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Los beats fueron criados durante una sombría depresión y destetados durante el desarraigo colectivo de una guerra global, escribía –citamos de memoria– John Clellon Holmes en un artículo publicado en Times Magazine en algún lugar del siglo XX –de la década de 1950, para ser menos inexactos–. La paz que heredaron, proseguía John Clellon Holmes, era tan duradera como el próximo titular de la prensa. Su sed de libertad, su capacidad de vivir a un ritmo matador (al que la guerra te acostumbra), los llevó al bebop, a la promiscuidad, a los estupefacientes y a Sartre. Aun desconfiando de la sociedad, proseguía el artículo, nunca dejaron al mundo fuera de sus sueños.
La Segunda Guerra mundial terminó oficialmente cuando Japón se rindió el 2 de setiembre de 1945. Estados Unidos, convertido en una suerte de Imperio Romano moderno, pretendió a partir de entonces ser portavoz de la libertad, el progreso y la democracia, pero no todos se tragaron el cuento y hubo desencantados que rechazaron el modo de vida que les ofrecía esa sociedad, en el fondo peligrosa debajo de sus promesas capitalistas de movilidad social ascendente, de sus paraísos del consumo, de sus ideales de bienestar, respetabilidad y dicha familiar suburbana.
Desencantados como Jack Kerouac y Allen Ginsberg, los miembros más famosos de la beat generation, que se conocieron en la Universidad Columbia de Nueva York y a los que su amigo Lucien Carr les presentó a William Burroughs, multimillonario y amante de la literatura surrealista y la heroína al que adoptaron como gurú y mentor. Se sumaron al grupo nuevos miembros que compartían la decepción de la posguerra y la vocación de desertores del sueño americano, dispuestos a romper, con sus vidas y obras, los moldes de la decencia y la felicidad estandarizadas que parecían su destino inexorable.
Les gustaban el jazz, cuyas improvisaciones auspician lo impredecible, la libertad de lo indeterminado, y los viajes sin rumbo visible a simple vista por largas carreteras que pueden llevar a cualquier lugar y a cualquier situación, con los vastos horizontes de la aventura como gran panorama en technicolor. Sus libros reflejarán sus vidas, que se quieren ajenas a los preceptos y ambiciones de su entorno y se cuentan ricas en sexo (exploraron muchas nuevas direcciones, sin los viejos moralismos), drogas –no para escapar de la realidad sino, al contrario, para ahondar más en ella, o para ir de lo real a lo más real (de realia ad realiora)– y repudio del trabajo asalariado, del matrimonio, de la acumulación de dinero y bienes y, en general, de todas las formas de la teóricamente feliz y voluntaria esclavitud moderna.
Con la materia de su sociedad y su experiencia, los beats moldearon su lenguaje artístico, pero sobre todo se moldearon a sí mismos, lo cual, desde el punto de vista beat, es la misma cosa. Al mundo de la posguerra y sus valores engañosos opusieron su arte, en particular su poesía, con escenarios sin reglas para personajes desordenados y voces llenas de sonidos de bares y carreteras y de luces de ciudades nocturnas que dan cuenta de la epopeya de una generación, la suya, la de los beats, que se negaron a ser lo que se esperaba de ellos, pero porque querían ser algo que los demás quisieran ser, y, por un tiempo, lo lograron, y, por ahora, ese logro no les ha sido cancelado, pero esta paz es tan duradera como el próximo titular de la prensa.
Sin embargo, ni Ferlinghetti fue el último beat, como tantos han dicho esta semana en las redes sociales e incluso en la prensa, ni la primera novela sobre los beats fue On the road, de Kerouac, publicada en 1957, cinco años antes después que Go, del arriba citado John Clellon Holmes, que pinta a Ginsberg, llamado en la novela David Stofsky, «corriendo todo el tiempo por la ciudad, de un piso a otro, de un amigo a otro. Se quedaba unos minutos a saludar y charlar y salía disparado... Saludaba uno por uno a los presentes con apretones de mano tan solemnes que parecía una broma, y, chispeantes los ojos tras los gruesos lentes de marco de carey, le decía a algún desconocido: “Eres Fulano, ¿verdad? Te conozco. Yo soy David Stofsky”, con una sonrisa tan llena de entusiasmo y candor que nadie se enojaba», y hace que Kerouac, con el alias de Gene Pasternak, pronuncie por vez primera el nombre de la beat generation: «Es una especie de sigilo, como si fuéramos una generación furtiva... Una especie de fracaso…, un hastío de todas las formas y convencionalismos del mundo… Supongo que se podría decir que somos una generación golpeada (beat)».
Ferlinghetti, decíamos, no fue el último beat. Vive, para comenzar, Gary Snyder, el poeta y ensayista wobblie, defensor de la desobediencia civil al modo de Thoreau y quizá el beat más utópico, aquel que, en The Dharma Bums, de Kerouac, aparece como el leñador Japhy Ryder para decirnos que estamos atrapados en una rueda de «trabajo, producción, consumo, trabajo, producción, consumo…» y contarnos su whitmaniana «visión (kosher) de una gran revolución mochilera de miles y miles… vagabundeando, escalando montañas, alegrando a los viejos, desatando la felicidad». Viven también –al menos hasta donde yo sé, no han muerto– las poetas Mary Norbert Körte, Hettie Jones, Margaret Randall, Diane Wakoski, Marge Piercy, Joyce Johnson… Precisamente Johnson, en su novela de 1984 Minor Characters, evoca a las mujeres de su generación: «Nos enamoramos de hombres rebeldes, por supuesto. Caímos rendidas, seguras de que nos llevarían con ellos en sus viajes y aventuras. No contábamos con ser rebeldes por nuestra cuenta; no contábamos con la soledad... Éramos jóvenes y la situación se nos escapaba de las manos. Pero sabíamos que habíamos hecho algo muy valiente, casi histórico: éramos las que se habían atrevido a irse de casa». Johnson se fue de casa a los 18 años –frecuentaba la bohemia neoyorquina desde los 13–, cosa que las mujeres entonces solo hacían del brazo de un marido.
Los beats rechazaron los valores dominantes para convertirse con velocidad de cohete en estrellas de la cultura de masas; se negaron a cumplir los papeles que la sociedad exigía (no habían faltado al casting, pero no les había ido bien), pero finalmente los desempeñaron. La homosexualidad masculina de algunos era la encarnación más alta de la masculinidad de la época, no su reverso: el modelo (lo imito, si me sale) y el tipo (me acuesto con él, si puedo) coincidían. Jack Kerouac, Neal Cassady, Gore Vidal, James Dean, Sal Mineo, Rock Hudson, John Cage son varones cis que descubrieron –no es saber ni innato ni infuso– que para un varón cis no hay nada mejor que otro varón cis. Ginsberg es el judío feo al que la mimesis no le resulta, pero le gusta la misma virilidad; Snyder, el judío que no parece judío, con camisa de franela leñadora, al lado de Robert Duncan o Kenneth Rexroth. Incompatible con relaciones estables de pareja y familia, su modo de vivir fue, en ese contexto, adecuado fundamentalmente para hombres, y, si bien integraron en su imaginario inconformista la homosexualidad, los iconos de la contracultura beat tienen los caracteres viriles tradicionales de los personajes masculinos rebeldes de la industria cultural de su tiempo, como el «duro» del cine negro o el cowboy de los westerns. No es raro que los usuarios de redes sociales, en parte por la presión de opinar sin conocer (en el caso de beats como Snyder) propia de estas, en parte por la generalizada asimilación inconsciente de los valores más tradicionales de ese imaginario (en el caso de las beats), hayan omitido durante esta semana tantos nombres al llamar a Ferlinghetti el último beat, y que incluso la prensa lo haya hecho (¿qué más conservador que la prensa?). Cuando en 1994 le preguntaron a Gregory Corso si no hubo mujeres beats, respondió: «Hubo mujeres, estaban allí, yo las conocí, pero sus familias las encerraban en manicomios, se les sometía a tratamientos de electroshock... En los 50 podías ser rebelde si eras hombre; si eras mujer, tu familia te encerraba. Hubo mujeres, yo las conocí. Algún día alguien escribirá sobre ellas».