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En un prado en las cercanías de la ciudad alemana de Tubinga, Hegel (1770-1831) habría plantado, junto con sus amigos de juventud Schelling y Hölderlin, un árbol de la libertad. Tratábase entonces de un saludo a los valores de la Revolución Francesa, que se creía debían permear las sociedades occidentales de una verdadera libertad. Está suficientemente investigada la sensibilidad de Hegel como un hijo de su tiempo, especialmente por esos entusiasmos juveniles por los ideales de la Revolución así como por su admiración, muy de época, por el modelo de la pólis griega. No habría que ver en aquella anécdota de juventud una fábula sino una historia bastante verosímil, pues, como subrayó el filósofo francés Jacques D’Hondt, nunca fue desmentida por Schelling (ni por otros contemporáneos y amigos) después de la muerte de Hegel.
Ese temprano entusiasmo por la Revolución Francesa se vería trastocado con el tiempo. En un fragmento de publicación póstuma conocido como El más antiguo programa sistemático del idealismo alemán (de 1796 o 1797) –erróneamente atribuido primero a Schelling, y más tarde a Hölderlin–, Hegel se proponía «dejar al descubierto el conjunto miserable de actuación humana que se llama Estado, constitución, gobierno, legislación» en nombre de «una libertad universal y una igualdad de los espíritus». Sin embargo, el tono utópico irá menguando en sus escritos, tras asimilar con espanto las implicancias del período del Terror (1793-1794), considerándolo una salida de los ideales revolucionarios conducente a una represión indiscriminada.
En efecto, a pesar de la encendida adhesión a excelsos ideales, el desarrollo de los acontecimientos terminó por exponer, a juicio de Hegel, la intolerancia ante las diferencias, la autoridad y las instituciones particulares, todo lo cual se explicaba por el carácter abstracto de los principios proclamados (es decir, ajenos a las particularidades y al ritmo cambiante de la experiencia). Sucedía así con la idea misma de libertad, a la que se confundió con la ausencia absoluta de límites. Reducida a esta forma específica, que Hegel denomina «libertad negativa», la libertad se volvía puramente destructiva. Esto fue lo que signó para él el fracaso político del proceso revolucionario francés.
De hecho, en una de las obras más complejas de la historia de la filosofía, la Fenomenología del espíritu (1807), Hegel creyó haber anticipado el fracaso autodestructivo del emperador Napoleón (a quien había llamado, en 1806, «Alma del Mundo»). La Revolución Francesa no dejaría de constituir, sin embargo, una de las principales influencias en la formación del pensamiento de Hegel, evento al que se referirá en múltiples ocasiones como un verdadero gozne de la libertad en la modernidad.
Este sinuoso proceso en la formación del pensamiento de Hegel explicaría, en parte al menos, la ambivalencia con la que la posteridad juzgaría su obra: por un lado, se le considera un «filósofo de la Revolución [Francesa]», pero también, de otro lado, se le ha llegado a catalogar como «filósofo reaccionario», y hasta «ideólogo del Estado prusiano».
La conmemoración por el 250 aniversario del filósofo alemán G. W. F. Hegel, coincidente con los doscientos años de la publicación de los Principios de la filosofía del derecho (1820), nos invita a reflexionar acerca de la conexión entre el carácter de la filosofía y la posibilidad de una ruptura revolucionaria según la óptica hegeliana. Por razones de espacio, nos limitaremos aquí a examinar algunas ideas expresadas en el célebre Prólogo a la obra de 1820, entendiéndolo primero como una justificación de la filosofía frente a un desenfrenado deseo utópico, luego en su consecuente rechazo a cierto «futurismo» avant la lettre. Culminaremos con una reflexión sobre la (im)posibilidad de la filosofía de la historia hegeliana para nuestro tiempo.
Contra la utopía
De acuerdo con el Prólogo a los Principios de la filosofía del derecho de Hegel, en la filosofía la actividad no comienza desde cero cada día; es ocupación ciertamente laboriosa, pero esto no quiere decir que sea cansina, efímera e inútil. A diferencia del contenido de otras materias o disciplinas que se pueda considerar como ya dado, el contenido filosófico es inacabado, pues aquello de lo que se ocupa está ocurriendo. Este devenir del contenido filosófico no implica que su saber se deshaga o desarticule tan pronto como se enuncie. El inacabamiento del contenido filosófico se debe a la apertura de su propio objeto: lo efectivo (Wirklichkeit). Es así como se puede superar la mirada estrecha del entendimiento y de su par opuesto, el sentimiento.
Aunque en dicho Prólogo Hegel presenta la justificación del interés por una ciencia del Estado, se trata fundamentalmente de un texto que se ocupa de la naturaleza de la filosofía. En él Hegel entra en polémica con las modas filosóficas de su tiempo, que, sugiere, eran síntomas de decadencia. De acuerdo con el filósofo de Stuttgart, en lugar de formar un pensamiento que salga de sí mismo para, de ese modo, unirse con la verdad, la tendencia de la época era recoger lo dado en el ámbito público y formarse opiniones como si de verdades se tratase. Filosofar sería meramente opinar. En nada se alejaría esto del subjetivismo más bien sentimental que pretendía derivar las figuras jurídicas del mundo no ya del mero hábito y los usos tradicionales sino incluso del fuero interno, de los arcanos del corazón.
El derrotero del sentimentalismo había sido avizorado antes. Si el personaje Werther, en la novela homónima de Goethe (1774), aludía a su antagonista –el ilustrado, racional y burgués Albert– anotando: «¡Ah! Lo que yo sé, cualquiera lo puede saber; pero mi corazón sólo lo tengo yo», con el desenlace de dicha historia se nos advertía, también, sobre el destino trágico de tan inefable sentimiento. Hay algo autodestructivo en el sentimiento carente de concepto. Y, de acuerdo con Hegel, el sentimentalismo ha conducido al descrédito de la filosofía.
Es en este marco que Hegel critica el pensamiento de Jakob Fries, verdadero Mefistófeles de la política. Aunque hoy algunos discursos de este profesor puedan sonar próximos a un «populismo» de izquierdas, Fries fue un confeso nacionalista antisemita que reclamaba el porte de la estrella amarilla a los judíos en Alemania. Desde el punto de vista de Hegel, Fries apelaba a una representación demasiado fácil, pues pretendía discrepar con el Estado situándose del lado de un supuesto vínculo sentimental y comunitario, abogando por la soberanía del pueblo. Encumbraba, además, el sentimiento y el fervor, al tomarlos como principios políticos y de acción. Pero, según Hegel, sus propósitos no tenían respaldo en el mundo efectivo, en la inmanencia de la realidad, por lo que eran obra pura de la «imaginación contingente». La verdadera consecuencia de estas encandiladas intenciones, cree Hegel, es echar por la borda la «arquitectónica» de la racionalidad del Estado.
Dejarse seducir por el discurso de Fries es caer en brazos de una fatuidad faustiana: es permanecer en la ausencia de entendimiento y razón, para gozar el ardor de la inmediatez sensorial. Esta actitud faustiana opondrá la amistad entre los individuos y el entusiasmo de los ideales utópicos a la racionalidad del Estado. Hegel replicará distinguiendo el sentimiento del «trabajo milenario de la razón y de su entendimiento». A la fugacidad de toda «contingencia subjetiva» que disuelve la construcción racional del Estado, Hegel opone la robustez del «concepto pensante», cuya fuerza proviene de una armonización, históricamente lograda, entre el todo social y «la armonía de sus miembros».
Así, podemos desprender que la denuncia que hace Hegel de la utopía es fundamentalmente una crítica a la demagogia desde el punto de vista de la racionalidad propia del Estado. De manera más profunda, sin embargo, se puede entender también como una autocrítica del período juvenil en el que él mismo pensaba que «debemos ir más allá del estado» en nombre de una «libertad absoluta».
Prioridad al presente
Desde la óptica de Hegel, si Fries se sintió capaz de romper con la realidad, esto se debía, en el fondo, a que entendía la realidad como algo inmutable. Pero es un error del sentido común atribuir un carácter fijo a la naturaleza de las cosas. La realidad empírica se nos podrá presentar como eterna y por tanto ahistórica, pero no es sino un velo aparente que se tiende sobre lo efectivo. La efectividad (Wirklichkeit) tiene carácter procesual e histórico, y por ello es la parte racional de la realidad. A eso se refiere Hegel al afirmar que «todo lo efectivo es racional, y todo lo racional es efectivo».
Pero Hegel insiste sobre todo en el carácter vacío del proyecto político de Fries, pues se basa al fin y al cabo en aspiraciones que no revelan su capacidad para ser concretamente realizadas transformando la realidad. Vemos que es un diagnóstico similar al que hizo frente al deseo de «libertad absoluta» expresado en la Revolución Francesa. En ambos diagnósticos ocupó un lugar cardinal el presente, verdadero objeto de la filosofía.
A ese respecto, Hegel recuerda una fábula de Esopo en la que un vanidoso pentatlón se jactaba ante sus compatriotas de haber hecho un gran salto en la ciudad de Rodas, y de tener testigos que podrían confirmarlo. Un descreído lo ridiculiza emplazándolo públicamente: «Aquí está Rodas, aquí debes saltar». Esto es, si realmente fue capaz de dar un gran salto, no hace falta oír testimonios sino simplemente verlo reproducir dicha proeza. Con un toque de humor, Hegel caracteriza primero al demagogo por pretender saltar sobre su tiempo, sin contar con las condiciones para hacerlo. Son solo «buenas» intenciones, de las que, según un conocido proverbio, está empedrado el camino al infierno.
Esto nos permite entender el rechazo de la utopía que conlleva la crítica de la demagogia en Fries: de acuerdo con Hegel, Fries se basa en una realidad inexistente para oponerse a la Idea de Estado, ella sí bastante real e histórica. La utopía «popular» de Fries no se sustentaba en la realidad y por ello carecía de verdadera fuerza y valor. Solo podía conducir, en el mejor de los casos, a una galvanización del pasado.
Para evitar ese peligroso camino, Hegel reemplaza –en forma irónica y a través de un juego de palabras– el salto por el baile o la danza como una manera de permanecer en los principios inmanentes de la realidad. De acuerdo con Arnold Haskell, influyente crítico de la danza en el siglo XX, al entrar en sincronía con la música como su única atmósfera, el cuerpo se logra despersonalizar en la danza. Y de esta forma adquiere personalidad propia. Podemos decir que la danza es la figura incorporada del presentismo.
Es el sentido de una conocida tesis del Prefacio a los PFD según la cual los filósofos deben abstenerse de ser prescriptivos: puesto que su objeto es lo que es, ellos solo deben describir el conocimiento de su propio objeto. No deben convertirse en profetas diciendo lo que debe ser, sino solo captar su propio tiempo en conceptos. No hay lugar para la prescripción, para la deontología; solo lo hay para la descripción y la ontología. Como subraya Gilles Marmasse, la normatividad de la filosofía del derecho hegeliana solo consiste en examinar normas presentes en la experiencia. Por ello, como cualquier individuo, los filósofos deben tener cuidado con querer saltar por encima de la especificidad del presente. Como observa Emmanuel Renault, Hegel prioriza el presente frente al pasado y la eternidad, y dicha prioridad excluye la imagen del pensador de un cierre totalitario del proceso histórico.
Con(tra) Hegel: dividir el tiempo
Destaquemos, sin embargo, el paralelo entre el individuo y el filósofo en el que se apoya Hegel al defender la tesis de la centralidad del presente. ¿Un individuo se satisface con la sola aprehensión de su tiempo en conceptos? Tal vez las exigencias de su presente no permitan hacerlo única y exclusivamente así. El modelo del conocimiento para la filosofía puede ser insuficiente, especialmente cuando se trata de la relación del individuo con la política. Podríamos decir que en ello Hegel es injusto en lo que es justo, pues si bien no se puede negar el tiempo con gestos abstractos, «bienintencionados», también en el tiempo se encuentran, coexistiendo sin necesariamente excluirse (como en el inconsciente para el psicoanálisis), tendencias que lo pueden poner en cuestión, etc. Se trata de pliegues temporales que coexisten pugnando entre sí. Esto se puede ilustrar históricamente con el significado del movimiento campesino alemán encabezado por el anabaptista Münzer, frente al sentido que cobró la Reforma con Lutero. Con su fuerza efectiva, el primero dio prueba de la necesidad de sus reivindicaciones, mas lo que predominó fue la línea luterana, la cual de acuerdo con Hegel abrió nada menos que una época entera en la historia mundial. Se puede igualmente pensar en la rebelión encabezada por Espartaco, finalmente derrotada también, pero inmortalizada ante la historia por su absoluta superioridad moral ante un Imperio que ayudó a desmoronar. Es posible, pues, frente al ideal de un continuum temporal, pensar en una heterodoxia del tiempo independiente de su ulterior codificación.
De manera que el individuo puede abocarse a la captación conceptual de su tiempo, pero también abrazar, en medio de un acontecimiento, la emoción de una época, la inquietud de un tiempo. Adherir a un acontecimiento de ruptura, ¿sucumbe acaso a la objeción hegeliana de recaer en una mera opinión «edificante»? Lo que hay que recordar es que, después de todo, la historia siempre hará su trabajo: los individuos son seres históricos que sin embargo pueden estar concernidos por posiciones netas en las que el conocimiento como modelo sea insuficiente. Comprender lo que es, en un sentido renovado de la dialéctica de la historia, conduciría al esfuerzo en la vía de lo que podría llegar a ser.
El individuo hegeliano no es aquel cuya humanidad se infiere de lo que meramente siente. No quiere decir que por ello se buscará adoptar al frío entendimiento como paradigma de la individualidad, mucho menos modelar esta en base a una formación libresca. Lo que le interesó a Hegel fue concebir al individuo en el marco del Todo-social. La fuente de toda verdadera fuerza no es el «corazón» del Romanticismo: el órgano del individuo hegeliano es la totalidad del organismo social. Ahora, si bien el principio unificador de las partes no es para Hegel un Todo fijo e inconmovible sino que se encuentra en devenir –por lo que su pensamiento no corresponde a la caricatura totalitaria que de él han dibujado discípulos y adversarios (especialmente desde la publicación de Hegel y su tiempo, en 1857, de Rudolf Haym)–, la pretensión de posesión conceptual de esta «totalidad», especialmente desde la filosofía, puede encontrar un desmentido en la sociedad contemporánea.
En efecto, en una época en la que el individuo se ha visto reducido a «fuerza de trabajo», a «recurso humano», a «consumidor», o, más cerca de nuestros días, a un ente que pugna por sobrevivir desde el encierro y mediante el teletrabajo, se verifica la imposibilidad para él –fragmentado, atomizado, herido– de realizar su libertad en la sociedad de la «vida falsa» (Adorno). A una época irracional, contraria al pleno despliegue de las capacidades de los individuos, corresponde el concepto de una sociedad incompatible con la libertad. En un mundo carente de espíritu, no hay proceso unificador que sobrelleve el dolor de la conciencia desgarrada. Las preocupaciones y emociones de una época no necesariamente se encuentran en la Idea que ha creído descifrar el filósofo (hegeliano) al caer la noche, luego de contentarse con el baile del presente. Tal vez la cifra profunda del presente sea también un abismo, una hendidura, que solo se puede entender en su propia sutura. Labor que exige no solo llevar una verdad en sí mismo y disfrutarla, como en la experiencia de la danza, sino también la acción concreta, acaso un poco subjetiva e iconoclasta (Mariátegui).
De manera que si el individuo, en la sociedad administrada hasta en sus últimas células, puede apelar a alguna experiencia de libertad que no quede en promesa marchita, solo podrá reivindicarla en franca oposición a dicha sociedad. Lo que quiere decir también que la efectuación de la libertad y de la filosofía tendrá que conducirle, como querría Hegel, a captar su tiempo en concepto, lo que implicaría, tal vez contra Hegel, obrar contra ese tiempo y por consiguiente también contra su propio concepto. Así, una nueva «filosofía de la historia» tendría que acortar el hiato entre el ser y el deber ser.
La efectuación de la filosofía que se desmarque del modelo del conocimiento mediante su crítica, tal vez tenga por principio: por cada acción práctica hacia el porvenir, hay que redoblar la reflexión e investigación sobre lo real (lo efectivo y lo efectuado). Esto se traduciría en dar a la política su propia temporalidad. Comprendemos por qué, en una vena metafórica, el filósofo Theodor Adorno, miembro prominente del Instituto de investigación social de Fráncfort y uno de los más conspicuos críticos de Hegel, relacionó su proyecto de «dialéctica negativa» con la procesión bailada de Echternach, en la que la danza colectiva se combina con un movimiento zigzagueante: dos pasas atrás por cada paso adelante.
Así, verificar la imposibilidad de hacer efectiva, en su propio tiempo, una verdadera libertad, puede conducir al individuo a sentir la necesidad dialéctica de anidar tanto el combate como la utopía en su pensamiento y acción. Aun el filósofo no tendría que contentarse con una fórmula a posteriori sobre la historia, siendo el tiempo de su sociedad un colapso a priori. La danza del presente puede ser, también, el salto del porvenir. Con dicho diagnóstico –proveniente del que ofreció Hegel pero sin reducirse a él– cobran así mayor sentido las palabras que alguna vez escribiera una célebre bailarina: «con mi túnica roja he bailado constantemente la revolución y he llamado a las armas a los oprimidos» (citado por Mariátegui en «Las memorias de Isadora Duncan»). Al fin y al cabo la sincronía de la danza con su atmósfera, cuando es bien llevada, le recuerda al cuerpo despersonalizado que puede saltar.
Bibliografía
Arnold Haskell, Ballet, 1947.
G. W. F. Hegel, Líneas fundamentales de la filosofía del derecho, trad. María del Carmen Paredes Martín, en: Hegel, II, pp. 5-232, Madrid, Gredos, 2010.
Jacques D’Hondt, Hegel, París, Calmann-Lévy, 1998.
José Carlos Mariátegui, «Las memorias de Isadora Duncan» (1929), en: El Artista y la época, Lima, Empresa Editora Amauta, 1959.
Gilles Marmasse, Force et fragilité des normes. Les Principes de la philosophie du droit de Hegel, París, PUF, 2011.
Emmanuel Renault, Connaître ce qui est. Enquête sur le présentisme hégélien, París, Vrin, 2015.