Cargando...
«Todo lo que desaparece en Europa –decía Oscar Wilde–, antes o después reaparece en San Francisco». Y Estados Unidos es un plano inclinado donde todo rueda hasta acabar en California, repetía la fórmula del arquitecto Frank Lloyd Wright, sin citarlo, el dibujante Saul Steinberg. Hasta que cambió de inclinación el eje terrestre, el impulso del movimiento obró de oeste a este, las vanguardias nacían jóvenes en San Francisco, rodaban menos sonrientes y menos floridas hasta congelarse o sublimarse en la Europa arrogante, irrespetuosa, agresiva, amenazante e irrelevante de los años 60. Cuando llegaban a Nueva York o París, sólo quedaban recuerdo o relato de la eterna primavera de disfraces y desnudos entre el barbecue y la piscina, los espacios que van del aire al aire como una red vacía entre las calles y la atmósfera, libres de tradiciones, ricos de oportunidades de enriquecerse y de promesas no siempre cumplidas, no siempre frustradas, de lujosos decadentismos estéticos a la intemperie tibia. En esa ciudad se instaló en la década de 1950 Lawrence Ferlinghetti y no hay figura individual a la que la invertida pendiente, desde el Pacífico hasta el Atlántico y ultramar, le deba más que a la suya. Es cierto aunque inútil señalar que la literatura que Ferlinghetti escribió y las instituciones y actividades sociales que animó son las dos caras de una misma moneda. A Coney Island of the mind, publicado en 1958, llegó a ser el mayor superventas comercial (superó el millón de ejemplares) de la poesía alternativa pop y del lirismo hermético chic apto para todo público rebelde intolerante del Estado militar-industrial (vendió un millón de ejemplares). Pero este libro, y cuanto escribió Ferlinghetti, habría sido imposible sin la fundación en 1953 de City Lights, la editorial y librería de la protesta y la paradoja, del blasfemo verso azul y la obscena canción profana, que le hizo ir a tribunales como litigante militante de la libertad de expresión y a la cárcel como editor de la poesía masculina explícita de Allen Ginsberg en su poema Howl (1956). El lunes, Ferlinghetti murió en San Francisco a los 101 años.
Cruzado el número de su término, con el siglo de Ferlinghetti cumplido, el plano inclinado es geología y geografía inactual. No hay pendientes, Estados Unidos es chato. Antes que canon, archivo, museo o lugar de memoria forzada, el universo del padre y maestro mágico, hermano y camarada, librero y editor, copero y mesero, músico y pintor, abogado defensor y encarcelado por procuración de la poesía beatnik y de la contracultura hipster y del post-futurismo de Fluxus, parece dejar rastros pero no lastres, y esfumarse sin queja ni reclamo. Los de Jack Kerouac, Allen Ginsberg, William S. Burroughs, Gregory Corso, Diane Di Prima, el del propio Ferlinghetti (hijo de un migrante llegado de la norditaliana Brescia, hoy capital nacional y continental de la muerte por COVID-19) son apellidos de primera o segunda generación americana de ancestros blancos europeos. Con la inclinación cada vez más ligera y menos dinámica, por un plano apenas perceptiblemente inclinado, del transcurrir final del siglo de Ferlinghetti, recordamos cada vez menos las palabras y las páginas de este grupo de autores de entrecortadas narrativas experimentales y prolongadas poesías inconformistas.
Siempre el más marginal o colateral de los beats, la poesía de Ferlinghetti es muy literaria y cuidadosa del aspecto formal –mucho más de lo que se espera de un camarada de ruta de la vanguardia más radical. Con un lenguaje que los hace más conversacionalmente fluidos, y los reencauza en un régimen de confianzas coloquiales o discursivas, los versos de Ferlinghetti convocan y comparten los estilos y las poéticas del modernismo angloamericano pero también de las vanguardias latinoamericanas, y no es casual que entre estas encuentre a su favorito en el abundante comunista chileno Pablo Neruda, cuyo disciplinado activismo político y social tiene su mejor y más sinérgico correlato en la organización formalista de su poesía. En textos líricos, o políticamente comprometidos, o incluso visionarios, la recurrente destreza de Ferlinghetti es el conferir inmediatez, desenvoltura y legibilidad al avance y desarrollo del discurso poético. Ferlinghetti era un ateo que proclamaba su felicidad de haber vivido los últimos 70 años de su vida en una ciudad que lleva el nombre de un santo católico, que era italiano como los ancestros de su apellido y anti-gobierno como él.
Nunca olvidamos la urgencia de sus signos de exclamación, pero en algún momento nos distrajimos de la letra de sus textos. Lo primero que recordamos hoy de los beats es en blanco y negro. Fotos fijas –Kerouac en la ruta, en un descapotable, que abraza a Neal Cassady, el bello indiferente–, tarjetas postales –Ginsberg con collares y sin ropas en una playa del Índico o de un asram indio junto a Peter Orlovsky, el bello insistente–, siluetas comerciales de emprendimientos anticonvencionales –Ferlinghetti con barba recortada y boina de canción francesa, último bohemio y primer precursor beat, en la puerta o bajo los toldos de City Lights–, cameos en documentales, probatorios de militancias progresistas y liberacionistas –marchas al Pentágono, contra la guerra de Vietnam, a favor de los derechos civiles. Su biografía colectiva redondea la aristas de aquel b/n secante, y sin violencia aparente se funde y recapitula en los colores pornosoft de biopics que mitigan o sustituyen a la leyenda fálica que en vida quisieron encarnar y llegaron a representar. En este círculo de hombres sin mujeres, y de rara mujer sin fortuna con los hombres, Ferlinghetti fue singularmente marginal y entrañablemente próximo a ese colectivo al que lo unían la común tristeza de emociones sin objeto y el rutinario desenfreno de violencias verbales que, según el juicio de Alfred Kazin, apenas se las mira de más cerca, resultan innaturalmente remotas del tema, la situación y las circunstancias de la escritura. Hay un muy largo siglo XX que se termina con la desaparición del más que centenario Ferlinghetti, ordenado guardián de una aventura que ya había desaparecido.