Los amantes complacientes de Donald Trump

Si los cortesanos franceses –en una famosa novela epistolar del barón de Montesquieu– se preguntaban cómo se puede ser persa, hoy los cortesanos de Washington DC se preguntan cómo se puede votar por Trump, comenta el escritor y periodista argentino Alfredo Grieco y Bavío desde Buenos Aires, en exclusiva para los lectores de El Suplemento Cultural.

Partidarios de Trump en Pensilvania, 31 de octubre de 2020 (Foto: Mark Peterson).
Partidarios de Trump en Pensilvania, 31 de octubre de 2020 (Foto: Mark Peterson).GENTILEZA

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Las tres palabras más deprimentes de la lengua inglesa, decía el fénix de los ingenios literarios Gore Vidal, son Joyce, Carol, Oates. Se refería a la escritora del mismo nombre, quien acaba de publicar en el Times Literary Supplement, sin que ella creyera figurar una hipérbole, que los festejos tras la autoproclamada victoria del candidato demócrata Joe Biden en las elecciones del martes tres solo tienen parangón con las celebraciones que siguieron al triunfo aliado al fin de la Segunda Guerra Mundial.

Tales analogías revanchistas rápidamente arrinconan a Donald Trump junto con dictadores como Hitler y Mussolini o emperadores como Hirohito. Pareciera olvidar que las presidenciales norteamericanas de 2020 fueron las más legítimas en un siglo y medio. Al menos, si nos atenemos al número de votos emitidos, y a la proporción del padrón electoral que esta vez prefirió emitir su sufragio en lugar de ejercer el derecho de abstenerse. Tampoco toma en consideración que Trump no perdió ni un solo voto de los que le dieron el triunfo y lo llevaron a la Casa Blanca en 2016, sino que ganó. Hay hoy, en el año en que vivimos en peligro por la pandemia, más y no menos votantes en Estados Unidos que aman a Trump y lo quieren como presidente.

«¿Cómo se puede ser persa?», se preguntaban famosamente los cortesanos franceses en Las cartas persas, novela epistolar del barón de Montesquieu, teórico dieciochesco de la división de poderes y de la república moderna. ¿Cómo puede alguien ser tan exótico, cruel y alienígena como para votar por Trump, preferirlo como presidente? se preguntan –cuando se lo preguntan, cuando no creen conocer de antemano la respuesta– los cortesanos de Washington DC.

La posición de Joyce Carol Oates es extrema, y, a la vez, no es en absoluto excepcional. Pero resulta muy particularmente iluminadora en la remisión a un contexto histórico, el de la primera mitad de la década de 1940, cuando el sistema democrático estaba lejos de ser en el hemisferio norte el primer dato básico, el único encuadre imaginado para institucionalizar un ejercicio legítimo del poder. En ese marco, la democracia sirve, antes que para dirimir quién debe gobernar, para reconfirmar la legitimidad de quien gobierna. El sistema democrático demostró su sanidad porque dio su victoria –agónica, lentísima, y aun contestada– a Biden. De esta manera, la esfera política dejaba de ser el lugar donde reglas aceptadas por todos los partidos median entre posiciones contrarias pero –todos esos mismos partidos también lo deciden– todas ellas legítimas en sus diferencias. No. Desde tiempos de Clinton (Bill y Hillary), y aun antes, pero especialmente después, en tiempos de la «resistencia» contra George W. Bush y Trump, el partido demócrata prefiere presentarse como aquel que es capaz de hacer justicia a todas las aspiraciones legítimas. Según el argumento de que, por el solo hecho de serlo, todas las aspiraciones legítimas (laborales, sanitarias, raciales, de género, de diversidad, pro aborto, pro pobres) son pasibles de coordinarse en un único programa que –capaz hacer justicia a todas ellas– puede exigir para sí la lealtad de todos y por ende no puede admitir frente a sí ningún otro programa igualmente legítimo. Los Estados Unidos, dice el establishment demócrata, siempre fue una república, nosotros queremos una democracia. Muy cierto. El voto republicano es un voto por la República, es decir, un voto por un conjunto de reglas universales antes que una opción sustantiva por un conjunto de bienes y de fines elegidos de antemano. Plantear una «guerra cultural», un abismo entre demócratas laicos y progresistas vs republicanos religiosos y conservadores complica la cuestión más de lo que auxilia a resolverla.

Quienes hoy se indignan ante lo que consideran de parte de Trump una negativa «sin fundamento» –baseless, según el epíteto épico favorito del New York Times y del Washington Post– para reconocer el resultado de las elecciones, olvidan que en 2016 acompañaron con gusto las campañas callejeras de quienes a su vez negaban representatividad y legitimidad al mismo Trump. Con una inconsecuencia intelectualmente humillante, pero inadvertida, los vencidos, que votaron por la candidata demócrata derrotada, Hillary Clinton, se manifestaban en sus marchas del orgullo para gritar lo obvio: «Trump no es mi presidente». Era cierto. No era su presidente, no era el presidente de los trabajadores «de cuello de camisa blanco», no era el de los mejor educados. Era el presidente de la mayoría. Hay que decir, en cambio, que hoy muchos funcionarios trumpistas en Washington contemplan con serenidad la perspectiva de tener que dejar sus cargos. Los salarios que paga el gobierno les hacen subir unos cuantos peldaños a los demócratas cuando ocupan cargos públicos, y descender otros tantos a los republicanos, cuando les toca. Es la economía, sea estúpida o no.

En un estudio empírico clásico sobre los clásicos tiempos del boom económico de la segunda posguerra, Blue Collar Life (1969), del sociólogo Arthur B. Shostak, se señalaba con agudeza y riqueza de ejemplos y fuentes cómo un rasgo clave entre los trabajadores de «cuello de overol azul» era la susceptibilidad ante los estereotipos degradantes. Los que los degradaban, porque su status social era degradado en los rubros de dinero, poder, prestigio, naturaleza de las labores (manuales) que desempeñaban en sus empleos, y cantidad y calidad (escasa, limitada) de los pre-requisitos necesarios (como educación) para obtener esos empleos. Parece necesario invertir la pregunta sobre cómo se puede ser persa. ¿Cómo no iban a votar por Trump, quienes lo hicieron por él, en grandes números? Si tuvieron que escuchar la lección a los desposeídos que día y noche pronunciaban las élites políticas de Washington, los medios gráficos y audiovisuales, Hollywood, las corporaciones de la educación y la salud. Durante los meses que duró la campaña, fueron rutinariamente tratados de rústicos, racistas, xenófobos, misóginos, homofóbicos, transfóbicos, supremacistas blancos, violentos, irracionales. Por encima de todo, desde luego, analfabetos.

Los océanos de tinta y de saliva gastados en denunciar al neo-liberalismo también dieron su fruto. Trump atacó con una furia verbal todavía mayor al libre comercio y a la globalización, que tantos males trajeron al proletariado blanco norteamericano, que le cambiaron para siempre su estilo de vida. En la Organización Mundial de Comercio, el presidente norteamericano número 45 era el enemigo número 1 del librecambismo. Y el primer apóstol del mundo sin fronteras, el campeón del mundo libre, no era otro que el presidente Xi Jinping, líder del Partido Comunista chino.

A quienes votaron por Trump, estas paradojas se les escapan menos –es paradójico– que a quienes votaron en contra. Cuando en sus informes cotidianos y rutinarios Trump llamaba al COVID-19 «el virus chino», sus adversarios de la campaña presidencial de 2020 podían denunciar su retórica «racista», o interpretar el dicho como prueba de prejuicios étnicos, raciales, culturales. Aunque no fuera más que una verdad pedestre, que una perogrullada. En la campaña de 2016, Hillary Clinton acusaba a Trump de mentiroso, y cundían las presentaciones judiciales de mujeres presuntamente abusadas. Ni una sola de esas graves acusaciones prosperó en los tribunales. En cambio, cuando Trump le decía a la señora de Clinton que su esposo siendo presidente había abusado de una pasante y que el abuso sexual había sido consumado en el Salón Oval de la Casa Blanca, no hacía más que recitar un hecho probado y por todos conocido.

Del mismo modo, cuando después de las elecciones subieron las bolsas y las acciones norteamericanas, no fue solo por los buenos resultados del demócrata Biden. Fue por el anuncio que hizo la farmacéutica Pfizer de que había encontrado una vacuna viable contra «el virus chino». Cuando Trump tuiteó que la farmacéutica ya tenía desde antes la vacuna, y que había demorado la noticia para que la revelación no llegara al electorado norteamericano antes del Election Day, ¿cedía otra vez a las pulsiones conspiranoicas que los medios señalan como un componente clave de su perfil patológico? Quienes votaron por él creen que no. Y encuentran, una vez más, que este millonario especulador, megamagnate inmobiliario y massmediático, los defiende mejor que su rival, veterano político del establishment de Washington, contra la manipulación oportunista de la verdad –y de su salud y su sobrevida– por las grandes empresas.

alfredogrie@gmail.com

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