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Todos los años, cada primer viernes de enero, entre bailes y fuego de velas rojas, tragos de cocuy y guarapita, ritmo de tambores y humo de tabaco, bailes y rezos, peticiones y agradecimientos por los favores recibidos, cantos y banquetes de sancocho, chicha de arroz y aguardiente y ofrendas de chimó, en el pueblo venezolano de Caicara se celebra el velorio del bandido rural Faustino Parra. Nadie sabe cómo era realmente su aspecto, pero le debemos al escritor yaracuyano Manuel Rodríguez Cárdenas (1912-1991) el que probablemente sea su primer retrato, tal como lo dejó escrito en su poema «La gesta de Faustino Parra»:
«Blanco en traje dominguero
para la misa mayor,
y la blanca dentadura
que entre todo aquel negror
era como una catira
que viajase de turista
en un barco de carbón.
Así era Faustino Parra,
el que nadie conoció
por más que todos dijeran
que con él habían bebido
tragos de caña y de ron.
Aquel que llevaba al cinto,
de un cuadril a otro cuadril,
cincuenta balas de plomo,
un cuchillo relumbroso,
un vibrante Smith & Wesson
y sobre el hombro un fusil.
Negro el pelo, negro el rostro,
negro el caballo trotón;
negro el bigote retinto,
negra la mala intención.
Negro el revólver certero
desde la cacha al cañón,
negra como un cuervo negro
la punta del corazón.
Negro el sombrero tirado
hacia mitad del arzón,
negro el pañuelo del cuello
volandero y correlón.
Negro fusil recortado
de negra repetición,
negros los dos ojos, negros
como puntos suspensivos
de una sola admiración».
El siglo XIX fue en Venezuela una época tumultuosa, de revueltas, conflictos sociales e inestabilidad política. En esos tiempos violentos, en un caserío próximo al cerro de Las Pavas, en medio de los bosques del Yaracuy, como anunciando el estallido de la Guerra Federal que se desataría meses después, nació en 1858 Faustino José Parra Montenegro, quien pasó su vida fuera de la ley, siempre armado hasta los dientes y rodeado por doce leales dispuestos a morir.
Faustino Parra, que no conoció a su padre, fue hijo de la campesina Casta Parra y pasó su niñez en el fundo La Moreña, de Rafael Moro, cerca de Guama, donde ella trabajaba en los oficios domésticos todo el año y como deshojadora de maíz durante las cosechas. Dice la tradición que Faustino, que ayudaba desde niño en los trabajos del campo para ganarse el pan, nunca fue a la escuela porque sus labores se lo impedían, y que aprendió por su cuenta, rudimentariamente, los números y las letras. Su única maestra fue la vida. Al igual que muchos paisanos suyos, se vio envuelto desde muy joven en los constantes enfrentamientos armados entre liberales y conservadores que ensangrentaban los llanos, y tempranamente, en esas batallas, aprendió a pelear.
A fines de siglo, diestro ya en las artes de la guerra, se puso al frente de una indomable partida de doce bandoleros en Guama, y juntos se dedicaron al abigeato y al asalto, pero los pobladores de los caseríos saludaban a Faustino Parra como a un benefactor, porque Faustino y su banda siempre compartieron con ellos su botín.
La noche del 4 de julio de 1904, Faustino Parra fue asesinado a machetazos, al parecer por orden del gobernador militar de la región. Cuentan los pobladores que enviaron a un grupo de hombres a atacarlo a traición mientras dormía, y que cuando estuvo muerto se lo llevaron del lugar y lo descuartizaron en la quebrada del Hatico, para posteriormente informar de la «inesperada» noticia a las autoridades. Sin embargo, eso es solo lo que dicen los registros oficiales, porque para la memoria de la gente aquella noche Faustino Parra no murió, sino que ascendió a la «corte chamarrera» de la deidad popular María Lionza, desde la cual, ya eterno, vela hoy y para siempre por todos cuantos lo invocan pidiéndole su ayuda y protección.
«Pero en una larga noche,
como quien quema un carbón,
al negro Faustino Parra
lo mataron a traición.
Así terminó Faustino,
el de la mala intención,
y al que solo le faltaba
para su consagración
un cantor que le cantara
como le he cantado yo.»
En sus recurrentes disputas por el poder, armadas o pacíficas, bélicas o electorales, las clases dominantes, tanto en Venezuela como en Paraguay como en todas partes, tanto en el siglo XIX como en el siglo XXI, han cambiado históricamente y siguen cambiando de color y léxico, de nombres y consignas, oponiéndose entre sí y hurtando a la mirada de la gran mayoría su verdadero signo, como se puede observar retrospectivamente en aquellas guerras civiles venezolanas, en las que se enfrentaron los intereses de la vieja oligarquía conservadora y los intereses de la emergente oligarquía liberal, los intereses de quienes se aferraban a un modelo de poder y explotación básicamente feudal y los intereses de los representantes de un incipiente capitalismo en ascenso. Nuestro negro corazón jamás estará con los primeros ni con los segundos, tomen el nombre que tomen en cada tiempo y lugar, sino del lado de todos los rebeldes y los parias injustamente empujados fuera del margen de su Ley, como Faustino Parra.