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Intermitentes luces de discoteca contra la persistente oscuridad de la noche. «Esas obras apoyan su estructura sólida y racionalmente en la geometría; pero hay en ellas algo más que ese planteo estructural que las erige en formas autónomas en el espacio: es la imposición de su inestabilidad en ese mismo espacio, y con ella la presencia virtual del movimiento», escribía en 1979 Josefina Plá sobre la pintura de Enrique Careaga. Tal vez existe también allí cierto temor «al subyacente y bárbaro espíritu dionisíaco que se oculta en el fondo de nuestro ser», aventuraba Livio Abramo en 1990. «Como analogías del acontecer cósmico, los sucesos pictóricos tienen lugar en un espacio obscuro y crean su espacio mediante la dinámica del avanzar y retroceder de los elementos: surge un espacio pictórico vibrante, cargado de energía, que oscila entre la claridad y la irritación de los hábitos visuales», decía Dorothée Willert en 1992. «Cerrados, cargados de luces propias, los entes geométricos que surcan la escena negra no pueden dejar de remitir a ritmos planetarios y a tiempos galácticos», apuntaba Ticio Escobar en el 2003.
Conocido sobre todo por sus pinturas de formas geométricas, y formado en la Facultad de Arquitectura y en el taller de Cira Moscarda (1934-1984), Enrique Careaga irrumpió en el ambiente plástico paraguayo como integrante de Los Novísimos con la primera muestra del grupo en mayo del 1964, y eligió el mes y el año del quincuagésimo aniversario de aquella irrupción, mayo del 2014, para abandonar el escenario. Su producción y la de los otros tres miembros del cuarteto –eran un cuarteto, como los Beatles, encarnación, como ellos, de una década de cambios–, José Antonio Pratt Mayans, William Riquelme y Ángel Yegros, es por demás disímil, pero, si no un estilo o un lenguaje visual, sí compartieron una intención, anunciada por su nombre: renovar cuanto existía en materia de arte en su país. Llevaron al primer plano de la atención local el arte pop, el op art, el expresionismo abstracto: todo lo que en el resto del mundo, en suma, definía las búsquedas más vigentes y urgentes, aunque Paraguay aún se resistiera a aceptarlas.
Una importante renovación de los conceptos y técnicas artísticos había llegado una década antes a Paraguay con el maestro brasileño Joao Rossi, que sentó las bases para la formación del Grupo Arte Nuevo, que organizó en julio de 1954 la Primera Semana de Arte Moderno, exposición que, rechazada por las galerías, se realizó en vitrinas comerciales del centro de Asunción. Diez años después, con la llegada de Los Novísimos, el 15 de mayo de 1964 los transeúntes de la calle Palma contemplaron, entre pantalones y camisas, obras de arte en las vidrieras de Martel. En junio la muestra se mudó al lado, al café Capri, donde una joven de cabello corto llamada Laura Márquez recorrió los dibujos de Riquelme, las telas abstractas y neofigurativas de Pratt Mayans, las chapas de metal de Yegros, los cuadros, por entonces de aire pollockiano, de Careaga: un conjunto que tomaba distancia deliberadamente de las experiencias vigentes hasta ese momento en el ámbito local.
El proceso del arte moderno paraguayo y la dictadura militar de Stroessner coinciden en el tiempo. Comienzan el mismo año, 1954, cuando la muestra del Grupo Arte Nuevo da inicio oficial al primero y el golpe de estado del joven general –que asumirá el cargo en agosto– y sus aliados da inicio oficioso al segundo. Simplificando por amor a la simetría, esos ciclos paralelos del estronismo y la modernidad en las artes también se cierran al unísono cuando, en la madrugada de febrero que da inicio a la confusa transición a la democracia –con su actualización de viejos escenarios de violencia y miseria para ajustarlos a un nuevo formato democrático y de mercado–, el primero cesa y el segundo cae.
Caído Stroessner, nuevas amenazas y crisis –políticas, sociales, económicas, ambientales– emergerán en un fin de siglo lleno de libertades recuperadas y desencantos inéditos, fin de siglo algo tibio a pesar de la bronca y de las recurrentes estafas de la historia. Entre idearios y muros derruidos e incertidumbres generalizadas, el tiempo de las vanguardias artísticas, con su mirada puesta en el futuro y sus claras consignas, quedaba atrás.
Hoy se cumple un nuevo aniversario de la partida del artista paraguayo Enrique Careaga, fallecido el 9 de mayo del 2014. Aunque sea un cliché, cabe decir que con él terminó una era. Mientras agonizaba la década de los noventa, lo reconocí una vez (habría visto su foto en algún diario –mi madre trabajaba por entonces como crítica de arte–), solo y acodado en la barra de una desaparecida discoteca del microcentro de Asunción a la cual, peripatéticos y sedientos, mis amigos y yo entramos al salir de alguna clase de filosofía de la facultad. Por detrás de los brillantes trazos, las formas lineales y las fugaces estructuras geométricas que aparecían y desaparecían, esbozadas, entre el humo y el ruido, por las intermitentes luces de la pista, el profundo espacio oscuro era, al igual que en sus cuadros, persistente metáfora de la soledad. Recuerdo esa imagen como souvenir de una época en la cual –en las artes, las ideas, la política, la vida en general– todavía parecía natural orientarse hacia el futuro. Esa, u otra cualquiera de aquellas mil y una noches, el tiempo llegó, implacable, para cerrarnos las puertas y apagarnos las luces del último boliche del largo siglo XX.