudar mejor en sus eventos y fiestas al amparo de las autoridades que reparten los permisos y las condenas, los dueños de los restaurantes que invaden con sus mesas las veredas apoyados por sus amigos del gobierno con medidas municipales, los dueños de los coches estacionados frente a esos bares y esos restaurantes, aunque los cuidacoches «extorsionen» a toda esta pobre clientela.