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«Había una vez, entre los diablos rojos, un paraguayo que, con dos alas enormes y un trampolín invisible, correteaba por la cancha mientras jugaba fútbol...» Era el comentario de los abuelos en las plazas y cafés de Buenos Aires. Debemos aclarar que esas expresiones fantasiosas eran muy anteriores a la popularidad de Supermán o de los personajes de García Márquez, pues con seguridad algunos incrédulos lectores pensarán, como yo lo hacía, que todo era facundia verbal porteña o típica exageración retórica como la que luego alimentó el «realismo mágico». Pero no, desafiantes, con fervor religioso, bajo fe de juramento los viejos aseveraban lo citado, añadiendo, entre lagrimones: «Ese hombre se llamaba Arsenio Erico».
¿Qué escondía la leyenda más fantástica del fútbol rioplatense? Por inverosímil, descubrir y probar su falsedad parecía tarea fácil. Pero luego de hurgar en documentos, crónicas de la época y estadísticas debo confesar al desconfiado lector que he llegado a la conclusión de que las afirmaciones de aquellos señores no eran metáforas, exageraciones ni fantasías extraterrenales. Así lo vieron ellos, así lo afirmaron los periodistas, así lo expusieron los miles de fanáticos alucinados del buen fútbol y así, hasta hoy, muchos estudiosos o amantes del fútbol lo siguen repitiendo, porque, simplemente, no existe otra manera, otras palabras u otra imagen para graficar lo realizado por este singular atleta que agotó los adjetivos.
Aún con los documentos en la mano –fotos y textos en revistas y periódicos de la época–, quedaban muchas interrogantes. ¿Cómo hacía Arsenio Erico para vencer la ley de la gravedad y elevarse hasta donde no llegan ni las manos de los arqueros? ¿Cómo se explican aquellas contorsiones en el aire y aquellos movimientos zigzagueantes para eludir los guadañazos, las alevosas y malintencionadas patadas de los adversarios que querían frenarlo a como diera lugar antes de que sacudiera las redes con el balón? Y, sobre todo, ¿cómo pudo alguien con tantas hazañas deportivas en su haber tener tan noble humildad? Estas preguntas no se las hicieron unos pocos, sino miles de personas que supieron de la solidaridad de Erico y millones de espectadores que lo vieron en acción y aplaudieron sus jugadas y sus goles, aun sin ser hinchas del equipo en el que jugaba.
Sin duda, Arsenio Erico fue un caso excepcional e inolvidable, admirable como jugador y como ciudadano. Su esencia vital estaba más allá de los límites de la regla del balompié: en la cancha era un artista que subyugaba, emocionaba, angustiaba, deslumbraba, alegraba y sugestionaba, y de ahí que hasta sus adversarios fueran sus adictos. Incluso la literatura, no la especializada en el deporte, dedicó a Erico emocionados párrafos, como cuando Eduardo Galeano escribió: «Saltaba, el muy brujo, sin tomar impulso, y su cabeza llegaba siempre más alto que las manos del arquero». Paul Morand, cuando lo vio jugar, lo comparó con el célebre bailarín ucraniano Vaslav Nijinski. También a Sindulfo Martínez, Héctor Negro y Américo Barrios les inspiró delicadas prosas, y el gran cantautor argentino Cátulo Castillo le dedicó un tango.
Y encontramos que la prensa deportiva, después de cada jornada, a falta de adjetivos para describirlo, le adjudicaba un nuevo apodo o sobrenombre. Así, Arsenio Erico fue llamado «El Hombre Maravilla», «El Rey del Gol», «El Saltarín Rojo», «El Hombre de Goma», «El Hombre de Mimbre», «El Virtuoso», «El Aviador», «El Diablo Saltarín», «El Hombre de Plástico», «El Duende Rojo», «Míster Gol», «El Semidiós», «El Paraguayo de Oro», «El Hombre Bala», «El Mago»… Entre los récords que dejó Erico como goleador figuran sus seis tantos marcados en una sola tarde en 1935 contra Quilmes; los 47 goles en 34 partidos en 1937 –cantidad hasta hoy no superada por ningún jugador profesional de Argentina–; los 293 goles convertidos para un solo equipo, el Independiente de Avellaneda, con el que se consagró como goleador absoluto, consecutivamente en 1937, 1938 y 1939, con 47, 43 y 40 goles.
Erico fue un verdadero ídolo de multitudes, pero nunca se tragó el cuento de la fama. En su momento de máximo esplendor, siendo la principal atracción, el jugador mejor pagado de Argentina y, para muchos, uno de los mejores del mundo entero, él se restaba méritos para atribuírselos a sus compañeros de equipo. Haciendo un juego de palabras, ya que se conoce su modesto origen, podemos afirmar, sin temor a equivocamos, que Erico creció entre los pobres, pero la pobreza nunca creció en Erico. En términos más futboleros podemos decir que los éxitos y la fortuna material no le gambetearon la exuberancia de su sana humildad ni le tiraron al córner su hombría de bien.
¿Cuántas veces esta sociedad, en profunda crisis ya antes del covid-19, ha reclamado a sus héroes deportivos más sencillez y humildad? Siempre, pero sencillez y humildad parecen actitudes olvidadas, y los reclamos solo reciben por respuesta mayor ostentación material y más irracional soberbia... Pensamos que tal vez la razón sea tener a grandes como Arsenio Erico olvidados en el álbum del pasado. Por eso hoy nuestro homenaje está cargado de anhelos de que su nombre deje de ser una simple evocación deportiva para ser un ejemplo estético y moral, y sus hazañas, una inspiración para la lucha por los nobles ideales, por los sublimes sentimientos de la solidaridad; que alcanzar ese sitio que Erico se ganó sea para cada una saludable obsesión.