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Del fin de semana pasado nos queda una extraña postal que ha dado la vuelta al mundo: contra el fondo verde de la cancha de un estadio de fútbol, en medio de una ordenada hilera de jugadoras, algo rompe la uniformidad. Dando la espalda mientras todas las demás miran al frente y sentada en el césped mientras todas las demás están de pie, una figura solitaria se niega a seguir la corriente. Es la futbolista española Paula Dapena (24), del Viajes Interrías FF, durante el minuto de silencio impuesto –homenaje póstumo al gran futbolista argentino Diego Armando Maradona, fallecido el miércoles 25– antes del partido amistoso entre su equipo y el Abanca en la Ciudad Deportiva de Abegondo, en La Coruña.
Tomar distancia del entorno y escapar de sus monótonos esquemas es quedar libres para dotarnos de una nueva subjetividad, buena o mala, pero nuestra, y es, en el mismo segundo, quedarnos solos, ambas cosas en un solo gesto: por lógica, el camino de quien aprende a desobedecer es solitario. Por eso, en la postal, la figura solitaria y disidente que quiebra el homogéneo paisaje del consenso me recuerda otras imágenes. Imágenes de gestos similares –gestos que no suelen ser tanto la conclusión cuanto el comienzo de una «rareza», de una distancia–, gestos desertores del cauce establecido que a lo largo de la historia aparecen de pronto, sin premeditación, en un momento inesperado –el kairós, dirían los griegos– que las circunstancias convierten en un punto de quiebre y descubrimiento para alguien: quiebre de las normas aceptadas por el resto, descubrimiento de las propias. En esos momentos, que uno ni busca ni espera, negarse a acatar, en nombre de esas normas internas, lo que acepta el entorno se vuelve más importante y vital que «pertenecer», e incluso la sola idea de ceder a ese imperativo, ahora revelado como alienante, de pertenecer al grupo, la comunidad, el mundo, resulta intolerable. Es el descubrimiento de las duras alegrías de la desobediencia.
Pero esto que acabo de contar es solo una parte del asunto, lo que se siente desde adentro, desde la soledad del desobediente. Desde afuera, desde el punto de vista de la sociedad, cuando son gestos públicos, la desobediencia del disidente propone conductas, creencias, instituciones, valores, autoridades, como problemas. Lo acatado como indiscutible, lo dado, en su obviedad, por no pensable, de pronto puede ser materia de pensamiento.
Estos gestos inconformes, por lo general, suceden como respuesta a alguna circunstancia concreta y particular, y por ello se podría creer que fuera de su contexto, de su hic et nunc, no comunican nada. No es así: el tipo de relación con el contexto, con lo circunstancial, que manifiestan excede ese aquí y ahora. Es un tipo de relación que consiste en decir lo que el resto calla y en señalar lo que el resto evita mirar u oculta. Decir y señalar esos aspectos de la realidad es ensanchar un poco las fronteras de su representación y las de sus posibles cuestionamientos y críticas. Por eso, más que moral, más que de «ejemplos» –porque el impulso que los mueve, a fin de cuentas, no puede ser ni enseñado ni aprendido, ni tampoco entendido por quienes no lo han sentido nunca–, el valor de gestos tales es heurístico. Y es parte de su función heurística que estos gestos requieran valentía, porque deben ser hechos desde posiciones de inferioridad y en minoría, ya que su sentido depende de su capacidad de desafiar algo acatado por consenso, algo impuesto por superioridad en fuerza, tradición, prestigio, autoridad o número.
O en «popularidad». Lo señalo porque, durante esta semana, tanto en la prensa empresarial y de derecha como en la «alternativa» y «de izquierda» la unanimidad fue (suele serlo con frecuencia en varios temas) perfecta. Y ambos coros de voces uniformes y sin disidentes –verdaderos coros de clones «izquierdistas» o derechistas: aunque solo se señale en uno, la «bajada de línea» es siempre igual de notoria en ambos bandos– fueron tan homogéneos como de costumbre. En particular, la prensa de izquierda –sobre todo (pero no únicamente) argentina– empleó a sus propias feministas oficiales para descalificar a las que protestaban contra la ola mundial de homenajes pintándolas como «enemigas» del «pueblo». Imponer como «populares» unas opiniones rebajando otras como «elitistas» es un ejercicio de poder disfrazado que pretende hacer pasar por justas relaciones de dominación arbitrarias y que se apoya en la capacidad de hacer creer a un auditorio que la única autoridad legítima es la propia. Autodesignarse como «pueblo» o voceros del «pueblo» a fin de silenciar opiniones incómodas u opuestas es, para decirlo de una manera suave, un método abusivo y desleal de disciplinamiento.
No sé si es necesario aclarar que estas son reflexiones sobre una fotografía que congela un breve gesto disonante en medio de un coro disciplinado y parejo, es decir, sobre el sentido de la desobediencia en tanto decisión solitaria, no susceptible de consenso, y en tanto acto estrictamente, y por definición, individual. Por supuesto, se relacionan de modo inevitable con el «tema del momento», pero la historia de Maradona –una historia fascinante desde varios puntos de vista– merece su propio artículo, y en su momento lo tendrá.
Negarse a homenajear a un ídolo de masas no supone necesariamente una aversión personal contra el prójimo concreto de carne y hueso sobre cuyo nombre y existencia reales este tipo de culto público se construye (pues lo que interesa poner en cuestión no es la calidad moral o personal de un individuo, sino la validez y la legitimidad de todo un universo de valores hegemónico); negarse a homenajear a un ídolo de masas es cuestionar lo que una sociedad considera digno de homenaje. Es contra la ideología que sustenta tales expresiones, tales valores, tales homenajes, y contra las jerarquías que dicha ideología hegemónica establece entre las personas, que se dirige la desobediencia. No hay en esto nada parecido al «odio», ni, menos aún, al «elitismo». Fuera de los motivos enunciados en la televisión española, ante las preguntas de la prensa, por la futbolista Paula Dapena, motivos relacionados más bien con lo que encarna la persona homenajeada como ícono del patriarcado –para utilizar este concepto que con tanto brillo supo desarrollar el ahora bicentenario Engels–, el mito de Maradona es un mito meritocrático funcional al capitalismo que ningún izquierdista que se respete puede respaldar. Un breve gesto desobediente puede parecer demasiado pequeño para dedicarle un artículo, pero siempre hay grandeza en la desobediencia, y además lo que importa, como dejó Thoreau escrito un día, «no es qué tan pequeño sea el comienzo: lo que se hace bien una vez, se hace para siempre».