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Ahora que se cumplen diez años del primer episodio de Game of Thrones, emitido en abril del 2011, cabe dedicar unas líneas a esta adaptación de HBO del ciclo de novelas de G.R.R. Martin inspiradas, según su autor, en la guerra civil del siglo XV entre las casas de York y Lancaster por el trono de Inglaterra –la «Guerra de las Dos Rosas»– (sobre este punto, el viejo tema de la ficción como «espejo» de la historia, quizá sea interesante comprender lo que tal espejo muestra no como reflejo sino como espejismo, pues no es raro que la ficción intente acercar el pasado histórico a la sensibilidad contemporánea, y que, por eso, suela hablar en realidad de la segunda, cuando piensa que habla del primero).
Como seguramente muchos lectores recordarán, la mayor parte de la acción del universo imaginario de Martin se sitúa en Westeros y Essos. El primero, cuyo nombre es traducido al español como Poniente, el continente de los Siete Reinos, está unificado bajo un trono que las grandes casas se disputan y limitado al norte por El Muro, más allá del cual se extiende un desierto helado por el que merodean los salvajes, toscamente cubiertos con harapos y cuero, conforme al estereotipo del bárbaro. Límite septentrional, pues, como aquel Vallum Aelium que, levantado a mediados del siglo II de nuestra era por orden imperial de Adriano para repeler a los temibles pictos, terminó convertido en frontera de Britania, cuyos restos se conservan hasta hoy. Y, tal como a la sombra de aquel Muro de Adriano, a la par que recelos, choques y conflictos, nacieron otros frutos –palabras, hábitos, costumbres híbridas– a partir de los contactos entre comunidades fronterizas, también El Muro de Poniente será en buena parte zona de intercambios.
Y de cambios: lugar donde lo que llega muta para sobrevivir en un contexto desconocido, como sucederá con Jon Snow desde su llegada al Castillo Negro. También el lugar mismo, a lo largo de las sucesivas temporadas de la serie, parece cambiar, ir pasando de residencia de guerreros honorables a gueto de criminales exiliados. Pero ahí arriba, en el límite helado de los Siete Reinos –ese extremo norte que, en el mapa imaginario de Game of Thrones (en adelante, GoT), simboliza los confines de la civilización–, algo persiste pese a los cambios mencionados: su carácter de espacio de pérdida y de promesa a un tiempo (ser lugares de cambio, cabría decir con juego heraclitiano, es lo único que no cambia en las fronteras). Su carácter de espacio de pérdida de lo seguro, de escape de lo dado, de posibilidad de ganarse otro destino, de forjarse otra vida, de ser otro; posibilidades que en ese extremo límite del mundo civilizado se abren incluso para los bastardos –o sobre todo para los bastardos–.
Las posibilidades de tan remota y áspera frontera no se limitan –por importante que parezca esta ambición al auditorio de GoT– a ganar un trono, pues las posibilidades de las fronteras, tal como aquí las estamos pensando, son por definición indeterminadas. Pueden ofrecer, por ejemplo, una huida de las definiciones de uno mismo impuestas por el entorno que se deja atrás, una invitación a vivir al margen de sus exigencias, un sitio donde no responder a sus expectativas.
Las fronteras en general encierran esta carga simbólica ambivalente, hecha a partes iguales de peligro y de promesa. El peligro y la promesa de la metamorfosis –algo que tanto puede salvar como perder–. Sobre todo cuando separan lo civilizado de lo bárbaro, lo comunitario de la soledad, lo conocido de lo desconocido… La cordura de la locura, la obediencia de la libertad, la seguridad de lo incierto, lo familiar de lo siniestro: por algo Diónisos recorre los bosques y las montañas, escenarios sin domesticar, espacios no regulados por convenciones sociales ni ordenados por trazados urbanísticos (como lo son, en cambio, las ciudades).
Necesario complemento de las posibilidades que ofrece la frontera es el precio a pagar por ellas, frecuentemente representado en la ficción por la dureza de las condiciones materiales y la inclemencia –la oscuridad y el frío al norte de Poniente, en este caso– de sus territorios de aventura y riesgo: dos metáforas, pues, hay en El Muro, geográfica una, meteorológica la otra. La primera, representación simbólica del final de lo determinado y el comienzo de lo posible mediante el límite de la frontera física; la segunda, representación de los arduos trabajos y desafíos del cambio, exterior e interior, mediante la figura del vasto, inclemente desierto helado que se extiende al traspasar dicho límite e ir con ello, física y mentalmente, más allá de toda norma exógena –así por ejemplo, en el caso de GoT, el orgulloso desertor Mance Rayder, el Rey-más-allá-del-Muro–, incluidas las normas de ese confín extremo y último que es el Castillo Negro, un mundo fronterizo ya, pero regulado aún –como se nos recuerda, por ejemplo, cuando ciertas decisiones de Jon Snow, después de que es elegido Lord Comandante de la Guardia de la Noche, parecen, pese a responder a una comprensión personal y profunda de los deberes propios de su cargo, ir contra esos deberes–. Tal es la naturaleza de las fronteras en el plano simbólico, que se piensan como límites y funcionan como umbrales.
Es inevitable pensar aquí en el mito del hombre salvaje, tal como lo ha estudiado, sobre todo, Roger Bartra (1): el salvaje, ese ser de fronteras que, frontera él mismo, delimita la silueta del mundo humano, figura con la cual la humanidad se piensa por oposición al menos desde que Enkidu desafió a Gilgamesh. Mucho de lo que rodea las fronteras –multiplicidad, exclusiones, mezclas, atribución de los rasgos de projimidad o alteridad a diversos grupos, precariedad material de las poblaciones que merodean en torno a ellas, etcétera– se puede encontrar en la realidad (al igual que la iconografía de cadáveres, ejecuciones y masacres que GoT en su faceta de saga geopolítica gore, expone constantemente y que –quizá deba a esto en parte su gran repercusión en el auditorio– la mente del espectador puede asociar fácil e instintivamente a nuestra era, en una suerte de guerra perpetua y globalizada).
Como el nuestro, el universo de GoT está lleno de exiliados, destierros y errancias; es un mundo de horizontes remotos en el espacio y el tiempo. De lugares siempre lejanos o de los que uno se ha alejado para siempre. Eso en cuanto al espacio. En cuanto al tiempo, dentro de esa geografía de lo inestable, los emblemas y los lemas de las grandes casas indican algo que se desea restaurar o que se planea conquistar, la memoria o el proyecto, lo perdido o lo deseado: el pasado o el futuro, en suma, antes que el presente. Ominoso reflejo invertido del calentamiento global en su sordo avance cotidiano, el siempre inminente invierno de Westeros asimila una amenaza real a la fantasía gozosa de una saga que sabe trasmutar las imágenes de la muerte ubicua de los noticieros en vibrantes emociones de gloriosos triunfos bélicos y oros palaciegos, tal como la empoderada figura de Daenerys Targaryen, suerte de fantasía erótica neocon en medio del orientalismo (2) desembozado de la representación de los dothrakis, adictos a saquear, violar y delinearse los ojos, y cuyo desdén por las mujeres se evapora frente al poderoso arsenal militar de la princesa rubia y sus aviones de combate, quiero decir sus dragones, que está dispuesta a utilizar para liberar esclavos –esos que en la tercera temporada, locos de gratitud por su intervencionismo salvador, llevarán en triunfo, uniforme oleaje de pieles oscuras, a su albina y sensual libertadora– reconcilia al auditorio con el imaginario colonialista.
La muerte cotidiana conjurada por los catárticos placeres de la fantasía épica, el invierno en perpetuo avance, insistente dominio de la inminencia pura, el paisaje brutal e implacable de un escenario donde no existe derecho sin fuerza son algunos enlaces entre nuestro mundo y el universo imaginario de GoT que podemos apuntar en ocasión de este décimo aniversario. Por supuesto, el buen trabajo de Martin con los diálogos tensos y agudos, su acierto al dejar que el lector (o espectador) descifre por su cuenta los intereses en juego bajo la opacidad de las turbiedades palaciegas, su amenidad al mostrar las intrigas ocultas en la trastienda de las afinidades públicas, las maniobras y alianzas encubiertas debajo de la superficie visible de la política, son materias que, por sus semejanzas con los diversos campos de nuestra vida social, requieren su propio artículo –pero eso lo dejaremos para un próximo episodio–.
Notas
(1) Principalmente en El salvaje en el espejo (1992) y El salvaje artificial (1997).
(2) En el sentido que da al término Edward Said.
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