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A la marca paradójica de su actualidad perpetua –que es la marca de los clásicos– debe el Manifiesto Comunista su capacidad de sacudir a cualquiera, al cabo de 173 años, con una fuerza que solo cabe llamar bíblica. Hay en la historia política, artística y literaria un antes y un después de este folleto de apenas 23 páginas escrito por encargo para la Liga de los Comunistas –constituida bajo tal nombre a partir de la anterior Liga de los Justos–, con esa clarividencia que la edad temprana brinda exclusivamente a los elegidos, por dos jóvenes de veintitantos años, Karl Marx y Friedrich Engels. Sus ecos resonarán en adelante desde el francés Manifiesto Simbolista (1886) hasta el italiano Manifiesto Futurista (1909), pasando (en rotundo desorden cronológico) por el chileno Manifiesto Creacionista (1914), donde Huidobro rechaza la idea del arte como mímesis y apostrofa a la «Madre Naturaleza» con un «Non serviam!», el español Manifiesto Ultraísta (1919) y muchos otros –y ante todo, por supuesto, en las dadaístas y surrealistas cumbres del arte del manifiesto alcanzadas con las temerarias risas del círculo de Tzara y la solemne arrogancia del círculo de Breton–. Pero si sus ecos resuenan en la posteridad, nada presagia en documentos políticos previos, como la ilustrada Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano –que ni por estilo ni por contenido es un manifiesto–, la tremenda potencia literaria del Manifiesto Comunista, anticipada en cambio por ese ritmo feroz de marchas callejeras que desborda el panfleto dieciochesco del conde de Sieyès («¿Qué es el tercer estado? ¡Todo! ¿Qué ha sido hasta hoy en el orden político existente? ¡Nada!»). El manifiesto, antes de revelar la potencia subversiva de la creación artística, reveló la poesía de la subversión política desde su primera aparición histórica con aquel folleto de Marx y Engels y su vibrante inicio: «Un fantasma recorre Europa…».
¿Qué decir de esas 23 páginas en las que casi no hay párrafo sin frases como lemas dignos de ser grabados en bronce? La exigencia de originalidad y talento literario fue clara siempre en los manifiestos porque lo fue para los autores del primero, Marx y Engels. El manifiesto como género literario definió su estilo desde esa aparición y, al tiempo que creaba un nuevo tipo de discurso artístico y político, tradujo y produjo una relación especial del ser humano con la Historia, una relación conscientemente dirigida al asalto del futuro.
Un fantasma recorre los siglos XIX y XX… Es el manifiesto, forma estética y fenómeno sociocultural específicamente moderno cuya aparición coincide con el auge de la política insurgente –la de las vastas revueltas y las ideas contestatarias– y auspicia el nacimiento del arte deliberadamente iconoclasta que conoceremos en las siguientes décadas. Desde aquel folleto de 1848, la voz del manifiesto será la voz del desafío, y su valor estará dado por su capacidad de provocar. Lo cual quiere decir que la forma no es ornamental ni secundaria sino esencial en el manifiesto, que solo logra capturar la clave de un momento histórico y dar cuenta de ella y de su proyección hacia el futuro gracias a una inspiración cuyo efecto es la maestría literaria, maestría crucial en la actualidad perpetua de ese folleto impreso en Londres un 21 de febrero como hoy: por eso, dato en la presente fecha la primera aparición histórica del manifiesto como forma moderna por antonomasia tanto del discurso político revolucionario como del discurso artístico vanguardista.
El 21 febrero de 1848, mientras las fábricas se multiplicaban y, bajo los impulsos de nuevos intereses y poderes en expansión, miles de campesinos expulsados de sus tierras pasaban a engrosar las filas del creciente proletariado industrial, en un pequeño taller de Londres se imprimía un folleto en alemán, Manifest der Kommunistischen Partei, que sería traducido a todos los idiomas y nunca dejaría de resonar. Con sangre y con lágrimas, ha escrito Terry Eagleton, las modernas naciones capitalistas fueron forjadas. Y Marx y Engels estuvieron allí para verlo. Eran jóvenes en aquella década de 1840, cuando el viejo mundo feudal se derrumbaba bajo el avance de nuevas relaciones sociales capitalistas. No fueron pocos los intelectuales que supieron apreciar y desear los frutos de la revolución de 1789, pero sin el movimiento de masas que fue su corazón y que parecía posible suplantar con alianzas entre el estado y la razón ilustrada en una modernización desde arriba a base de reformas: fueron por ello propios del momento la filosofía para un público «educado», la separación entre los eruditos y las –potencialmente revolucionarias– masas, el divorcio de teoría y práctica. Marx y Engels, sin embargo, no estaban hechos de esa madera. Junto a su más detenida y extensa obra, amasaron con pólvora y frases de fuego este Manifiesto cosido a consignas para que nadie dejara de reconocer la dinámica suicida del capitalismo, que criticaron sin por ello privarse de vibrar de admiración y entusiasmo por la fascinante epopeya de la clase burguesa. La clase que había creado «fuerzas de producción más colosales que todas las generaciones anteriores juntas... ¿Quién habría podido imaginar en siglos pasados que las entrañas del trabajo de la sociedad ocultaran semejantes fuerzas productivas?», la misma clase burguesa que, fatalmente impulsada por su propia dinámica ciega de acumulación y destrucción, «a la par que avanza, cava su propia fosa y cría a sus propios sepultureros», esas víctimas suyas que «no tienen nada que perder excepto sus cadenas» y que le darán inevitable muerte siguiendo una lógica tan oscura e inflexible como la de una tragedia de Sófocles. Es una de las obras más hermosas de esos tiempos de audacia. Sé bien que el mundo algún día llegará a estar a su altura.