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Así llamábamos en broma –y a la vez en serio– al barrio donde –dos cuadras de por medio– mi amigo Karlitos y yo vivíamos hace diez años. Ambos nos mudamos a otros barrios hace tiempo, pero, como solíamos decir entre nosotros, «nadie sale jamás de Barrio Paranoia». Ignorábamos entonces que esas calles, esquinas, fachadas de nuestro viejo Barrio Paranoia estaban siendo recorridas, filmadas y fotografiadas por otros buscadores del pasado, como descubriría mucho después.
La lavandería amarilla ante la cual paseaba con mi perrito y a la que llevaba a veces ropa, la encontré confirmada como lo meramente presentido otrora: como mudo testigo y vestigio histórico de un relato oscuro a cuya sombra cómplice habitaba la vida cotidiana. La esquina en la que fumábamos de madrugada a la fría luz del alambrado público de Barrio Paranoia se congeló en la pantalla en una foto cierta, prueba de que esos delirios no eran tales. Los mil pares de ojos que nos seguían desde las ventanas y umbrales de las viejas despensas y los hogares rancios de Barrio Paranoia tiñeron con colores de panóptico las imágenes fijas frente a mí, y la materialidad indefinible de su peso gravitó en el sonido y el movimiento de las filmaciones.
Fue recién el año pasado que descubrí todo esto, una noche de julio, cuando, tardíamente y por azar, un par de despistados encontramos en internet el documental Cuchillo de palo, de Renate Costa, estrenado hace una década, y nos sentamos a verlo. Y allí estaba, tan real y sordamente implacable como en mi antiguo y presunto delirio persecutorio, con todos sus misteriosos detalles, nuestro viejo Barrio Paranoia. Cuyo nombre oficial es Barrio General Díaz, y que siempre supimos que no era solo un barrio, sino todo un país, y quizá el mundo entero.
Nunca conocí a la cineasta, fallecida este lunes prematuramente, a los 39 años, en París, ni a las personas que entrevista, así que bien pudimos habernos cruzado por el barrio en esos días sin saberlo, y, desde luego, sin sospechar que pasaría toda una década antes de, por mi cuenta, descubrirlo ante una pantalla de computadora en otro lugar de Asunción.
La película comienza con una declaración de intenciones en la voz de la directora, mientras surca el río al amanecer: «Asunción, una ciudad que da la espalda al río. Me gusta mirar la ciudad desde acá. Es como que nos señala cuánto nos cuesta mirar atrás. Suelo venir mucho al río. A darle la espalda a la ciudad. A mirar lo que ella no ve».
En entrevistas y en archivos, siguiendo pistas que la llevan de una persona a otra, busca la historia de la muerte de su tío Rodolfo, y descubre una vida que avergonzaba a su familia: Héctor Rodolfo Costa Torres, Rodolfo Costa de día y Héctor Torres de noche, el único de los suyos que no quiso seguir el oficio de herrero, era un homosexual en la Asunción de los años ochenta. Respetuosa, discretamente, quizá con cierto temor de importunar por intrusa, se acerca a la otra vida secreta de ese tío «que siempre tenía una silla vacía al lado» en las reuniones familiares, y a esa otra familia no consanguínea en la que no se necesita esconder lo que uno es y donde están los únicos que, como la transexual Liz Paola, lloran al ausente con dolor real y fraterno.
El número 108 es un insulto en Paraguay desde que en 1959 el locutor Bernardo Aranda fue asesinado y el gobierno organizó una caza de homosexuales (Aranda era homosexual). Los 108 arrestados fueron paseados por la calle Palma del centro de Asunción, desnudos, entre insultos y escupitajos, hasta el cuartel de la policía. La lista de sus 108 nombres, distribuida en todas las instituciones y lugares de trabajo, fue eficaz herramienta de criminalización de la homosexualidad. En 1982, el caso Palmieri llevó a sufrir detenciones, interrogatorios y vejámenes a otras quinientas personas, y una nueva lista fue repartida. En el documental, la cineasta descubre en los archivos de la policía que su tío era uno de los detenidos. Aún en el 2010, uno de los entrevistados habla de espaldas a la cámara, para no ser reconocido.
La exclusión del homosexual en Paraguay tiene un linaje peculiar que quizá se remonta a la posguerra, luego de la derrota contra la Triple Alianza: muerta en la masacre la mayor parte de la población masculina, se asignó al varón un papel mítico de semental que repuebla un país devastado. Un país que se piensa y se quiere de herreros, pues, doblemente duro, así, para un «cuchillo de palo». Mujeres y hombres libres, homosexuales o no –disidentes de toda laya, artistas (salvo los dedicados a alguna rama del folclore y los consagrados por la tradición oficial), extranjeros, mujeres voluntariamente solteras o sin hijos, etcétera–, todos los «bichos raros», los impresentables en el vasto cuadro del orgullo nacional, habitamos, por eso, en Barrio Paranoia.
Renate Costa tiene un propósito desde el comienzo de la filmación, pero nada más: no sabe aún con precisión los métodos, los caminos que recorrerá, los lugares a los que la llevarán ni lo que encontrará en ellos. La figura del padre, suerte de encarnación de la violencia que desde el poder condenó a su propio hermano, se perfila por momentos como extraña, igual que la de otros seres próximos, de pronto descubiertos como miembros a sabiendas de toda una sociedad callada y cómplice. Signo de esos pactos criminales que aspiran al olvido, el silencio se vuelve ominoso, y tal cualidad es parte de la verdad de la película. «Todo lo que debería permanecer secreto», diría Schelling, «se manifiesta»: es lo siniestro de Freud, das Unheimliche, que en lo más familiar se revela desconocido y al tiempo se desoculta como algo que siempre ha estado ahí mismo, en la penumbra de la propia alcoba, en las sombras difusas bajo la cama.
Gracias a eso, Cuchillo de palo no documenta solo la historia negada –del tío, de la familia, del barrio, de la sociedad– que la investigación va revelando, sino también el proceso de comprensión de lo así revelado y el cambio que esa comprensión supone necesariamente en quien documenta el proceso –su proceso– de descubrimiento, de comprensión, de cambio. Pero así, y solo así, se comprenden realmente las cosas: lección, pues, es acerca de cómo comprender.
No olvido la honda mirada bondadosa de Karlitos cuando una tarde, en un rapto de hastío, al salir juntos de la despensa de la esquina con un par de botellas de cerveza barata, estallé: «¡Karlitos, estoy harta! ¿Por qué todas las personas me miran fijamente todo el tiempo?» No olvido tampoco su voz, llena de afecto genuino, al responderme: «Solo te miran tanto porque sos muy linda, Montse». Ambos sabíamos que aquello no era del todo cierto, pero sí era necesario. Barrio Paranoia no es fácil para los cuchillos de palo.