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Los guaireños rinden culto a la evocación y adornan bellamente sus relatos para demostrar la frescura de los frutos del huerto de su memoria. Las huellas de los personajes que alguna vez pisaron las piedras o las arenas de Villarrica quedan en el recuerdo de sus habitantes y, a pesar de los años o siglos, viven gozando de buena salud.
Uno de esos personajes fue el general Juan Domingo Perón, que, nacido el 8 de octubre de 1895 en Buenos Aires, fallecido en la misma ciudad el 1 de julio de 1974 y elegido tres veces presidente de su país, fue un líder político querido y odiado a partes iguales.
En 1955 fue derrocado por militares liderados por el almirante Isaac Rojas. La oligarquía lo acusaba de jugar al Robin Hood criollo con recursos escamoteados a los pudientes, y las acciones sociales de Evita también se habían vuelto intolerables para la clase alta argentina. Si unos la endiosaban llamándola «Santa Evita», para otros no pasaba de ser una demagoga populista.
Ese año de 1955, Perón, sabiendo que una nave del Estado paraguayo estaba anclada en aguas del Río de la Plata cerca de Buenos Aires, se refugió en la sede diplomática de esta nación para luego trasladarse a la Cañonera Paraguay. De ese momento histórico queda una foto donde llega a la Cañonera en una canoa al mando del entonces soldado José Olitte, que sería tiempo después uno de los comediantes más destacados del arte escénico en nuestro país.
Cuando Perón solicitó asilo a Paraguay, el gobierno de entonces se lo concedió con rapidez. Esta buena relación se sustentaba en un gran favor que los colorados le debían al presidente argentino: el envío, durante la guerra civil de 1947, de dos barcos como apoyo a la defensa de Asunción, el Granville y el Drummond, y el suministro de fusiles, municiones y otros elementos bélicos que habían salvado al gobierno colorado de una inminente derrota.
Lo cierto es que al derrocado presidente argentino, una vez llegado a su exilio en Paraguay, por razones de seguridad le asignaron una residencia en la capital del departamento del Guairá, una modesta pero elegante y confortable vivienda de campo, propiedad del señor Rigoberto Caballero, uno de los tantos hijos del general Bernardino Caballero. La misma casa, sita en la periferia de Villarrica, albergaría al papa Juan Pablo II durante su visita a la capital guaireña, en 1988.
La llegada de tan importante personaje alborotaba la tranquila comunidad guaireña. Aún estaba fresco en la memoria de la gente el paso del «tren Evita» con miles de juguetes para los niños de Paraguay, acción filantrópica recordada con cariño durante muchos años por las madres, en su mayoría pobres y solteras, de aquel entonces.
El ilustre visitante, bajo la lluvia de gratitud de la gente por el recuerdo del dadivoso tren, se sentía como en casa y, sin dar tiempo al tiempo, con humildad real o fingida, empezó a hacer una activa vida social. Así, era visto por los villarriqueños por la ciudad en su popular motocicleta y deteniéndose en cualquier recodo del camino a conversar con los que llamaba sus «queridos descamisados».
El experimentado político, lejos de padecer el exilio, desplegaba un carácter chispeante. Su temperamento amigable hizo las delicias de los lugareños, quienes, como un legado para las futuras generaciones, guardaron cientos de anécdotas del famoso exiliado.
Una de esas anécdotas relata la cena de honor que ofrecieron al desterrado los socios del presuntuoso club El Porvenir Guaireño, a la cual solo podían acceder socios invitados. Un imprevisto relajo en la puerta permitió que don Vicente Haitter, modesto comerciante de la ciudad, sin ser socio, se colara y, hombre locuaz y dicharachero, se adueñara de inmediato del ambiente, tuteando como a un viejo amigo al invitado de honor. En un momento dado, rompiendo el protocolo, el «turco» Haitter alzó su copa y sorprendió a todos expresando a Perón «en nombre de todos los paraguayos» su felicidad porque entre millones de ciudades del mundo hubiera elegido la humilde Villarrica y, con la mano en el pecho, le agradeció el memorable gesto de haber devuelto los objetos robados en la Guerra de la Triple Alianza a Paraguay. «Aquel domingo 16 de agosto de 1954 usted hizo justicia, no a Paraguay, sino a millones de argentinos avergonzados por el recuerdo de los trofeos arrebatados al hermano en una guerra desigual…».
La temeridad del intruso dejó perplejos a los organizadores, pero se calmaron cuando Perón respondió con un efusivo abrazo. Haitter, no conforme aún, mirando fijamente al invitado de honor, agregó: «Sin embargo, lo más apreciado por este admirador suyo fue su generosa gestión para traer a Paraguay por primera vez al Club Boca Junior a disputar un amistoso de fútbol…». Perón y los demás presentes, minutos antes muy ceremoniosos, estallaron en risas, que los directivos del Centro aprovecharon para tomar al infiltrado por la solapa del saco y sacarlo a la calle.
Cuentan los memoriosos que tempranito, a la hora del mate, el expresidente argentino se dirigía en su moto a la casa del capitán (SR) Rolando Brizuela, excombatiente de la Guerra del Chaco y hermano del héroe de guerra y también capitán Víctor Manuel Brizuela. La casa y negocio de don Rolando distaba pocas cuadras de la casa donde se alojaba el ilustre asilado. Pronto todos asociaron el ruido mañanero de la motocicleta con el general Perón, quien, despreocupadamente, la estacionaba en la esquina del mercado o en la vereda de las casas que visitaba.
Las versiones de los lugareños sobre «de qué conversaban con Perón» eran muy dispares. Un carretero dijo que se bajó de la motocicleta a preguntarle cómo se llamaban sus bueyes y que le felicitó por ponerles nombres tan apropiados. Otro, que le dijo que le gustaba su caballo y que él tenía uno igual. Por su parte, el capitán Brizuela, el compañero del mate mañanero, afirmaba que el tema favorito del general Perón eran los relatos de la Guerra del Chaco, en especial las referidas a los aspectos tácticos, de los cuales el capitán siempre fue narrador versado y pintoresco.
Luego de unos treinta días, Perón abandonó la ciudad y el país para ir a Panamá, donde conocería a su segunda esposa, y luego a Madrid, donde se radicó hasta su regreso a la política argentina en los años 70. Vino por última vez a Paraguay en junio de 1974 y dijo en su discurso: «Quiero saludar al gobierno y al pueblo paraguayo, por el cual siento profundo cariño y enorme agradecimiento por todas las demostraciones que me han brindado cuando estaba exiliado en este noble país, que no olvidaré jamás». En Villarrica, todos pensaron en el «turco» Haitter.