Miguel de Cervantes y una conjetura

Pasada la conmemoración, esta semana, del “descubrimiento” del “Nuevo” Mundo, el escritor Catalo Bogado nos habla de otro Quijote, aquel que pudo haber sido.

Don Quijote en un grabado de Gustave Doré.
Don Quijote en un grabado de Gustave Doré.Archivo, ABC Color

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«Ser artista, trabajar por la cultura, es una quijotada…»: ¿quién no ha escuchado esta frase? Para entenderla mejor, hoy vamos a repasar las enormes dificultades de quien, paradójica y póstumamente, alcanzaría la gloria de ser el padre de las letras hispánicas gracias a su ingenioso caballero don Quijote de la Mancha.

Miguel de Cervantes Saavedra nace en Alcalá de Henares el 29 de septiembre de 1547, hijo de un modesto médico, Rodrigo de Cervantes, y de Leonor de Cortinas. Pasó su infancia con su familia hostigada por los problemas económicos. Cuando tenía cuatro años, en 1551, su padre decide mudarse a Valladolid, a la sazón sede de la corte, en busca de un cargo público que lo alejase de su desventura.

En 1566 la corte se traslada a Madrid y la familia Cervantes, aún sin conseguir el lucrativo cargo buscado, tiene que hacer lo propio, siempre detrás de un empleo digno. La inestabilidad familiar y los vaivenes azarosos de su padre (en Valladolid fue encarcelado por deudas) determinaron que la formación intelectual de Miguel de Cervantes fuera más bien empírica.

En Madrid, el joven Miguel inicia su carrera de escritor con cuatro composiciones poéticas influidas por su maestro, el humanista Juan López de Hoyos, quien probablemente lo introdujo en la lectura de los clásicos. Al cumplir 22 años, en 1569 salió de España rumbo a Roma, donde, en compañía de don Diego de Urbina, ingresó en la milicia. En 1571 participó en Lepanto en el combate naval contra los turcos y fue herido en la mano izquierda, que le quedó anquilosada. Así se «ganó» el apodo de «el manco de Lepanto”.

Tras pasar varios años en Cerdeña, Lombardía, Nápoles y Sicilia, en 1575 la nave en la que regresaba a España fue abordada por piratas turcos, que los apresaron a él y a su hermano Rodrigo y los vendieron como esclavos en Argel. Allí permaneció cautivo hasta que, cinco años después, en 1580, un enviado de su familia pagó el rescate exigido por sus captores. Mas si recuperó la libertad fue a costa de la ruina de los parientes que lo pagaron. Cervantes desembarcó en Denia y volvió a Madrid. Tenía 33 años: la guerra y el cautiverio le habían robado una década de vida.

En 1584, don Miguel de Cervantes se casa con Catalina Salazar de Palacios. La nueva responsabilidad del matrimonio hacía que su prodigioso ingenio elucubrara artificios día y noche para sortear las necesidades cotidianas. Vano empeño. La vida seguía sometiendo a duras pruebas a este preferido de las adversidades.

En aquellos días de paradojas, de amor y necesidades materiales, de esperanzas y desalientos, Cervantes leía con fruición La Araucana, poema de Alonso de Ercilla que lustros después citaría en el Quijote. Con la lectura de la obra de don Alonso se mezclaban promiscuamente en la mente de Cervantes los proyectos literarios y la ambición de alcanzar la esquiva fortuna. A través de las inmortales estrofas del soldado poeta, accedía a la proeza de los hispanos y al tozudo heroísmo de los broncíneos nativos trasandinos.

En los bulliciosos puertos, Cervantes había visto llegar del «Nuevo» continente, después de vencer las acechanzas de las tormentas y los barcos piratas, carabelas llenas de plata, oro, fastuosa pedrería y especias aromáticas. Al cabo de algunos años de ausencia, pobres segundones que habían partido de Sevilla sin un maravedí retornaban como prósperos caballeros. El mito y la realidad se fundían la imaginación de Cervantes para crear un espejismo seductor que lo llamaba con su canto de sirena.

Donde quiera que fuese oía hablar a la gente de los caudales que manaban de los templos aztecas, del asombroso tesoro de los incas, que en los relatos encendidos por la codicia brillaban aún más, y en ese marco de entusiasmo también se hablaba con engañoso deleite del vago prestigio de El Dorado de los guaraníes, al que se accedía por una corriente conocida como Río de la Plata.

Cervantes tenía 43 años cumplidos; lejos aún estaba de escribir el Quijote, que recién en 1605, casi quince años después, comenzaría a adquirir forma, y la segunda parte, en 1615. Aporreado por el duro vivir, confiado en su capacidad intelectual, remedando a su padre, empezó a buscar amparo contra la miseria, que le había sido más fiel que su perro y que sus amigos, en un cargo público.

Se enteró de que en Bogotá, fundada por un hombre de letras desdoblado en conquistador, el licenciado Gonzalo Jiménez de Quesada, había un empleo vacante que rentaba bastante bien para asegurarle una vida más digna, y de que también la tierra de los antiguos mayas, Guatemala, podía brindarle un modesto lugar en la administración colonial… En su desesperación, pensó que por su idoneidad había un destino, él en las Indias, y el 31 de mayo de 1590, mal arropado, sin poder esconder que le faltaba una mano, fue a presentar al Consejo de Indias el siguiente escrito:

«Yo, Miguel de Cervantes Saavedra…, pide y suplica humildemente, cuanto puede, a V.M. sea servido de hacerle Merced de un oficio en las Indias de los tres o cuatro que al presente están vacos, que es el uno la contaduría del Nuevo Reino de Granada, o la gobernación de la provincia de Soconuzco en Guatimala, o contador en las galeras de Cartagena, o corregidor de la ciudad de La Paz; que cualquier oficio que V.M. le haga Merced, la recibirá; porque es hombre hábil y suficiente y benemérito, para que V.M. le haga Merced; porque su deseo es continuar siempre en el servicio de V.M. y acabar su vida como lo han hecho sus antepasados, que en ello recibirá muy gran bien y Merced».

El Consejo denegó el pedido. Pero este fracaso no sepultó su sueño de viajar al «Nuevo» Mundo, que en la mente de «el manco de Lepanto» se confundía con la quimera de una vida opulenta, de un adiós definitivo a un pasado lleno de pesares y penurias. Pensó que valía la pena un esfuerzo más para alcanzar aquel mundo fastuoso con olor a canela, donde los ríos en su corriente arrastraban oro, plata y esmeraldas, y no esperó mucho tiempo luego del primer fracaso para iniciar nuevas gestiones solicitando empleo, primero en México y después en el Río de la Plata. Pero una seca providencia del Consejo de Indias le ordenó: «Busque por acá en que se le haga Merced» y Cervantes se quedó en la península soñando con el continente dadivoso, el bienestar económico y la paz de una vida sosegada que no gozó nunca. Sus proyectos de viajar a América se disolvieron sin haberse consumado. Tres lustros más tarde, lejos de la América que podría haber sido su cuna, nació El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Don Miguel de Cervantes Saavedra, perseguido por la miseria y la enfermedad, falleció en Madrid el 22 de abril de 1616. Un año antes había culminado la segunda parte del Quijote.

Hoy nos preguntamos si, de haber emprendido el viaje a México, a Colombia, a Guatemala, al Alto Perú o al Río de la Plata, Cervantes hubiera creado el Quijote. Conjeturamos que sí, pero que hubiera sido muy diferente, y que es probable que, con su escudero Sancho, en vez de enfrentarse a los molinos de viento, hubieran arremetido, lanza en ristre, contra los Pizarro, los Cortés y su propio amigo, el prosista Gonzalo Jiménez de Quesada, que Mancha-ron de sangre el continente americano.

catalobogado@gmail.com

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