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Nada más muerto que una ideología muerta, y nada más ideológico que el escándalo ante la indiferencia por un escándalo. Cuando una puesta en escena escandalosa revela comisión y encubrimiento de delitos, no hay malicia en inferir que se persigue severidad en el reproche social y velocidad en los castigos judicial y mediático. Las denuncias que repudian nuestra pereza –¡Indígnese YA!– se apoyan en la sagaz percepción de que ya ha ocurrido un cambio cultural mayor. Hubo en Francia y en el mundo un antes y un después del Affaire Dreyfus. No era un error judicial sino el resultado de un racismo sistemático. De un prejuicio étnico, rutinario a fines del siglo XIX, que se había vuelto insostenible. Los tribunales militares no lo habían advertido, pero sí una sociedad civil que sólo sostendría a la República si aseguraba en la práctica el igualitarismo que enarbolaba en la doctrina. A quienes un año atrás impulsaron o acompañaron en Francia el Affaire Matzneff los animaba la íntima certeza de un antes y un después. Un escritor de larga y prolífica trayectoria fue acusado de un abuso pederástico cometido tres décadas atrás. La denuncia iba más allá de la autoría (delictiva) de Gabriel Matzneff, hasta incriminar al establishment de las grandes editoriales parisinas y del sistema de premios literarios como encubridores del delito.
En la denuncia hay una cuestión de hecho, que debe investigarse penalmente: si se cometió o no un delito. El escándalo producido por la denunciante, la intelectual Vanessa Springora, fue acompañado de lo que se llama, en francés, justamente, succès de scandale. Éxito que entró en los cálculos, según sus propias declaraciones, de Olivier Nora, el editor de la casa Grasset, una de las más importantes de Francia, y de las más flexibles a las circunstancias, cuando publicó en 2020 El consentimiento. El «Yo acuso» de Springora sobre el abuso de cuando ella tenía 14 años, y 49 Matzneff, nacido en 1936. La Justicia francesa quiso dar prueba de su profesionalismo al investigar un tipo de delito que muchas veces queda impune, por penuria de pruebas incriminatorias concluyentes.
Además de las pruebas que evaluarán los tribunales, para la opinión pública hay abundante evidencia circunstancial que vuelve verosímil la denuncia. Matzneff, abierto defensor de las relaciones sexuales intergeneracionales, aboga por una reforma de la ley de la edad del consentimiento en su libro Menores de dieciséis años (1974). A sus ojos, púberes y preadolescentes de todos los géneros pueden dar (o negar) consentimiento informado a relaciones con adultos. Si esta reforma se hiciera ley, también habría cometido un delito, porque según la denuncia todo consentimiento había faltado.
Sobre qué consecuencias debían seguir a una sentencia judicial condenatoria, si no a la sola denuncia, muchas expectativas fueron defraudadas. Uno de los primeros grandes artículos culturales publicados en 2021 por The New York Times, antes de ocuparse del incesto del politólogo francés Olivier Duhamel, atizaba los rescoldos del escándalo parisino con la inextinguible capacidad neoyorquina para escandalizarse.
La denunciante, y quienes la acompañan, dan por hecho que se han consumado dos progresos, simultáneos pero inconexos, en la moral política y sexual de Occidente desde la década de 1960, cuando Matzneff inició su carrera literaria y su militancia a favor de bajar la edad de consentimiento. La movilización social ante el abuso sexual de las mujeres, que la ley penal sancionaba aunque en la práctica procesal se culpabilizara a las víctimas y se oyeran con mejor atención las exculpaciones de sus victimarios. A la historia social se suma la historia de las ideas. En las décadas de 1960 y 1970 las reivindicaciones en pro de liberación sexual de la minoridad se integraban sin disonancia en un arcoiris de reclamos contra la represión capitalista y patriarcal y demandas de acceso masivo a los anticonceptivos o despenalización de la homosexualidad. Se evocaban prácticas de eros pedagógico y rituales iniciáticos de la Antigüedad clásica, del Medioevo, del mundo árabe, del extremo oriente, de las culturas sin escritura conocidas en Occidente a partir de la expansión colonialista, y se difundían clásicos de las artes visuales y literarias que habían celebrado la vida sexual temprana. Era, generalmente, una pederastia masculina la evocada en esos panegíricos. Hoy el ambiente moral y legal ha cortado todos sus lazos con aquel horizonte de expectativas, y el repudio cultural a la noción de pederastia es tan virulento como la represión policial activada para combatirla. La pederastia se ha vuelto indisoluble de las redes de producción y venta de pornografía infantil –y en los hechos, demasiadas veces lo es. Es revelador que una teoría de la conspiración como QAnon haga de sus villanos –que buscan dominar secretamente el mundo– una red de pedófilos en las sombras.
Considerar, sin embargo, que no existe una distinción –al menos analítica– entre pederastia y explotadora y comercial pedofilia pornográfica equivale a pensar que los heterosexuales son lo mismo que los organizadores o beneficiarios de las redes de trata de personas para someterlas a la prostitución esclava. Una asociación de lucha contra la pedofilia, El ángel azul, presentó en los tribunales franceses una demanda contra Matzneff (a la que hicieron lugar) por incitación a la violencia –es difícil no ver ahora un eco involuntario e incidental en el impeachment demócrata abierto contra Trump, quien por otro lado es el héroe de QAnon–.
En la denuncia contra Matzneff se usa como atizador del escándalo retrospectivo el que hoy se considere delito de apología del crimen lo que antes era considerado libre expresión de una posición marginal, o, en el peor de los casos, derecho a defender lo que los demás consideran una aberración, como los terraplanistas. A la acusación favorece otra confusión vigente. El mayor mal del nuevo periodismo no fue la renuncia a la lucidez verbal ni la mafia de la crónica que buscaron que leyéramos como literatura, sino lograr que la literatura fuera leída como periodismo, y, como este, pasible de fact-checking. Entre las publicaciones de Matzneff destacan los diarios que lleva desde su adolescencia. En uno de ellos, La joven moabita (2017), anota una obviedad: aun los textos autobiográficos son ficción, no documento ni registro veraz de una vida que sin literatura sería demasiado cotidiana.
Si el escritor predica un crimen, sólo puede entenderse –dicen quienes lo impugnan– que gane premios literarios gracias a una claque de encubridores y cómplices. Y aunque no haya complot, ¿qué podemos esperar de jurados que deciden cuáles serán los libros más vendidos premiándolos el Goncourt, el Médicis, el Renaudot, el Fémina, el Interallié, el de la Maison de la Presse, y aun la Academia Francesa, si premian a autores de la calaña de Matzneff? Quienes acompañan la denuncia aspiran a un cambio en la composición de esos jurados, a una renovación de sus integrantes, generalmente vitalicios. Tampoco tenemos por qué dudar de la sinceridad de esta propuesta, basada en la justicia; si esa alternancia periódica de los jurados aumentaría para quienes no han sido favorecidos las oportunidades de ser premiados, sería una consecuencia no declarada de esta iniciativa militante.
Algunos libros de Matzneff fueron retirados de la comercialización por editoriales mayores como Gallimard o Stock. En cuanto a los cambios en los jurados de los premios anuales, no se ha producido ninguno, y más bien los jurados han considerado ignorantes a quienes los exigieron. Consideran que sus decisiones no serían más justas con lecturas más jóvenes, sino peor fundadas, porque el conocimiento literario es acumulativo. En Francia, esos jurados son sociedades ad honorem cuyos gratuitos dictámenes (sobre libros ya impresos) nadie tendría por qué atender, si le repugnan. Es curioso cómo una mayoría de voces insiste en el cambio del personal de los jurados, pero no hace campaña contra el sistema de los premios –de toda esa curadoría aristocrática formadora de «la distinción» que fuera un blanco favorito de Bourdieu– ni promueve un boicot y un remplazo por otras formas de promoción de escrituras y lecturas invisibilizadas por un establishment culto y pro-pederástico.
Cuarenta años atrás, la valoración crítica de la obra de Matzneff seguía unas líneas a la vez más severas y más indulgentes. En 1972, Études, la revista de los jesuitas en Francia, no escatimaba los superlativos a propósito de Carnet árabe, diario de viaje de Matzneff desde el Mar Rojo hasta el Éufrates: el reseñista encomia al «poeta de fe ardiente» autor de este «libro denso y a la vez ligero, libre de prejuicios, irresistible en su desenvoltura y su seriedad». En el diario no faltan expresiones de deseo sexual por los menores, pero esas tentaciones de la carne no encontraban fulminación, ni pedido de silencio o eufemismo. Incluso el reseñista religioso arriesga un juicio literario –que puede pasar por torpe, equivocado, o interesado– sobre un texto literario. Podemos señalar las limitaciones de su estética –por ejemplo, reservar el calificativo de «poeta» como elogio de un autor en prosa–, pero es una valoración literaria. Es lo que no pueden creer ni por un instante quienes denuncian a Matzneff: que a sus valedores les entusiasme su literatura, que admiren, página tras página, palabras puestas en línea. En su novela El escritor ilustre (1982), disección del medio editorial parisino, Roger Peyrefitte había profetizado sobre Matzneff: «Su fama será de las más precarias, porque sólo depende de su mérito literario».
Desde Buenos Aires