Sus héroes y los nuestros

Este viernes, 24 de julio, se cumple otro aniversario del nacimiento de Francisco Solano López (1827-1870), probablemente uno de los personajes históricos más controvertidos en Paraguay y el Cono Sur americano.

Retrato de Francisco Solano López en The War in Paraguay (1869), de George Thompson.
Retrato de Francisco Solano López en The War in Paraguay (1869), de George Thompson.Archivo, ABC Color

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Murió hace siglo y medio, pero las querellas sobre su legado continúan haciendo correr ríos de tinta y cimentando discursos políticos. Solo mencionar su nombre basta para desatar pasiones y entablar discusiones que en general giran sobre sí mismas. No es para menos: Solano López hace parte tanto de la historia como de la mitología regional.

La historiografía liberal –tanto la «clásica» como la «nueva»– lo aborrece. En general, lo presenta como el único o principal responsable no solo por la deflagración de la Guerra contra la Triple Alianza sino por no haberse rendido y, con ello, haber propiciado la destrucción de su propio país.

La historiografía nacionalista, cuyos tentáculos llegan hasta la extrema derecha, ofrece un relato igualmente superficial, pero en sentido opuesto. Simplemente lo ha canonizado como «héroe nacional sin ejemplar». En la medida en que esta narrativa surgió como respuesta al trauma nacional que implicó la derrota histórica de Paraguay, no es difícil entender por qué el nacionalismo conserva un peso descomunal en la conciencia colectiva.

Lamentablemente, en el afán de polemizar con los apologistas de la Triple Alianza, un sector que se autodenomina de izquierda renegó del marxismo y, con poco sustento, asumió como propios los principales postulados del nacionalismo burgués. El costo político de este extravío teórico fue alto: mucho de ese «progresismo» terminó resignándose al inocuo papel de furgón de cola de las interpretaciones patrióticas más toscas, situando al doctor Francia y a la familia López en su pequeño y particular Panteón de los Héroes.

No me propongo aquí separar completamente el hombre del mito. De las muchas aristas que plantea este problema, me interesa detenerme en lo anterior, es decir, en cuán pernicioso resulta, desde una perspectiva asociada a las izquierdas, el culto a la personalidad de Solano López.

Por supuesto, no se trata de negar las capacidades o el papel protagónico que desempeñó en un momento dramático de la historia sudamericana. Se trata de hacer un análisis de clase para comprender algo mucho más básico: ese hombre no tenía nada en común con los intereses populares ni estaba empeñado en profundizar un proceso de democratización de la sociedad, evidentemente en sentido burgués, el único posible en el siglo XIX.

El mariscal López terrenal no tuvo nada de la figura paternalista y hasta «antiimperialista» que ciertos autores ligados al estalinismo-maoísmo o al dependentismo esculpieron entre las décadas de 1950 y 1970.

Hacia 1860, puede decirse que el «heredero» de don Carlos encarnaba el estadio al que había llegado la burguesía paraguaya: nacionalista, ambicioso, inescrupuloso a la hora de extraer excedente social de la fuerza de trabajo ajena en beneficio propio. Los López habían mantenido lo esencial de la política económica estatista del dictador Francia. Pero, a diferencia de su predecesor, les tocó gobernar durante un período de «bonanza» en el comercio de productos primarios, que duró poco más de una década y permitió un crecimiento económico notable, si se lo compara con los niveles alcanzados hasta 1840.

Francisco Solano fue educado como correspondía al primogénito de la familia más poderosa. Sin haber participado de ninguna batalla, su padre lo promovió a general con solo 18 años. Esos privilegios inmerecidos eran posibles debido a que los López se consideraban «dueños» de la nación. En 1864, sin paliativos, eran «el Estado».

Los López hacían y deshacían todo aquello que les viniera en gana. Eran los principales terratenientes; participaban con ventajas en el comercio interno y externo; controlaban las operaciones financieras; ocupaban, además, los principales cargos políticos, eclesiásticos y militares.

Sus negocios, realizados a partir de su posición dirigente en el Estado, no solo muestran el carácter de clase de sus gobiernos sino la evolución «normal» de una burguesía nacional que, a medida que se consolidaba, se hacía más reaccionaria, antidemocrática, abusiva del control de los bienes públicos.

Reconocer este hecho no supone negar o desmerecer el avance material que alcanzó el Paraguay hasta 1864, merced a un modelo de acumulación capitalista que, como es sabido, no se basó en el librecambio sino en el proteccionismo y la regulación económica; en monopolios y empresas estatales, antes que en grandes inversiones extranjeras; y, sobre todo, en la nacionalización de la tierra y el arrendamiento de una parte de ella a productores directos.

Pero alguien debía controlar la máquina estatal. Si las clases sociales existen –y hacemos el esfuerzo de incorporarlas en nuestros análisis–, no se puede sostener que la familia de Solano López haya estado por encima de la nación para promover un supuesto bien común. No. La burguesía imponía sus intereses al resto de la nación y, en el interior de esa clase, los López eran la facción hegemónica. Así, el progreso material de la nación se expresó, en primera instancia, en el enriquecimiento de esa facción de la clase dominante.

Ahora, una pregunta incómoda pero fundamental: ¿el régimen de los López fue una dictadura? El estudio de los hechos conduce a una respuesta afirmativa. Negar que haya sido un régimen despótico, policiaco, en el que las masas populares no gozaron de ninguna libertad democrática, es tan difícil como esconder un elefante en una sala. Una lectura histórica marxista no puede dejar de reconocer un hecho tan evidente, así como no puede titubear a la hora de denunciar toda la justificación ideológica del autoritarismo/militarismo que continúa emanando de la glorificación de esa dictadura.

Para los congresos generales de 1813 y 1814 fueron convocados «mil diputados» electos en las villas por el sufragio masculino, sin criterios censitarios. En 1816, el llamado se restringió a 250 representantes, que ungieron al doctor Francia como Dictador Perpetuo. Hasta su muerte, Francia no convocaría otro congreso nacional. En el de 1844 se aprobó la denominada «Ley que establece la Administración Política de la República del Paraguay», que limitó los próximos congresos a 200 diputados e incorporó la condición de que estos debían ser «propietarios». En 1856, una reforma redujo la representación en los congresos a 100 diputados, cerrando todavía más el círculo palaciego, puesto que tanto elegidos como electores debían ser propietarios.

Esta apretada síntesis basta para notar que desde 1816 existió un continuo retroceso en cuanto a la representación política institucional. Si sabemos que en tiempos del doctor Francia el sueldo promedio de un soldado raso era de seis pesos (menos todos los descuentos) y que en 1844 se exigió «un capital propio de ocho mil pesos» para ejercer «el goce de todos los derechos civiles», es indiscutible que las clases trabajadoras no opinaban ni decidían nada.

Las justificaciones de este endurecimiento dictatorial fueron varias. En su informe de 1854, Carlos A. López insistió en la necesidad de mantener la condición de propiedad como «requisito esencial», considerando los «gravísimos males» que entrañaba el sufragio universal. Estaba convencido de que el pueblo no estaba preparado para el «uso regular y moderado de derechos que aún no conoce […]». De ahí su exhortación a mantener «un poder fuerte: sin un poder fuerte, no hay justicia, no hay orden, no hay libertad civil ni política […]» (1).

Si es correcto afirmar que en el Imperio del Brasil (una monarquía esclavista) o en Buenos Aires (que estaba en guerra casi permanente contra el Interior) no existían «democracias», no es menos cierto que en el Paraguay todo el poder político se concentraba en ese núcleo duro de 100 diputados propietarios, encabezados por los López y ligados a los negocios del Estado. El poder, aunque se convocaran congresos, siguió siendo unipersonal y absoluto. Me atrevo a decir que esa fue la oligarquía más poderosa de nuestra historia.

En la mencionada reforma de 1856, don Carlos también se aseguró de allanar jurídicamente el camino para que, cuando muriese, su hijo Francisco Solano lo sucediera en el poder. El congreso reunido el 16 de octubre de 1862 no hizo más que ratificar la pretensión del patriarca de la familia López.

Un año antes, El Semanario había impulsado una aberrante campaña favorable a una monarquía constitucional. En esa edición, el único periódico del país se preguntaba: «¿Podrá decirse que hay incompatibilidad entre la libertad y las monarquías? ¿Que solo hay compatibilidad entre ella y las repúblicas? […]» (2). La conclusión: «[…] la monarquía constitucional y la democracia es una misma cosa» (3).

Es cierto que nunca se pasó formalmente de un régimen republicano a uno monárquico. Pero esa campaña oficial sirve como muestra del grado de concentración de poder que existía en la sociedad paraguaya de preguerra. En 1863, la propaganda monárquica alcanzó niveles inaceptables. El «Supremo Gobierno» hizo imprimir y difundir una adaptación del conocido Catecismo de San Alberto (4), una inequívoca apología de la monarquía absoluta, con su consabida fundamentación divina.

Este régimen dictatorial solo empeoraba las condiciones de explotación para el pueblo trabajador, imposibilitado de expresarse políticamente. La razón de esto era económica. El buen curso de los negocios de los López exigía que el pueblo se mantuviera obediente a sus dictámenes «supremos».

Sin embargo, el régimen basado en el poder unipersonal mostraría todas sus limitaciones cuando el cerco de las hostilidades internacionales comenzó a cerrarse. El Estado burgués, debido a su atraso y al temor de los López en promocionar cuadros que pudieran hacerles sombra, mostró una carencia dramática de personal competente en el cuerpo diplomático y en la oficialidad militar. Esto debilitó todavía más la posición paraguaya cuando comenzó la Guerra.

El abismo material que separaba a Solano López del pueblo se agigantó durante el conflicto. En los últimos tres años de la contienda, mientras decenas de miles de soldados y civiles morían en las trincheras o en sus villas, en medio de la miseria y padeciendo hambre y todo tipo de penurias, encontramos documentos en el Archivo Nacional de Asunción que atestiguan la conformación de comisiones que organizaban las celebraciones de los cumpleaños del mariscal, que en 1867 recibió como obsequio «una espada de oro» y una «guirnalda de oro y gorro triunfal». Al año siguiente se le concedió un «espadín de oro» y se hicieron otras asambleas para «emitir monedas de oro con la efigie del Mariscal Francisco Solano López». Es repugnante cómo el culto a la figura del mariscal-presidente era proporcional a las privaciones de la tropa y la población civil.

Solano López, el tirano adinerado que se creía todopoderoso, podrá ser el héroe de un sector de la burguesía. La clase a la que perteneció tiene el derecho de idolatrarlo en la medida que le plazca. Pero no puede ser héroe de nadie que se reivindique no digamos ya marxista o «de izquierda» sino defensor de las libertades democráticas en general.

Sabemos que los héroes de la clase trabajadora han sido siempre anónimos. Del mismo modo en que sería absurdo esperar que la burguesía paraguaya –que impuso todo el andamiaje ideológico que representa a la nación– erigiera un panteón a los indígenas y a los afrodescendientes esclavizados, o a los mensú, es inaceptable que cualquiera que pretenda hablar en nombre de los intereses de las clases explotadas se santigüe ante el altar de Solano López.

Una cosa es reconocer su papel individual durante el periodo en que el Estado (burgués) independiente alcanzó su auge y destrucción. Otra es rendirle pleitesía. El culto a la personalidad de Solano López conduce a cometer el error de confundir la extraordinaria lucha que protagonizó el pueblo paraguayo durante la Guerra Grande con las acciones de su dirección político-militar. La narrativa nacionalista omite que si bien la Triple Alianza representó un enemigo común para López y los sectores explotados de la sociedad paraguaya, ambos enfrentaron ese peligro sobre la base de intereses de clase diferentes.

El pueblo llano luchó por su soberanía, no en el sentido romántico que proponen los nacionalistas sino entendida como una acción de la que dependía su derecho a existir. Por su parte, cuando López y su séquito de «ciudadanos propietarios» luchaban «por la patria» lo hacían para defender sus negocios, inseparables del control del aparato estatal. La izquierda –aún más el marxismo– no debería perder esto de vista.

Notas

(1) LÓPEZ, Carlos A. Mensajes de Carlos Antonio López. Asunción: Imprenta Nacional, 1931, pp. 94-100.

(2) CARDOZO, Efraím [1961]. El Imperio del Brasil y el Río de la Plata: Antecedentes y estallido de la Guerra del Paraguay. Asunción: Intercontinental, 2012, p. 125.

(3) Ibídem.

(4) El Catecismo Real de José Antonio de San Alberto es un texto político editado en 1786. Fue una respuesta de la metrópoli al levantamiento de Túpac Amaru. Su principal objetivo era legitimar y predicar obediencia religiosa a la monarquía hispánica.

ronald.leon.nunez@gmail.com

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