Cargando...
La historia de Jean-Paul Belmondo es de sobra conocida. Que nació en el suburbio de Neuilly-sur-Seine, hijo del escultor Paul Belmondo, y que el lunes ha muerto en París a los 88 años. Que se convirtió en un emblema de la nouvelle vague con À bout de souffle (1959), de Godard. Que también hizo cine comercial y protagonizó comedias y películas de acción. Que fue boxeador y ganó quince de sus veintitrés combates antes de decidirse a ser actor...
Que, famoso ya, en los sesenta fue durante un tiempo presidente del sindicato francés de actores; que, con el cigarrillo entre los labios, aparece en la portada de La Vie Ouvrière en 1964, y que dice en la entrevista: «Es un sindicato como cualquiera. Sé que pensarán en las estrellas, en los grandes sueldos... ¿Cuántos somos, diez quizá? No hablemos de esto, esto ya no concierne estrictamente a nuestra profesión de actores. En este nivel, no nos tratan como actores sino como marcas de pasta dental. Esto no es el espectáculo. El espectáculo son los alrededor de veinte mil actores, de cine, de teatro, de televisión, que trabajan cuando queremos darles la oportunidad y a muchos de los cuales les cuesta ganarse la vida con esta profesión que eligieron y que les gusta. Y esos, les aseguro, necesitan estar sindicalizados y pelear por la subsistencia. Varios amigos míos trabajan tres meses al año, y a veces menos. Pero tienes que comer durante doce meses…».
Que empezó en el teatro y que debutó en cine en el corto de 25 minutos Molière (1956), de Norbert Tildian. Que siguió como actor de cine en cintas como À pied, à cheval et en voiture (1957), de Delbez, Les copains du dimanche (1957), de Henri Aisner, Un drôle de dimanche (1958) y Sois belle et tais-toi (1958), de Allégret, Les Tricheurs (1958), de Marcel Carné...
Que en 1959 se encontró con Godard, y que con Godard se volvió célebre. Que trabajó con De Sica, con Jean-Pierre Melville, con Agnès Varda, con Peter Brook, con Truffaut, con Chabrol, con Lelouch, con Resnais, con Louis Malle… Que con él, en fin –aunque sea un cliché–, muere una época.
Pero qué decir de Belmondo que no sea un cliché. À bout de soufflé y Pierrot le Fou, ambas de Godard, lo descubrieron –rostro impasible y nariz torcida de boxeador, largo e indolente cuerpo desdeñoso– perfecto en su linaje –Bogart, obviamente, aunque también quizá el Mersault de Camus…– de hombres audaces y lacónicos, prestos a la acción arriesgada y a la eventual violencia, diestros de nacimiento para la soledad.
Que como Michel / Laszlo al lado de Patricia (Jean Seberg), y como Ferdinand / Pierrot al lado de Marianne (Anna Karina), personificó el rechazo de los sacrosantos pilares de la obligatoria felicidad capitalista, y que sus peligrosos viajes dibujaron una cartografía trágica del amor y de la muerte.
Del amor y la muerte como únicas escapatorias posibles de la prisión social, del control y la dominación de sus valores y sus instituciones y de la banalidad de la vida burguesa. Que la osamenta de sus personajes fue la radiografía de una era insatisfecha y rebelde, crítica y desencantada, y que en mil historias de batallas perdidas contra las microfísicas del poder prestó materia, cuerpo, carne dura, hecha a golpes de fisonomía melancólica y músculos en movimiento, a los desarrollos filosóficos de los años sesenta para encarnar –sobre el uniforme fondo gris de las oficinas, de las casas de familia, de las comisarías y de las cárceles, de todos los callejones sin salida de la modernidad– la sed universal de una huida imposible.
Cada vez que queramos recordar lo que fue el siglo XX, siglo hermoso y brutal, lejano y próximo, que sacudió con su vértigo los cimientos del planeta, y que entre vanguardias desatadas y música salvaje, guerras frías y calientes, noches de copas y humo de tabaco, sueños y revoluciones, se resiste a dejarnos, volveremos a ver las películas de Jean-Paul Belmondo, y el futuro las buscará cuando quiera entender ese universo en el que todo lo sólido se desvanecía en el aire.
(Permítanme, a propósito, un guiño al papel en el que será impreso este pequeño adiós: cuando las humanidades venideras quieran saber qué eran los periódicos, buscarán las numerosas escenas de las películas –y las fotos de los sets, porque personaje y persona a veces se topan en el mismo bar, y, gemelos, intercambian en silencio una sonrisa irónica bajo el ala del sombrero– en las que vemos a Belmondo leyéndolos, sumido, antes que en la actividad intelectual propiamente dicha, en la distancia emocional del entorno que la lectura revela: distancia que es signo, invitación a ver que en ciertos personajes, como los de Belmondo, siempre hay más de lo que a simple vista muestran).
Que no descanse en paz. Que vuele contra el horizonte de las grandes autopistas, entre frenéticos balazos de sicarios y policías, al volante de luminosos autos de carrera, con el ardiente metal de un revólver inagotablemente cargado en la cintura y un cigarrillo para siempre encendido entre los labios, el humo en los ojos, el viento en la cara, perseguido por el tiempo, los hermosos frutos del tiempo, por toda la eternidad.