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A fines de la década de 1980 (no recuerdo exactamente cuándo, pero el general Stroessner seguía en el poder), anoté mis impresiones sobre la Plaza Uruguaya. Trabajé en el Archivo Nacional de manera intermitente durante aproximadamente una década, y acostumbraba almorzar o tomar mosto sentado en la Plaza, donde podía observar a sus habitantes o a peregrinos como yo. En medio de una Asunción en rápida modernización, esa hectárea de tierra rural parecía atemporal, parte de un Paraguay más antiguo.
La carpeta en la que guardaba mis impresiones de la Plaza se perdió en mis andanzas en Norteamérica. La descubrí después de algunos años, y las publiqué en un breve artículo en el Midwest Quarterly en 1993, cuando algunas ya eran obsoletas. Nunca pensé publicarlas en español porque juzgué que no tenía sentido contar a los paraguayos algo que conocían mejor que yo. Pero ha pasado suficiente tiempo como para convertirlas en «históricas», en el sentido de que la generación más joven reconocerá quizá esta Plaza Uruguaya de hace más de treinta años que comento, pero no les será tan familiar como a sus padres. Por eso resucito el artículo para los lectores del Suplemento Cultural, en español, en dos partes y con algunos ajustes. Estoy consciente de que muchas cosas han cambiado, incluyendo algunas de mis opiniones. Es natural. Pero sigo pensando que la Plaza Uruguaya es emblemática de un Paraguay en transformación, y, más aún, creo que la Plaza Uruguaya es emblemática de un Paraguay que quizás nunca vuelva.
Primera parte
Un visitante casual de Asunción podría pasar por la Plaza Uruguaya sin prestarle atención. Después de todo, apenas se la distingue; algunos arbustos encajados entre los rascacielos, algunos ancianos descansando en bancos pintados y los inevitables vendedores ambulantes y de helados. Para el turista, que tiene las ruinas de las misiones jesuíticas y las magníficas cataratas del Iguazú en su lista de «visitas obligatorias», la Plaza ofrece poco interés. El turista camina en dirección a la zona hotelera para buscar el país en tiendas de curiosidades, dejando atrás el alma y significado de Paraguay.
Los exploradores españoles que conquistaron esta parte de América impusieron sobre el pueblo guaraní una jerarquía social y un conjunto de reglas que incluía un lugar fijo en un universo dominado por Dios y el Rey. Hasta cierto punto, el Paraguay independiente heredó la atemporalidad de esa estructura, mezclándola con el deseo de ser revolucionario, de ser moderno, de ser nuevo. Esto parece contradictorio para los forasteros; para los paraguayos, en la Plaza, ha sido natural.
¿Cuál es la función de una plaza? ¿Es un lugar de descanso o simplemente un espacio abierto para acomodar un diseño particular en el planeamiento urbano? La concepción de los españoles vinculaba la plaza con las grandes necesidades de la sociedad: todas las clases y rangos, incluso en un orden tradicional, podían beneficiarse de un lugar de intercambio común. Es así en la Plaza Uruguaya, donde diariamente se intercambian bienes y servicios, donde amigos y extraños comparten la yerba mate o una botella de gaseosa, donde la gente se sienta y se mira o contempla la distancia.
A seis cuadras al norte del centro de Asunción, la Plaza fue construida en la década de 1820 por orden del Dr. José Gaspar de Francia, el legendario dictador que aisló Paraguay de la mayoría de sus contactos externos. Las motivaciones de Francia para esto eran complejas. En la medida en que deseaba proteger a su país de enredos extranjeros, era un aislacionista. También era un autoritario cuya visión de un Paraguay independiente incluía mucho de lo que admiraba del pasado colonial. Quizá Francia tenía grandes planes para la Plaza, que bautizó como Plaza de San Francisco; ciertamente, mantuvo limpio el lugar y prohibió a sus soldados holgazanear allí.
Su sucesor, Carlos Antonio López, también fue un gobernante autoritario, aunque se imaginaba a sí mismo como un modernizador a la manera de Guillermo I. Aparte de gastar los ingresos del gobierno en un gran establecimiento militar, trató de convertir Asunción en una ciudad digna de admiración para los europeos. Hasta ese momento, Asunción mantenía el aire de una comunidad rústica del siglo XVIII, con sus edificios de adobe de un piso y suelo de tierra en completo predominio. López ordenó demoler muchas de estas casas coloniales. Las reemplazó con estructuras monumentales y edificios públicos «modernos», como el teatro nacional, el correo, la aduana y el palacio ejecutivo, toda una ambientación sacada de estilos arquitectónicos italianos. La Plaza la llenó de jacarandás y lapachos en flor. Cruzando la calle, sus ingenieros británicos construyeron una ultramoderna terminal ferroviaria, donde instalaron una de las primeras locomotoras de vapor de América del Sur, la «Sapukai». Eso ocurrió a fines de la década de 1850 y, como la tumba del presidente Grant en Nueva York, la Plaza Uruguaya, la terminal ferroviaria y todas las demás obras públicas han vivido tiempos mejores.
El hijo de López, Francisco Solano López, utilizó el ejército de su padre para lanzar la sangrienta Guerra de la Triple Alianza (1864-1870), en la que Paraguay se enfrentó a las fuerzas combinadas de Argentina, Brasil y Uruguay. Año tras año, los heroicos guaraníes resistieron, dando su vida desinteresadamente por la causa del mariscal López. Fue con poca ironía que este último, cuando se le pidió que se rindiera en marzo de 1870, gritó a sus enemigos: «¡Muero con mi país!». De hecho, se había llevado mucho de él; más de la mitad de la población de Paraguay pereció en los enfrentamientos...
Al terminar el conflicto, la Plaza y el resto de Asunción estaban en ruinas. La mala hierba había reemplazado el cuidado césped, y las tropas del victorioso ejército brasileño ataban sus caballos a los árboles de la Plaza. Los supervivientes orinaban en las estatuas clásicas, algo que se siguió haciendo mucho después a pesar de los cercos de alambre de púas y las señales de advertencia. Habiendo perdido toda esperanza en el regreso de sus hombres, las mujeres de Paraguay se acercaron en gran número a los invasores. La Plaza se convirtió en su lugar de encuentro, un lugar de consuelo y desesperación.
En la década de 1880, cuando Uruguay canceló su parte de la deuda de guerra de Paraguay, un agradecido gobierno de Asunción renombró la Plaza en honor a la hermana república. Pero el cambio de nombre significó poco. Las guerras civiles periódicas siguieron plagando la política paraguaya, así como un gran conflicto con Bolivia sobre el Chaco (1932-1935). En todo momento, la Plaza aceptó su destino con resignación.
Han pasado más de cien años desde que las últimas tropas brasileñas dejaron Asunción, pero cuando la gente en la Plaza habla de la guerra, nadie duda de que se refieren a la lucha de 1864-1870. De hecho, poco ha cambiado desde entonces.
Por ejemplo, la terminal de trenes. Todavía está allí, aunque ya no se ve elegante, y podría recibir una nueva capa de pintura. Los paraguayos te dirán rápidamente que ya nadie usa el tren. Conduce de manera accidentada a pueblos del interior cuyos vibrantes nombres guaraníes no pueden ocultar un futuro menos que brillante. Para salir de ellos, los jóvenes toman el autobús o caminan. A menudo terminan en la Plaza, donde trabajan como marchantes, vendedores de refrescos y calculadoras taiwanesas, y como prostitutas. Hay pocos compradores, incluso para estas últimas.
(Continuará…)
Profesor emérito de la Universidad de Georgia