Simón el Vengador

Noviembre de 1909. En una esquina de Buenos Aires, un joven espera que pase el coche del coronel Falcón, jefe de la Policía. Lleva una bomba en la mano. En memoria de Simón Radowitzky (Stepanitz, cerca de Kiev, Ucrania, 1891-México DF, 1956).

Atentado de Simón Radowitzky contra el coronel Falcón en el cómic "155", de Agustín Comotto (Nórdica, 2016, 270 pp.).
Atentado de Simón Radowitzky contra el coronel Falcón en el cómic "155", de Agustín Comotto (Nórdica, 2016, 270 pp.).GENTILEZA

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Cada mes de noviembre, aniversario de su intento de fuga, la banda de la cárcel del Fin del Mundo tocaba estruendosamente bajo la ventanilla de la celda del Preso 155 durante largas horas, por la mañana y por la tarde. Los guardias, en su mayoría, eran maltratadores. No era raro que los presos se ahorcaran; otros morían de tuberculosis o anemia. Todos sabían que la reclusión en el penal de Ushuaia era una muerte lenta. También al Preso 155 intentaron quebrantarlo. Parte del ritual de burlas, castigos físicos, humillaciones, injurias, era celebrar así la fecha de su «fracaso», para ridiculizarlo. Pero con Simón Radowitzky no pudieron. El Preso 155 se reía en silencio de aquellos guardias. Se reía de su crueldad.

El Preso 155 estaba encerrado en la prisión del Fin del Mundo por un atentado cometido en otro mes de noviembre, en 1909, cuando tenía diecisiete años. Del pelotón de fusilamiento lo salvó su minoría de edad, probada in extremis por la partida de nacimiento que un primo suyo presentó a las autoridades. Le conmutaron la pena de muerte por la condena a cadena perpetua, y así fue a parar a aquella celda.

La burla anual de los guardias se debía a que en noviembre de 1918, entre las páginas del único libro que le dejaron recibir de afuera, la Biblia, el Preso 155 había encontrado un plan de fuga enviado por los anarquistas del diario La Protesta: allí le explicaban quién lo iría a buscar y desde dónde zarparían rumbo a la libertad. Así que la mañana del 7 de noviembre, mientras trabajaba en el taller mecánico, el Preso 155 repasó el plan en silencio. En el baño, se puso el uniforme de guardia que había ido cosiendo con retazos de tela. Y se fugó, en efecto, de aquella cárcel a prueba de fugas. Pasó cuatro días oculto en el monte, respirando el aire libre, y la mañana del 10 de noviembre se lanzó –doscientos metros lo separaban de tierra chilena– a las frías aguas del estrecho de Magallanes. Para ser libre tenía que llegar a Punta Arenas.

Recuerdo la dura luz de Punta Arenas y su mar helado. Hay algo enorme en sus horizontes y no me costó –cuando, hace años, en medio de las giras de algún encuentro internacional de poetas, estuve allí– imaginar esas regiones, que deben estar entre las más hermosas de la tierra, bajo esa forma, la de la libertad. Así también la habrá soñado Simón, pero la policía chilena batió la zona y localizó al fugitivo, que pasó otros doce años preso, dos de ellos en una celda de castigo, a media ración.

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La cárcel del Fin del Mundo tenía muros de roca de sesenta centímetros de espesor, y cerca de cuatrocientos calabozos de un metro y medio por dos distribuidos en cinco pabellones. Entre cuatro de esos muros pasó Simón Radowitzky veintidós años de su vida.

Luego, la sostenida presión del movimiento anarquista y obrero dio frutos y un buen día, en abril de 1930, el gobierno de Hipólito Yrigoyen conmutó su pena por la deportación. Simón saldría en libertad.

De aquella fecha nos queda una vieja fotografía en blanco y negro. Un hombre de traje y corbata, flanqueado por guardias, baja la escalinata de la entrada principal de la prisión de Ushuaia. La luz del exterior le cae sobre el rostro sereno, grave. Es el martes 22 de abril de 1930 y el Preso 155 sale después de dos décadas de encierro. La cámara lo detiene por un segundo entre dos escalones, desde donde nos clava lealmente los ojos, como en todas las fotos que de él se conservan. Simón Radowitzky siempre miró de frente, a los ojos del otro. Nunca hurtó la mirada. Por eso, para custodiarlas, guarda mi corazón esas imágenes.

Después de bajar esas escaleras (desde las cuales, en la foto, nos mira a los habitantes del futuro a la cara), Simón se fue de Argentina. Su rastro se desdibuja en el tiempo posterior. Sabemos que en Uruguay volvió a caer en una celda, que prosiguió viaje y llegó a España en mayo de 1937, y que tras la guerra civil, como tantos exiliados, se fue a México. Y que en México, convertido en Raúl Gómez Saavedra, obrero de una fábrica de juguetes, murió en 1956.

Hay otra imagen de Simón que no registran las fotografías, pero que me gusta imaginar. En esta otra imagen, Simón lleva una bomba en la mano.

Es una mañana de noviembre. Simón es un adolescente de diecisiete que ha llegado hace un año y medio a Argentina, duerme en un conventillo de la calle Andes y trabaja de mecánico todo el día en un taller. Meses antes, el 1 de mayo de 1909, ha estado en la Plaza Lorea de Buenos Aires, entre unos setenta mil trabajadores reunidos para recordar a los Mártires de Chicago y reclamar mejores condiciones laborales.

Aquel 1 de mayo llegó en su coche el coronel Ramón Falcón, militar de carrera, jefe de la Policía desde 1906 y ejecutor de las brutales represiones de la huelga de los inquilinos de 1907 –ola de protestas iniciada en los conventillos de San Telmo cuando el gobierno subió el precio de los alquileres, y que se extendió a más barrios de la capital y otras ciudades–. Al verse saludado con gritos de «abajo Falcón» y «guerra a los burgueses», Falcón ordenó a sus hombres atacar, y entre cargas de caballería y lluvias de balas dio comienzo al trágico capítulo de la historia de las luchas obreras que se recuerda hasta hoy como «la Semana Roja».

Ante los ojos de Simón Radowitzky, la plaza quedó cubierta de gorras y charcos de sangre, y hubo ochenta heridos y doce muertos como saldo.

Ese es el preludio de la otra imagen que guardo, de la que no existen fotos.

En la mañana del domingo 14 de noviembre de 1909, en una esquina de la calle Quintana de Buenos Aires, un joven espera que pase el carruaje del coronel Falcón, verdugo de los pobres, asesino de obreros, autor de la masacre del Primero de Mayo.

Sabe que el militar ha ido al cementerio de la Recoleta a darle el último adiós al comisario Antonio Ballvé, de la penitenciaría nacional. El coronel Falcón va conducido por su chofer y acompañado por su secretario personal, Alberto Lartigau. Cumplido el trámite, el carruaje –un coche milord, tirado por caballos– deja el cementerio, sigue por Quintana y dobla en la esquina de Callao.

Entonces el joven que esperaba de pie en la esquina echa a correr a toda velocidad detrás del coche, lo alcanza y arroja adentro la bomba, que mata al coronel y sus acompañantes.

En este punto, en mi secreta película imaginaria, la acción se ralentiza suave, mágicamente, antes de la explosión letal. Sabemos que Simón siempre mira a los ojos. De frente. Por las viudas y los huérfanos que creaste, Falcón. Por los muertos, Falcón. Por los asesinados. Y la cámara hace un zoom en la bomba casera que con fría pasión, con furor y con paciencia –Baudelaire dixit–, el joven ha fabricado en los talleres Zamboni, donde trabaja todo el día de mecánico, y un segundo exacto antes de que la arroje, la cámara se detiene en su mano y la congela para siempre en alto.

Por los muertos, Falcón.

Por los asesinados.

Es de sobra conocido lo que sigue: la persecución, el intento de suicidio en plena carrera, cuando el adolescente saca su revólver, lo pone contra su pecho, se dispara un tiro que falla –se hiere, no se mata– y lo cazan. Ah, pero: «Tengo una bomba para cada uno de ustedes», saluda a sus captores ese obrero de diecisiete años, nacido en la actual Ucrania, mirándolos a los ojos. Nadie pudo jamás con Simón Radowitzky, que fue también el Preso 155, que fue también Raúl Gómez Saavedra, que fue Utis, que fue Omnes, que fue Nemo.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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