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El casi total freno a la producción cinematográfica tradicional para salas de cine que impone la pandemia del coronavirus, traducido en sucesivas postergaciones del estreno de las películas mainstream en los usuales conglomerados empresariales de producción y distribución como resultado de la interdicción planetaria a las aglomeraciones sociales, trajo como sorpresiva y feliz consecuencia la exhibición en los cines de Asunción de Bacurau, película brasileña dirigida por Kleber Mendonça Filho y ganadora en el 2019 del premio del jurado en Cannes, audacia culterana que los programadores de las salas locales asumieron, qué duda cabe, ante la falta de películas provenientes de las fuentes habituales de producción. La inusual circunstancia fue razón suficiente para que quien esto escribe protagonizara un modesto desafío a la reclusión preventiva y acudiera al cine a disfrutar de la oportunidad de ver una película en una sala y en pantalla grande, módica felicidad amenazada de extinción
Bacurau es una alegoría del Brasil bolsonariano contemporáneo; los recursos vitales y preciosos se encuentran acaparados por los ricos, la democracia ha degenerado en sainete, parodia de sí misma, y la gente común es vendida a oscuros apetitos foráneos. Alegoría que no precisa mucho para ser extensiva al resto de América Latina y al orbe entero.
El marco físico de la acción es la serranía y el bosque seco del nordeste brasileño, el «sertón», tierra pedregosa, escasa en agua y de gran belleza, reflejada ya en la tradición literaria del gran país vecino, en la crónica de Euclides da Cunha Los Sertones, novelada después por Mario Vargas Llosa en La Guerra del Fin del Mundo. El sertón, en portugués «sertão», fue paisaje y locación del extraordinario cine de Glauber Rocha (Deus e o Diabo na terra do sol, 1964).
El filme de Mendonça Filho comienza desplegando ante el espectador imágenes de la tierra desde el espacio exterior, como tomadas desde una sonda espacial acercándose. El planeta luce sumido en la obscuridad de la noche, los contornos continentales apenas distinguibles por la iluminación artificial. Brasil, en cambio, se muestra luminoso, verde y dorado, y como fondo sonoro de estas imágenes se escucha cantar a Gal Costa.
La trama ocurre en un cercano futuro; los habitantes de Bacurau, un pueblucho, un caserío perdido en la inmensidad del nordeste brasileño, lloran la muerte de su pobladora más antigua, la matriarca de la comunidad, luto perturbado por unos cruentos e inexplicables asesinatos, la visita de unos misteriosos forasteros y el avistamiento de platillos voladores, circunstancias que amenazan borrar del mapa el modestísimo caserío. Es notorio el énfasis en la confrontación de clases por los recursos. En la distopía próxima que el filme propone, la fuerza y poder de los detentadores de posiciones de privilegio en el orden económico quedan en claro desde el principio. En el sertão, grandes hacendados controlan el agua, represan cauces y aseguran sus tierras con «capangas» armados. El racismo, otro conflicto de Brasil, es encarnado por los forasteros del sur que llegan como turistas a Bacurau, preocupados en remarcar que ellos son blancos y no como la gente de la localidad, negros, mulatos o mestizos.
La película se nutre de varias influencias: el spaghetti western, la ciencia ficción audaz, política, contestaría y proletaria a lo John Carpenter, el tratamiento de la violencia que roza la exageración grafica de lo «gore» y da lugar ciertamente a los momentos mejor filmados. La fotografía y la narración visual concatenan escenas con fundidos diestramente usados por el realizador, sacando partido de la exuberancia del paisaje natural y los ominosos enigmas que plantea la trama. Quizás el ritmo de Bacurau sea un poco parsimonioso, sobre todo en algunos pasajes, pero en general el metraje no se hace largo para el espectador; aunque, en vista de los presupuestos del argumento, se siente la ausencia de más diversión y humor en la película.
Las actuaciones son correctas, Sonia Braga y Udo Kier, la primera como la médica del pueblo y el segundo como el líder de la peligrosa gente armada que merodea Bacurau, están perfectos; concuerdo, sin embargo, con lo advertido por el crítico argentino Roger Koza: los papeles individuales se diluyen, absorbidos por el colectivo, y la comunidad asume la centralidad protagónica. En ese contexto, mención aparte merece la apelación a la memoria colectiva, a la historia como inspiradora de resistencia, lucha y eventual redención simbolizada a través del Museo Histórico del pueblo de Bacurau. Planteamiento historicista que será contundente en la resolución de la trama.
Solo en los minutos finales se develan los recovecos de la trama y las motivaciones de los personajes, como en un misterio resuelto por el padre Brown de Chesterton, pero el pretendido «suspense» no logra efecto, la tensión dramática se diluye en un cuento alegórico que termina por verse algo simplista. Tal vez la máxima objeción crítica que se puede plantear a la película es que no se desprende de los límites de la obviedad alegórica, que no escapa de cierto aire de narración inofensiva, formalmente impecable, pero carente de potencia, que deja al espectador con la sensación de estar ante un film que amenaza poco la realidad que denuncia y se pierde en lugares comunes apenas disimulados por lisérgicas fantasías ficcionales.
La película merece verse; se encuentra disponible en las plataformas digitales de streaming y no deja de ser un film diferente, especialmente por su audaz e intencional síntesis de géneros e influencias cinematográficas, conjuntamente con la versátil narración visual y las buenas actuaciones del reparto; la película, a pesar de todo, es un recordatorio de que ante la abrumadora y apabullante realidad del poder que sojuzga solo cabe una salida, resistir luchando.