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Los Premios Edda 2020 trajeron mucha alegría. En el contexto de la pandemia covid-19, con fases de cuarentena que no permiten desplegar labor teatral más que por medio de audiovisuales o digitales/internet, y la angustia de no saber cuándo el teatro podrá volver a ser cuerpo presente en el escenario, frente al público, en una función única e irrepetible, distinta cada vez según la química que se da en el aquí y ahora entre los actores y el público, ya es el primer logro de los organizadores de los Edda. Un timming excelente, por cierto. Y tampoco es menos loable haber logrado la segunda versión del premio, dando así continuidad al proyecto, una de las dificultades más grandes en este medio, más aun en el contexto mundial actual.
Quisiera que, habiendo sido reconocida en la dirección de arte en las dos ediciones de los Edda, no se malinterpreten las observaciones que expondré a continuación como ingratitud. Muy por el contrario, agradezco doblemente el premio: en cuanto tal, y en cuanto oportunidad de reflexionar sobre el quehacer teatral actual en general, incluyéndome, por supuesto, a mí misma en todos los cuestionamientos que pueda hacer a un ámbito del cual –desde el pequeño aporte que pueda dar– formo parte, así como también a colegas cuyo mérito me consta y cuyas nominaciones aplaudo.
Desde el anuncio de las nominaciones, la sensación principal fue, a mi criterio, la del equilibrio. Como si se hubiera buscado repartir de manera equitativa, entre muchos elencos y obras, las nominaciones. En cada nominación, sentía que se buscaba «representatividad» –de géneros teatrales, de edades, de «consagrados» y de «jóvenes», etc.– a diferencia de cierta crudeza que apareció en la versión 2019, con menos obras en casi todas las nominaciones. Lo que, por cierto, le valió numerosas críticas –algunas furibundas y meramente destructivas– y enojos de muchos que en el fondo somos todos colegas y nos reencontramos en proyectos constantemente.
A los pocos días, se comenta que este año se llegó a una preselección basada en evaluaciones de los jurados, y que luego se convocó a «gente de teatro» para la evaluación final. Mis sospechas estaban confirmadas. Es una decisión válida, y, por cierto, creo que detonada por las airadas críticas al jurado de la versión 2019 porque «no era de teatro». Y se llega así a un punto muerto, que creo yo el punto clave que el Premio Edda, de por sí, desnuda: la falta de crítica teatral.
Sin entrar a debatir sobre si se está de acuerdo con aceptar el resultado que salga del jurado oficial (por cierto, quienes presentan sus obras al premio ya están aceptando la decisión de jurado hecha por los organizadores), o si se considera necesaria una selección final posterior confiando en el criterio de este segundo grupo evaluador (me pregunto si todos sus miembros vieron todas las obras…), el Premio Edda denota algo más profundo: nadie en este momento escribe sobre teatro en Paraguay. Hay intentos, muy valiosos por cierto, de catalogación, de historización, y algunos pocos más. Pero en ellos no hay reflexión sobre el teatro: sobre qué se está haciendo en teatro en Paraguay hoy y cómo se está expresando ese teatro. Sabemos que cuando hacemos una obra recibimos siempre felicitaciones, pero nunca devoluciones críticas en el sentido de diálogo sobre la propuesta, de profundización sobre la obra, de puesta en cuestión. El sano debate, que en tantas áreas falta.
Esto hace evidente que los Edda tienen en la selección del jurado el primer y gran talón de Aquiles. Por lo que los organizadores están aun buscando una forma de resolver este punto, que a mi criterio desnuda la gran falencia de la producción teatral nacional.
Mi posición es que este intento de equilibrio para hacer que todos «estemos contentos» es volver a caer en el loop de las felicitaciones y sonrisas post función. Gente que había sido muy crítica con el premio, este año se sintió incluida y parte, y rectificó sus críticas en felicitaciones y agradecimientos. Es respetable considerar que en este momento que vivimos es más importante aportar ilusión y esperanzas, pero una vez más se apuesta por lo personal y afectivo antes que por la excelencia. Válido, pero en desmedro del rigor y la calidad.
Este «equilibrar» también generó desniveles muy grandes de calidad entre las obras dentro de algunas nominaciones: competían obras muy disparejas por el mero hecho de ser «representativas» de las distintas vertientes del teatro local. Ergo, quedaban fuera algunas obras muy potentes, tal vez porque el «cupo» ya estaba completo. Algunos premios me resultaron incuestionables; otros, fruto de mediaciones.
Esta falta de reflexión sobre el teatro arrastra, a mi criterio, otras dos características que me atrevo a señalar como puntos débiles del teatro local. En primer lugar –¡salvo excepciones!–, la escasa y mediocre dramaturgia local: no tenemos las herramientas para contar nuestras historias. Tenemos las ideas, los hechos, pero la simple exposición literal de un tema no es obra de teatro. El teatro tiene su lenguaje, tiene sus maneras de convertir la narración en acción teatral. Y ese punto de partida se potencia negativamente cuando se lleva la literalidad del texto a la literalidad de la puesta, del vestuario, etc., acentuando esta falta de modos de representación propios del teatro. Tal vez se debe a que en las escuelas de teatro locales básicamente se aprende a ser actor. La idea de que los años de formación como actores ya permitirán escribir y dirigir, y que las obras de teatro leídas en esos años, y los ejercicios de dirigir a los compañeros, son suficientes para escribir y dirigir, flota implícitamente. Flojos textos dirigidos sin una intencionalidad del director de apropiarse de los mismos y tomar decisiones para establecer un punto de vista sobre el tema (el rol de la dirección) llevan a quedarse en la mera narración expositiva del tema, sin la audacia del decir teatralmente, sin mucha más trascendencia que «contar el cuento». Por eso a veces se asemejan a representaciones de secundaria, donde la comunicación del tema es el objetivo.
De aquí, veo varias características generales que percibo se desprenden de las nominaciones y los premios:
(1) El drama sigue siendo visto como el género «mayor». Y pareciera concebido como más profundo según cuánto sufrimiento exhibe el actor o la actriz en escena. El drama puesto en lo dicho, el texto, las palabras... Esto hace que cueste valorar tantas sutilezas que hacen a una obra y a un personaje. Descentrar lo dramático para dar valor a las tensiones subterráneas, a lo no dicho (menos aun explicitado), a todo eso que en nuestro medio queda cancelado en una exhibición de «destrezas» dramáticas, muchas veces pertinentes, otras no. El drama puede estar expresado de tantas maneras, a veces con un gesto, con solo un silencio, con elementos pequeños que complejizan lo tematizado, hasta con una sonrisa fuera de lugar. Por cierto, la solemnidad de la forma en que se materializa el evento Premios Edda en sí ya nos habla bastante de este imaginario.
(2) Paralelamente a esta idea del drama como género mayor, pareciera que seguimos pensando en base a compartimientos estancos que no pueden dar lugar a formas más contemporáneas de pensar el teatro –y las artes en general–, donde los límites entre los géneros son más difusos y ambiguos; donde se apela a códigos que son puestos en contradicción para generar tensión; donde, justamente, el drama puede estar expresado desde la ironía, el humor, el absurdo, hasta por una desnudez o precariedad de puesta que hablarían de las carencias que enfrentamos en el ámbito teatral. Donde la comedia puede no ser salir «feliz» del teatro…
(3) Percibo, entonces, mucho conservadurismo en el imaginario hegemónico del teatro paraguayo. Por los compartimentos estancos que ordenan prolijamente el quehacer, retomados en las puestas como si fueran leyes a seguir en vez de desafíos a ser confrontados y reformateados. Como si al hacer una puesta nos pusiéramos serios y solemnes, perdiendo la irreverencia, la osadía, el transitar caminos que no sabemos a dónde llevan. Falta incertidumbre, atrevimiento. Dejar de encasillar lo que se tiene para decirlo en un formato ya avalado y seguro. Arriesgarse a caer estrepitosamente y a aprender lecciones de ello.
(4) Finalmente, percibo la acuciante falta de asunción del punto de vista propio. El rol de los actores sociales cívicos –pocas veces de los políticos en Paraguay–, de las oenegés, etc., es convertir en doxa, imaginarios que aun no forman parte del sentido común. Labor necesaria para expandir el horizonte de significación, los temas que se instalan en una sociedad. Pero el arte no puede ilustrar lo que ya está anclado y validado, porque deja de ser arte y pasa a ser panfleto. El arte debe hurgar en esos discursos y mostrarnos algo más, transitando espacios de incertidumbre y duda, no de certezas. El arte debería poner esos discursos en tensión, antes que ser un medio para reforzar la doxa. Por ello, intuyo que tenemos conservadurismo para rato. Digo, por los premios Revelación, que más allá del ropaje renovado en que esas obras puedan estar envueltas, tocan temas tan políticamente correctos que no pueden ser cuestionados, e ilustran el deber ser legitimado, sin proponer una mirada crítica. Aclaro que coincido plenamente con la elección del jurado ambos años, en lo que respecta a esta nominación. Pero que hubo desaparecidos durante la dictadura y que la homosexualidad es discriminada en Paraguay, ya lo sabíamos. Lo que falta son voces propias que nos hagan ver algo más sobre esos mismos temas. Por ello, no veo que estas obras propongan abordajes nuevos, sino que más bien aggiornan la escena local conforme a las influencias actuales.
Tomando la posibilidad que los premios Edda ofrecen de pensar sobre la escena local, me vienen a la cabeza palabras que mucho oxigenarían nuestra escena teatral: desparpajo, real, verdadero, no instagrámico. Profundización. Tiempo de elaboración para no nadar en la superficie de la primera capa. Des-solemnización. Exploraciones inciertas. Riesgos. Desacartonamiento. Perder el temor, que pareciera aun inscrito en nuestros imaginarios. Menos pretensión. Más vida. Menos arte. Más verdad.
O, sencillamente, como Shakespeare le hace decir a Gertrudis: Menos arte y más sustancia.