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Ahora que estoy retirado de mis responsabilidades como profesor universitario, supuestamente tengo más tiempo para esos simples placeres de la vida de los que siempre me hablaron. De hecho, no estoy seguro de tener tanto tiempo, pero sí me encuentro con mayor frecuencia centrado en las experiencias más básicas. Al caminar por mi boscoso vecindario, por ejemplo, en lugar de apurarme, en estos días a veces me detengo a observar un pájaro gritando a sus polluelos, advirtiéndoles de los diversos peligros del mundo. O, al meterme en la ducha por la mañana y dejar caer el agua sobre mi cuerpo medio dormido, en lugar de ajustar inmediatamente la temperatura me detengo dos o tres segundos a sentir el impacto del líquido frío. Sé que ese sentimiento es una de las cosas más humanas que me ofrece el día; no deseo dejarlo de lado por completo en favor de la comodidad.
De modo que trato de familiarizarme con lo fundamental mientras aún puedo percibirlo al máximo. Algo que ejemplifica curiosamente la búsqueda de este anciano y que deseo compartir hoy con mis lectores paraguayos es el gran placer que siento al percibir los colores. Me remonta a 1976, a mi primera estadía larga en el país, lo suficientemente larga para comprender cuán poderosos eran los verdes del follaje y el lavanda de los jacarandás que encontraba en las calles de Asunción. Recuerdo particularmente que tomaba el colectivo número 22, que iba desde el centro hasta Ciudad Nueva, donde yo vivía en esa época, y que en algún lugar de la ruta, a la izquierda, antes de doblar en Teniente Fariña, a diario vislumbraba un lapacho amarillo de color totalmente eléctrico, que parecía lo más orgulloso de toda la ciudad. Siempre esperé con ansias verlo. De hecho, el árbol parecía desafiarme, retarme a ver si sería capaz de no mirarlo, sabiendo muy bien que siempre me rendiría. Tuve que rendir homenaje a sus florecitas amarillas mientras el autobús realizaba sus circunnavegaciones diarias por la ciudad.
Ese poderoso amarillo del lapacho era magnifico. Me mantuvo cautivado. Y me lleva al tema de hoy: los colores de Paraguay me parecen más evocadores, más intensos, que los de mí tierra natal de California.
Tomad el color azul, por ejemplo. Sí, es uno de los colores primarios, el del cielo omnipresente. Pero no lo encontramos en la franja de arriba en la bandera tricolor paraguaya. El azul de la bandera está abajo, donde normalmente se encontraría la tierra, y no el cielo, una curiosa inversión de la realidad, y no la única que iba a descubrir en mis muchas visitas a Paraguay. El azul también es el color del Partido Liberal, y cuando llegué por primera vez al país me sorprendió un poco que, teniendo tanto Paraguay como Uruguay partidos «rojos» (o «colorados»), solo Paraguay tuviera un partido «azul». Un ejemplo más de que debemos evitar las generalizaciones.
Para volver a los aspectos más profundos del azul, recientemente encontré una cita de Víctor Hugo en la que el novelista francés escribió que «L’art c’est l’azure». En las representaciones clásicas de Apolo, Hermes y otros dioses griegos y romanos, y en todo el arte de la Antigüedad, las fuentes naturales del color azul –como el lapislázuli de Afganistán y la frita (o silicato de cobre) del Alto Egipto– se encontraban raramente y casi siempre en lugares remotos. Por esa razón, los pueblos antiguos miraban el azul con asombro.
Durante el Renacimiento, el color adquirió una importancia simbólica aún mayor. El azul llegó a abarcar lo etéreo, lo infinito, la serenidad del firmamento despejado, la profundidad ambigua del lago Lemán y el Konstanzsee, la luz difusa de los fiordos islandeses, las distancias inconmensurables de los cielos, donde nacen y brillan las estrellas y parecen caer en el espectacular momento del final de su vida. En esto vemos, como Hugo parece sugerir, que el arte es una extensión de la naturaleza, y que el azul es emblemático del vínculo entre los dos. Rubén Darío parece haber pensado lo mismo, pues su colección de poemas y cuentos Azul (1888) intentó cerrar la brecha entre la mitología antigua y la vida moderna, con hadas de Shakespeare compartiendo espacio con jóvenes románticos de la Nicaragua del siglo XIX. Darío esencialmente inventó el modernismo literario hispanoamericano por el camino.
Al ofrecer algunos bons mots azures para la reflexión sobre Paraguay, permítanme señalar cuán personales pueden ser tales observaciones. Ahora resulta que me gusta el azul cobalto, especialmente en tazas de té y platos chinos. Otros podrían considerar el azul cobalto como un color áspero, quizás abrumador.
Además, todos tenemos asociaciones propias de nuestra experiencia que pueden no ser parte de la experiencia de otras personas. Soy un norteamericano que escribe sobre Paraguay y algunas de mis referencias al color necesariamente delatan mi estatus inusual. Aquí tenéis un ejemplo. La semana pasada estaba examinando un texto colonial bastante temprano sobre el período de la Conquista –creo que podría haber sido de Barco Centenera– y encontré la palabra «chochí» en referencia a un pájaro. Esto me hizo pensar por un momento. Poco después me puse en contacto con Aldo Jones, mi gran informador sobre todo lo que concierne a la historia del campo paraguayo, especialmente sobre el pueblo de Itá. Bueno, le conté a Aldo que había encontrado esta palabra, preguntándole si el término podría ser un error o una traducción anticuada de «chogüí», nombre del pájaro mágico que juega un papel tan clave en la polca paraguaya popularizada por Luis Alberto del Paraná.
Aldo me respondió de inmediato, señalando que, solo para estar seguro, había consultado a su padre, quien le dijo que eran dos pájaros diferentes, ambos habitantes de los bosques paraguayos. Tenían diferentes hábitos y cantos. El chochí (tapera naevia naevia), además, era marrón, mientras que el chogüí (tangara sayaca) era azul. El plumaje azul aviar, dicho sea de paso, deriva principalmente de nanoestructuras de melanina que reflejan una longitud de onda de luz muy específica, aunque no está claro que este sea el caso del chogüí. En cualquier caso, ese día aprendí algo interesante sobre la ornitología paraguaya. No creo que vuelva a cometer el error de confundir a los dos pájaros.
Recordemos también que el azul, como Alexander Theroux nos hace notar (1), es muy popular en Japón y que uno lo ve con frecuencia como el color dominante en los quimonos; curiosamente, sin embargo, el país adoptó solo recientemente una palabra específica para el azul –tal vez principalmente, podríamos postular, para diferenciarlo del verde de los semáforos–. Esta indistinción entre el azul y el verde es algo que el idioma japonés comparte con el guaraní, que por supuesto se refiere a ambos colores como jhovy. Una vez más, quizás la poca frecuencia del color azul en la naturaleza pueda tener algo que ver con su ausencia (o rareza) en la lengua vernácula de los dos países.
Supongo que la imagen azul más llamativa que viene a la mente cuando se piensa en Paraguay tendría que ser la Virgen Azul de Caacupé, patrona del país. Me parece recordar un pequeño folleto escrito por el padre Fidel Maíz sobre una Virgen «Roja» de los Milagros, pero todas las demás fuentes omiten referencias al rojo. En lugar de eso, hablan de su elegante túnica blanca y su manto azul cielo, ambos bordados con hilo de oro siguiendo el patrón de una flor de mburucuyá. Pero creo que es justo decir que es el azul del manto lo que más llama la atención.
Por cierto, como también cuenta Theroux (2), la basmala, fórmula ritual islámica –«En el nombre de Alá, el misericordioso, el compasivo»– con la que se inicia cada una de las suras del Corán, tradicionalmente se escribe en un mosaico o cuadrado formado con azulejos, siempre de color azul. A menudo registra los noventa y nueve nombres de Dios. Entonces, el azul es un color sagrado tanto para los musulmanes como para los católicos paraguayos: enmarca su fe.
En cuanto a mí, el azul no solo me sugiere pureza sino también nostalgia, cierta dulce tristeza que acompaña el inicio de la vejez. Como profesor retirado, tal vez nunca pueda recuperar las impresiones y los sentimientos que tuve por Paraguay cuando era joven, como tampoco puedo levantar el peso que levantaba antes ni jugar al fútbol con tanta energía. Pero al menos puedo intentar una aproximación en palabras a lo que sentí. Espero que mis lectores perdonen mi incapacidad para expresar este tipo de «azul» y acepten al menos que el esfuerzo es bienintencionado. En esto, permítanme dar la última palabra no a Paraguay, sino a Shropshire, y al intento del poeta A. E. Housman en 1896 de encontrar algo que bien puede haber desaparecido para siempre pero que todavía le era querido:
«Into my heart an air that kills
From yon far country blows:
What are those blue remembered hills.
What spires, what farms are those?»
(«En mi corazón un aire que mata
desde ese lejano país sopla:
¿qué son esas colinas azules del recuerdo,
qué cumbres, qué granjas son esas?»
Traducción: Montserrat Álvarez).
[Traducción al español de los textos de Alexander Theroux y los versos de A. E. Housman incluidos en este artículo: Montserrat Álvarez.]
Notas
(1) Alexander Theroux, The Primary Colors. Three Essays, Nueva York, Holt, 1994, p. 10.
(2) Ibídem, p. 14.
*Profesor Emérito de Historia, Universidad de Georgia