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Kubrick es el nombre que se encuentra detrás de unas cuantas películas del siglo XX que son, al mismo tiempo que películas, hitos históricos: películas que transformaron la historia del cine definitivamente, cada una de distinta forma y en distintos aspectos clave. Incluso cambiaron el modo de pensar el tiempo, de imaginar el porvenir y de recrear el ayer, porque después de 2001: Odisea en el espacio, el futuro nunca volvió a ser filmado de la forma en que hasta entonces lo había sido, al igual que después de esa perfecta lección de rigor en la reconstrucción de época titulada Barry Lyndon, tampoco lo volvió a ser el pasado. Durante medio siglo, década tras década, Kubrick cambió el modo de hacer cine –y con ello, claro está, el modo de ver cine–. Entre 1951, el año en el que comenzó a filmar, y 1999, el año de su muerte, Stanley Kubrick renovó y a veces revolucionó, uno a uno, prácticamente todos los géneros cinematográficos existentes: el cine histórico, el bélico, el de ciencia-ficción, el de terror, el épico, el de romance, la comedia negra..., y esto, aunque indirectamente, se lo debemos en parte al hecho de que pocos cineastas supieron comprender las posibilidades de la literatura y de la música como él y explotarlas con tanta pasión.
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Pero en esta ocasión no recordaremos a Kubrick por esas pasiones, las más reconocidas –el cine, la música, la literatura…–, sino por otra pasión, quizá aún más intensa, aunque menos célebre, una pasión que hemos podido rastrear porque dejó en su existencia la inconfundible y delicada impronta de las patas felinas.
Después de las dos primeras entregas de nuestra serie Historia del Gato –«La gata Hinse, señora de Abbotsford» y «El gato y su sombra»–, consideramos que ha llegado el momento de proseguir con este pionero proyecto zoohistórico, y si hoy hablamos de este gran artista es porque, a través de algunos testimonios de contemporáneos suyos, así como de algunos documentos privados del propio autor, hemos entrevisto de modo inequívoco la marca de la gentil dominación gatuna sobre Kubrick.
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Es sabido que Kubrick en ocasiones llevaba varios de sus gatos al plató, aunque en general prefería llevarlos consigo a la sala de montaje, lugar más tranquilo y adecuado para, como lo explicaba él mismo, recuperar algo del tiempo perdido que no había podido pasar con ellos mientras estaba rodando. Según recordaba, bastante escandalizado, Philip Kaplan, uno de los abogados de Kubrick, el cineasta canceló a último minuto una cita con otro abogado, que había viajado especialmente para tratar con él un importante asunto legal, debido a que acababa de pasar la noche en vela despidiéndose de un gato moribundo y no se sentía capaz de participar en ninguna reunión humana. Cuando nuestro ilustre cineasta neoyorquino se trasladó con toda su familia a Irlanda para rodar su largometraje Barry Lyndon, basado en la hermosa novela satírica de Thackeray (The Luck of Barry Lyndon, 1844), Kubrick dejó escritas con su puño y letra quince páginas llenas de minuciosas instrucciones para que, en los meses que durara su ausencia, sus asistentes cuidaran de los gatos que no habían podido viajar con él. Leer esas páginas es descubrir el profundo e íntimo conocimiento del alma gatuna que tenía Kubrick. Así, por ejemplo, el punto 37 incluye, entre otras, las siguientes agudas recomendaciones: «Si Freddie y Leo [dos de los gatos machos de Kubrick, padre –Leo– e hijo –Freddie–] llegan a pelearse, el único modo de separarlos es arrojarles agua. Traten de atrapar a Freddie, alzarlo y salir corriendo de la habitación con él en brazos. Pero nunca hagan lo mismo con Leo. Si abren una puerta y Freddie logra salir por ella, como es más rápido que Leo, podrá escapar. Pero si Leo llega a acorralar a Freddie en algún rincón sin salida, la única solución será arrojarles agua, chillar, saltar, agitar cosas, hacer ruido, tirar lo que haya a mano, gritar hasta conseguir que Leo se distraiga para así poder atrapar a Freddie y salir corriendo».
Por supuesto, estamos conscientes de que una serie y un proyecto como este, de reescritura de la historia desde la perspectiva de su auténtico protagonista, el Gato –con mayúscula, en tanto sujeto universal–, nunca tendría cabida en las marchitas y aburridísimas páginas de los suplementos culturales convencionales, cuyos pretenciosos redactores lo considerarían asunto poco serio y de nula o ínfima importancia. Quisiéramos poder replicarles que, en el fondo, es lo pequeño lo que nos hace grandes. Pero sucede que no hay gato pequeño.
Kubrick lo sabía bien.