Un puchero de anécdotas históricas (y no tan históricas), ninguna de ellas paraguaya

Desde los archivos del profesor Whigham nos llega un suculento puñado de anécdotas de diversos espacios y tiempos.

La ciudad de Tirana en los tiempos del rey Zog (década de 1920).
La ciudad de Tirana en los tiempos del rey Zog (década de 1920).gentileza

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Varios de mis lectores en Paraguay me han preguntado por mi caja de cartón con materiales interesantes que quedan tras una vida entera de investigaciones sobre la historia del continente austral. Quieren saber qué tan profunda exactamente es la caja. La respuesta a esa pregunta es: bastante. Esta semana encontré en ella una carpeta llena de anécdotas manuscritas, ninguna de origen paraguayo, ni siquiera sudamericano; de hecho, no puedo dar fe de su veracidad, porque en ningún caso escribí la procedencia del relato. Ya no recuerdo de dónde las saqué y solo puedo decir que están escritas con mi letra en un papel amarillento que ahora se desvanece y que se refieren a ironías de la gente, la política y la falsa sabiduría que se nos presenta en el curso de nuestras vidas. Algunas, probablemente todas, son más producto de la imaginación y la ficción que de la historia en sentido estricto. Con suerte, al menos les entretendrán.

La primera anécdota es la menos histórica, porque sucede en un plano sobrenatural. Pero también encierra la lección más profunda. En el antiguo Egipto vivía un sabio rey llamado Thamus. Un día fue visitado por el dios Theuth, conocido inventor de muchas cosas útiles: la aritmética y la geometría, la astronomía y los dados… Su mayor invento, sin embargo, o eso creía él, era la escritura. Y estaba ansioso de compartirlo con el rey Thamus. El arte de escribir, le dijo Theuth, «hará a los egipcios más sabios y les dará mejor memoria». Pero Thamus le respondió: «Oh, Theuth, unos son capaces de inventar, y otros de discernir si son ventajosos o perjudiciales sus inventos». Y continuó: «Este invento dará origen en las almas de quienes lo aprendan al olvido, ya que serán traídos al recuerdo desde fuera, por unos caracteres ajenos a ellos, no desde dentro, por su propio esfuerzo». Thamus concluyó: «Apariencia de sabiduría y no sabiduría verdadera das a tus discípulos. Habiendo oído hablar de muchas cosas sin instrucción, parecerán conocerlas a pesar de ser en su mayoría unos perfectos ignorantes; y serán tediosos de tratar al haberse convertido, en vez de sabios, en hombres con la presunción de serlo» [Nota de la Editora: En realidad este es un pasaje del Fedro, 274b-275e, de Platón. Para los fragmentos incluidos en nuestra edición nos hemos basado en la versión castellana del traductor Luis Gil en El Banquete, Fedón, Fedro, de editorial Orbis, Barcelona, 1983, p.363-366].

Con esa advertencia en mente, avancemos varios milenios en nuestra línea de tiempo. La siguiente anécdota sucedió a fines del siglo XIX en la recientemente unificada Italia, a la que llegó de visita un curioso turista de largo bigote perfilado. Su nombre era Henri Deplis. Nativo del Gran Ducado de Luxemburgo, había viajado poco fuera de las áreas fronterizas de su pequeño país y estaba emocionado por conocer la tierra de Leonardo da Vinci y del arte más importante de Occidente. Una noche, después de haber bebido demasiado Chianti, decidió conmemorar su viaje gastando una pequeña fortuna en hacerse tatuar una magistral representación de La caída de Ícaro en el torso. Al levantarse a la mañana siguiente, quedó asombrado frente a la imagen mitológica que le devolvía la mirada desde el espejo.

La imagen fue aclamada por cuantos tuvieron el privilegio de verla en los meses siguientes. Tan hermoso era el torso tatuado de Deplis que los funcionarios de la Tesorería se negaron a permitir que abandonara el país porque su salida violaría la estricta ley que prohibía la exportación de obras de arte italianas. Hubo fricciones diplomáticas entre los representantes del Gran Duque y los del rey Umberto. Las discusiones se volvieron tan acaloradas que, en cierto momento, hubo motivos para temer que la cuestión exasperara a los respectivos ministerios de Relaciones Exteriores y llevara a los dos países a un profundo desacuerdo, con las malas noticias que esto supondría inevitablemente para toda Europa.

Mientras tanto, el tatuado pasó su exilio forzoso leyendo folletos políticos de la izquierda italiana. Quedó particularmente impresionado por las teorías de Mijail Bakunin, el escritor anarquista, que estaba entonces muy de moda a pesar de que había muerto unos veinticinco años antes. Deplis se unió a una de las muchas sociedades anarquistas italianas y participó en protestas contra la Casa de Saboya. En un congreso de anarquistas, en el fragor de un debate, un compañero derramó una ampolla de líquido corrosivo en el torso de Deplis. El ácido desfiguró el magnífico tatuaje, dejándolo irreconocible. Días después, en cuanto pudo salir del hospital, Henri Deplis cruzó la frontera como un forastero indeseable cuyo cuerpo calumniaba la extraordinaria tradición artística de Italia.

Por lo menos, monsieur Deplis logró escapar con vida. Y al reflexionar sobre esta anécdota también se puede decir que pasó poco tiempo antes de que la política europea retomara su curso normal [Nota de la Editora: En realidad, la historia de Henri Deplis es el argumento de un cuento de H. H. Munro, «Saki», conocido en español como «El lienzo» (titulado en inglés «The Background»), e incluido en el libro The Chronicles of Clovis, de 1912].

Eso último fue menos cierto en nuestra siguiente anécdota. El lugar en este caso es Albania en la década de 1920. La «Tierra del Águila» era entonces quizás el país más atrasado de Europa, recientemente liberado de siglos de dominio otomano. La tasa de analfabetismo estaba por encima del 90 por ciento y no había carreteras pavimentadas en ningún lugar del país. La política, si esa es la palabra correcta, estaba monopolizada por líderes tribales que vivían principalmente por la espada.

Uno de ellos era Ahmed Zogu, musulmán de las montañas del norte que, con artimañas y arduos esfuerzos, había conseguido que las potencias europeas lo reconocieran como rey de Albania. Pero el rey Zog, así renombrado cuando tomó la corona, no estaba muy seguro en su posición de monarca. Siempre consideró prudente desconfiar no solo de sus enemigos, sino también de las personas más cercanas a él.

Una de las hermanas de Zog, Nafije, se había casado con un noble albanés llamado Tsena Bey Kryeziu, quien resultó ser un hombre sumamente ambicioso. Zog escuchó rumores de que su cuñado, que había aprendido las artes de la conspiración a edad temprana, planeaba un golpe de estado. El rey, ante tal deslealtad, envió a Tsena Bey a servir en la embajada albanesa en Praga, ciudad pacífica, menos habituada a los pistoleros y lo bastante lejana como para desanimar a otros con similares ambiciones.

Zog creyó que eso resolvería el asunto. Un mes después, sin embargo, escuchó inquietantes chismes sobre ruidosas quejas de su cuñado a varios conocidos en la capital checa. El rey inició averiguaciones para encontrar un discreto tirador experto y desempleado. Dieron en Tirana con un estudiante políglota llamado Agiadh Bebi, que fue enviado rápidamente al norte, a Praga, donde encontró a Tsena Bey cenando en un popular restaurante del centro de la ciudad y lo mató a tiros. Era 1927.

Desafortunadamente, Agiadh Bebi era mejor tirador que conspirador, y la policía checa lo capturó fácilmente. El rey Zog temía que el joven asesino fuera indiscreto, por lo que se hicieron nuevas averiguaciones en busca de otro tirador, más experto en acciones evasivas. Cuando Agiadh Bebi compareció ante un tribunal de Praga, cayó asesinado por el asesino del asesino, quien desapareció rápidamente.

El asesino del asesino reapareció en Belgrado, Yugoslavia, donde comenzó a beber brandy de ciruela con demasiada frecuencia y, una vez borracho, a hablar demasiado también. La noticia de su indiscreción llegó al rey Zog, en Tirana. Pronto se encontró un asesino para el asesino del asesino, que mató al asesino del asesino y después desapareció.

Tal fue el curso de la historia en Albania.

El escenario de nuestra última anécdota es Puerto Príncipe, en Haití, a finales de la década de 1950. François Duvalier, «Papa Doc», acababa de tomar el poder y pronto sería elevado a presidente vitalicio de la República. Por razones todavía oscuras, tanto Duvalier como el Departamento de Estado de Estados Unidos estaban ansiosos en ese momento de empezar una relación diplomática saludable, y esto requirió no solo mucha planificación, sino, sobre todo, una visita oficial del vicepresidente Nixon. A Nixon le faltaba aún más de una década para convertirse en presidente de Estados Unidos, pero, como político experimentado, quería dar a la prensa haitiana la impresión de ser un hombre del pueblo que comprendía las circunstancias de la mayoría de las personas del país y quería ayudar.

Con ese fin, Nixon ganó renombre visitando los barrios menos afortunados alrededor de la capital. Un día detuvo a una mujer que pasaba en un burro cargado de botellas de leche y le habló con ayuda de un intérprete del gobierno. Lo primero que dijo la mujer, en creole, fue: «Dile a este kokoye que me deje seguir mi camino». El intérprete tradujo esto como: «Dice que está feliz de conocer al vicepresidente de Estados Unidos». Nixon le preguntó por su familia y ella respondió que no tenía marido pero sí tres hijos, lo que el intérprete tradujo como: «Está de novia». Nixon posó la mano en el lomo del burro y preguntó: «¿Y cómo se llama este animal?», a lo que ella respondió: «Dile a este tonto que se llama burro», y empezó a soltar una andanada de quejas sobre problemas del barrio. El intérprete tradujo que el animal no tenía nombre y que pedía que la disculparan porque estaba muy ocupada y se le hacía tarde. El comité oficial siguió adelante, dejando a la mujer murmurar sobre locos e idiotas y su inevitable efecto maligno en el mundo.

Y con esa observación –que los locos y los idiotas hacen mucho daño en el mundo– me despido por hoy de mis lectores. Espero que hayan disfrutado esta pequeña excursión a unas tierras históricas no tan históricas. Les prometo volver a Paraguay la próxima vez.

(*) Profesor Emérito, Universidad de Georgia

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