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«Espero que este maldito 2020 en algún momento se canse y nos deje respirar en paz. Se está llevando a un montón de músicos increíbles», me decía, días atrás, un amigo, también músico él. Si bien debido a su condición (condición, digo bien, porque la música no es solo profesión) esas palabras quizás –dada la urgente situación mundial por todos conocida– puedan parecer parciales, y hasta, en cierto modo, egoístas, no dejó de llamarme la atención la ironía de la primera frase y la triste verdad que encierra la segunda. Con más tristeza aún, después del pasado lunes hoy tenemos que sumar a esa verdad, tan general en principio, un carácter concreto y premonitorio. Porque el lunes perdió su último duelo, ese que es el más difícil de todos, el maestro Ennio Morricone, quien, desde el silbido más famoso de la historia del cine –rechazado inicialmente por la crítica especializada pero amado sin reparos desde el comienzo por el público, más visionario en ocasiones que los eruditos–, hasta la inmensa nobleza del oboe de Gabriel en La Misión, o la oscura melancolía de Átame, o la atmósfera de profunda ensoñación de Cinema Paradiso, nos permitió ver todo aquello que la imagen en movimiento no termina de mostrarnos y nos hizo sentir la inmensidad de los espacios desiertos de la epopeya del wéstern y el poder y la majestad de las cataratas del Yguazú.
Con melodías y sonoridades arriesgadas –como ha señalado Alejandro Amenábar en estos días–, Morricone contribuyó a la total renovación de géneros cinematográficos como el terror o el wéstern. El que fue probablemente el compositor de temas instrumentales más popular de la segunda mitad del siglo XX había nacido en Roma en 1928. Egresado de la Accademia Nazionale di Santa Cecilia, tuvo que posponer sus planes de escribir conciertos, sinfonías o música de cámara para entrar en el mercado, ya ambientando musicalmente los programas de la RAI, ya tocando la trompeta en grupos de jazz, entre otras actividades. Sus problemas económicos los resolvería finalmente la floreciente industria cinematográfica de la Italia de los años sesenta. Compuso bandas sonoras para Pasolini, para Bertolucci, para Cavani –compuso para Montaldo la Balada de Sacco y Vanzetti, que, con la voz de Joan Baez, saltó de la pantalla al mundo para recorrerlo hasta hoy como un himno libertario–. Compuso para Tornatore, para Tarantino, para Oliver Stone, para Terrence Malick, para Brian de Palma… Con La trilogía del dólar (1964-1966) –Por un puñado de dólares, La muerte tenía un precio y El bueno, el feo y el malo–, Sergio Leone y Ennio Morricone crearon un universo al mismo tiempo estilizado y sucio, poblado por fascinantes antihéroes sin redención posible: había nacido el western spaghetti. Con Novecento (1976), Morricone creó un himno a la altura de la combativa historia de los trabajadores italianos. Con Érase una vez en América (1984), con La misión (1986), con Los intocables de Eliot Ness (1987) y los otros títulos de una lista que ya es legendaria, el genio de Morricone marcó a fuego la sensibilidad de varias generaciones.
Y, sin embargo, pocos artistas con el grado de celebridad de Ennio Morricone han sido tan modestos, tan discretos, en su vida personal; de Morricone todos conocemos la música que compuso, pero nadie, o muy pocos, se hacen una idea del creador detrás de la creación. En un alarde final de cortesía y respeto, se tomó incluso la molestia de ahorrarnos la tarea de redactar su obituario, puesto que lo escribió él mismo, en forma de carta de despedida que, encabezada con un breve anuncio tan sobrecogedor como simple –«Yo, Ennio Morricone, he muerto»–, dice, entre otras cosas, «solo hay una razón que me impulsa a saludar así a todos y a celebrar un funeral en privado: no quiero molestar». Maestro, usted nunca nos ha molestado; todo lo contrario. Solo ha sabido, sin trucos, llenarnos los oídos de magia.