Solo soy el jardinero

El poeta estadounidense Lawrence Ferlinghetti, pilar de la Generación Beat, acaba de morir esta semana a los 101 años de edad. Los beats rechazaron los valores dominantes, pero se convirtieron pronto en estrellas de la cultura de masas. Quizá la asimilación del movimiento beat por la industria cultural fue tan perfecta porque era asimilable desde el comienzo.

Lawrence Ferlinghetti recitando poemas en el club Jazz Cellar de San Francisco, 1957.
Lawrence Ferlinghetti recitando poemas en el club Jazz Cellar de San Francisco, 1957.Archivo, ABC Color

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Lo que más detesto de los poetas beats, más incluso que su imagen alineada en formación de protesta colegiada y rebeldía corporativa, más incluso que la cursilería que destilan –a tal punto que les quitas un poquito de agresividad y tienes lo peor de los hippies–, es ese frecuente airecillo como de prédica iluminada, ese afán de instruir o «despertar» al lector.

En ese terreno, pocas cosas conozco tan insufribles como la afectación y el sentimentalismo ecofriendly del «Manifiesto populista» de Lawrence Ferlinghetti, poema inexorablemente aclamado por el público cautivo.

A veces me parece que con poemas incluso peores, tal como algunos beats en el pasado, legiones de malos poetas en el presente cosechan aplausos con tanta facilidad como quien estornuda, o como las estrellas de las redes sociales –que también son con frecuencia malos poetas, secuelas, sin saberlo, de lo menos memorable de los beats– cosechan likes.

Un oscuro ejercicio de construcción y proyección de imagen personal enlaza la iconografía de los héroes beats, nacida para enriquecer la galería de estereotipos fotogénicos del cine –así los «rebeldes sin causa» de Hollywood, calcados de Kerouac– con el remedo de poesía que prolifera en ciertos segmentos (más o menos) jóvenes de las clases medias y con la constante exhibición del propio yo ante el siniestro teatro vacío de internet, que dura mucho más que los prometidos quince minutos de fama universal que nos vaticina la maldición warholiana. El precio de los cuantiosos likes a la imagen proyectada es la degradación de la persona real, como el precio de los fáciles aplausos a los fáciles versos es la degradación del arte. Ya lo dijo Bukovski, hablando de los beats en una entrevista de 1967 (1): «Esos poetas no pueden resistir el aplauso en vivo de la gente mediocre. Pasan de ser creadores a ser actores, se hacen exclusivos de la masa y exclusivos entre ellos y se ponen cachondos de fama. Tengo más respeto por el presidente de una fábrica que decide despedir a cincuenta hombres de la línea de ensamblaje».

Lawrence Ferlinghetti y amigos frente a City Lights, años 60.
Lawrence Ferlinghetti y amigos frente a City Lights, años 60.

Dicho esto, no hay que olvidar que Ferlinghetti, autor del «Manifiesto populista» mentado arriba, publicó al recién citado Bukowski, crítico de los beats –reunió sus columnas escritas para el periódico Open City en el libro Notes of a Dirty Old Man, de 1973–. Lo menciono para indicar que no deseo en absoluto negar méritos al citado poeta y editor, cofundador y propietario de la mítica librería City Lights, de San Francisco, aunque tampoco pienso mentir para la ocasión maquillando mi opinión –que, por otra parte, no es más que eso, una mera opinión– sobre el tema anunciado a lo largo de toda la semana en la prensa como el fin de una era.

Como es sabido, los tres grandes nombres de la trinidad fundadora de la beat generation se conocieron en 1944 en Nueva York, donde estudiaban en la Universidad de Columbia o merodeaban sus aulas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, o William Burroughs, el mayor (nacido en 1914), Allen Ginsberg, el menor (1926), y Jack Kerouac (1922). Kerouac murió en 1969, y Burroughs y Ginsberg lo sobrevivieron hasta 1997, año en el cual, con pocos meses de diferencia, murieron a su vez. En la lista oficial de los patriarcas beats les siguen en importancia Gregory Corso, que vivió entre 1930 y 2001, y Lawrence Ferlinghetti, que nació en 1919 y acaba de morir esta semana a los 101 años de edad.

Pese a la escasa diferencia de edad que los separaba del resto del grupo, en la fotografía familiar de los beats Burroughs y Ferlinghetti cumplen la función de figuras paternas. La del primero, equívoca –autodestructiva, padre estéril de la tierra yerma, potencialmente destructora por ello–, esquiva –siempre marcando su distancia, dejando claro que seguía su propia ruta– y un tanto sádica. No así la del segundo, Ferlinghetti, firme y sereno valedor –desde el juicio que enfrentó por haber publicado Howl, de Allen Ginsberg– de las proezas artísticas de los cachorros, al tiempo que menos «ídolo», menos «maestro» que Burroughs –el más formal en imagen, maneras e indumentaria, el más experimental en literatura.

Lawrence Ferlinghetti en el cómic The Beats: A Graphic History, de Harvey Pekar et al. (Hill and Wang, 2009, 208 pp.).
Lawrence Ferlinghetti en el cómic The Beats: A Graphic History, de Harvey Pekar et al. (Hill and Wang, 2009, 208 pp.).

La aparición de Ferlinghetti en San Francisco, con su librería City Lights, que cofundó en un sótano de North Beach en 1953, fue providencial para el movimiento beat. Ferlinghetti cumplió, además, un papel decisivo en el levantamiento de la censura de obras literarias, e incluso suele reconocérsele por su contribución al florecimiento de la vida artística de San Francisco con esa librería que fue desde el comienzo sitio de reunión de artistas, pintores y poetas, y que dio lugar después al sello editorial homónimo.

La primera vez que Ginsberg leyó su poema «Howl» fue una noche de octubre de 1955 en la Six Gallery de San Francisco. Ferlinghetti se ofreció inmediatamente a publicarlo. Y un día de junio de 1957, dos policías encubiertos de la Oficina de Menores del Departamento de Policía de San Francisco entraron en City Lights, compraron un ejemplar de Howl and Other Poems y luego arrestaron a Ferlinghetti por publicar «material obsceno», y al cajero por venderlo.

Se dice que el jazz era más que música, y la poesía beat más que escritura. Esto es cierto, al menos por su impacto en la sociedad. El intento de censura del Howl de Ginsberg en 1957 por «obsceno» resultó en un juicio contra Ferlinghetti que ganó la defensa basándose en la Primera Enmienda (que protege la libertad de expresión): el juez consideró que el libro no solamente no era obsceno sino que tenía «relevancia social». Sin la presencia decisiva de figuras como la de Ferlinghetti, probablemente la noción actual de literatura sería diferente; sería, en cierto sentido, más estrecha (no sé, sin embargo, si eso hubiera sido del todo malo). Tiene razón la prensa: de alguna forma, la muerte de Ferlinghetti es el fin de una era. En aquel entonces, Marcuse podía aún imaginar un potencial revolucionario en la lucha contra la «represión sexual», por ejemplo. Quizá ciertas reivindicaciones en materia de derechos humanos o inclusión podían parecer, similarmente, ataques al sistema. Hoy, en cambio, sabemos que no existe nada más inclusivo que el mercado y nada más democrático que el dinero (aunque la burguesía progresista, en el fondo siempre tan conservadora, siempre diez pasos atrás, siempre buscando reformas para que algo cambie sin que cambie todo, sigue sin querer saberlo –por ejemplo, en estos días la clase media progre de Paraguay aplaude el «avance» representado por la inclusión de una mujer trans en una campaña publicitaria...).

Pese a lo superficial de estas propuestas en términos políticos, y aun pese a su utilidad para suavizar tensiones sociales, y pese a los altibajos del corpus literario de la beat generation, y pese a sus secuelas comerciales, y pese a su posible influjo en la proliferación de poetas que no son tales, y pese al agobiante culto a la personalidad de sus heroicos antihéroes, no todo carece de valor en el movimiento beat. Cabe decir cosas buenas de Ferlinghetti, que parecía ajeno a la caducidad quizá porque lo fue al protagonismo, que nunca posó de héroe rebelde y que no se vio a sí mismo más que como una figura secundaria y menor entre los beats, alguien cuyo trabajo por naturaleza estaba detrás del escenario. También cabe decir cosas buenas de los beats, haciendo por hoy a un lado –ya que fue un movimiento integral, vital, y no primaria ni exclusivamente artístico– sus obras, muchas de ellas extraordinarias. ¿Por qué rechazaron el modelo de bienestar y de respetabilidad socialmente aceptado en su entorno? Cerca del fin de la Segunda Guerra Mundial, Ferlinghetti visitó Nagasaki, ya en ruinas después del lanzamiento de la segunda bomba atómica. Es probable que no podamos entender nunca la marca que algo así habrá dejado en muchos, pero si uno sabe que bajo la amable superficie del american dream se agazapa la muerte, quizá lo único soportable sea desviarse del camino establecido.

Desde la izquierda, Lawrence Ferlinghetti, Allen Ginsberg, Bob Dylan, Peter y Julian Orlofsky, 1965.
Desde la izquierda, Lawrence Ferlinghetti, Allen Ginsberg, Bob Dylan, Peter y Julian Orlofsky, 1965.

Los beats rechazaron los valores dominantes, pero se convirtieron pronto en estrellas de la cultura de masas. En la entrevista de 1967 citada al comienzo, Bukowski da a entender que no fue involuntario. Quizá la asimilación del movimiento beat por la industria cultural fue tan perfecta porque desde el principio era asimilable. O, directamente, era buscada por estos beautiful losers que aborrecían perder.

Muchos rasgos típicos de ese movimiento persisten como seguro y fácil inconformismo al alcance de esa misma clase media progresista cuyos miembros aplauden los avances del mercado inclusivo o ganan algo de interés diciéndose poetas y participando en slams o por lo menos prestando, con ese rótulo, un poco de color a una imagen insulsa… La inercia suele preservar largamente, en forma de moda y gestos vacíos, lo que pudo ser real y desafiante en otro tiempo, sobre todo porque ya no lo es.

Dado que el fenómeno revela ya sus flaquezas a una mirada crítica, cabe decir que una era, en efecto, termina con Ferlinghetti, que tanto contribuyó a la popularidad del movimiento beat, a su aceptación, a su integración en la cultura de masas, con todo lo cual su historia ayudó a brindar a San Francisco ese adecuado prestigio de lugar bohemio pero no sórdido, «libre» pero no peligroso, tan asociado a los discretos encantos de la gentrificación.

No todos los escritores (ni todas las personas) que salen a la carretera lo hacen por elección como los beats. Para poder renegar del modo de vida burgués y de su bienestar conformista y rutinario, primero tiene que estar a tu alcance disfrutarlo. Jack London vagabundeó por necesidad, Bukowski, después de dejar la secundaria, fue de un trabajo mal pagado a otro, de una ciudad a otra, de limpiar almacenes en Nueva Orleáns a construir vías ferroviarias en Texas o descargar bultos en St. Louis… Siempre «on the road», como reza el título de la novela de culto del beat Jack Kerouac. La diferencia con los beats es que Bukovski no pinta su vida como una deserción gloriosa de una sociedad hipócrita, ni como algo revolucionario y transgresor, ni como una heroica búsqueda de su verdadero yo, ni nada por el estilo. Solo como una vida más, igual que las de millones de verdaderos derrotados, verdaderos «beaten down», verdaderos beats. En uno de sus poemas, alguien, al parecer una de las personas de la sagrada trinidad contracultural, (¿Ginsberg?), lo confunde con un poeta, y su respuesta (que, básicamente, se reduce a un: «¿Yo? Naaah, yo solamente soy el jardinero») es ejemplar:

«–Creo que te conozco…

–No –le dije–,

no lo creo.

–¿No conoces a Allen Ginsberg?

–No conozco a ningún Ginsberg.

–¿No has dado un recital

en un club llamado Sweetwater?

–No sé qué es un recital.

–Escucha –dijo–,

¡yo te conozco!

Me puse de pie frente a él.

–Mira, amigo, yo

solamente soy el jardinero

de algunas personas ricas.

Eso es

lo que yo hago».

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Notas

(1) Michael Perkins: «Charles Bukowski: The Angry Poet», en New York, vol. 1, núm. 17, año 1967.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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