El Sabio Monsiváis

Hoy, Día Internacional del Orgullo LGBT, recordamos a uno de los primeros intelectuales latinoamericanos que defendieron públicamente la diversidad sexual, muerto hace 10 años en un mes de junio como este: Carlos Monsiváis, el gran Cronista de México.

El Sabio Monsiváis en la historieta mexicana Chanoc.
El Sabio Monsiváis en la historieta mexicana Chanoc.Archivo, ABC Color

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«Si el ejemplo cunde, la mentalidad cambia» (Carlos Monsiváis, Rituales del caos, 1995).

¿Qué habría escrito Monsi sobre el coronavirus? es la pregunta que seguramente se hace más de un lector mejicano, y no solo mejicano, en el marco del décimo aniversario luctuoso de este escritor nacido en «el DF» en mayo de 1938 y muerto en la misma ciudad en junio del 2010, Carlos Monsiváis, cronista y aforismógrafo, fabulador y ensayista, que de la fama y popularidad que brinda el público al enfant terrible pasó al respeto y el afecto con que las multitudes, en ocasiones, reconocen al sabio.

Y es que Monsiváis –un intelectual público en la línea iniciada por Zola, que no solo siguió su vocación artística sino que opinó sobre su tiempo con rigor, humor y belleza, pero, sobre todo, con justicia–, era un sabio. Y si no, que se lo digan a cuantos lo recordarán siempre como «El Sabio Monsiváis», título que queda tanto en los anales de la historia como en los de la historieta.

De que el título fue acertado da fe su obra; de que fue aceptado la dan incontables relatos y testimonios. Como la anécdota de aquella noche de 1997 en la que dos asaltantes, a punta de pistola, lo llevaron a una calle desierta para robarle. Ya desplumado, volvía a su casa a pie cuando un taxista se detuvo y le ofreció sus servicios. No tengo dinero –le explicó él–: acaban de asaltarme. ¿Pero no es usted el Sabio Monsiváis? le preguntó el taxista. Ese era su nombre en la historieta mexicana Chanoc, que alegró los quioscos semanalmente desde 1959 hasta 1983. El taxista, como buen lector, no le cobró el viaje.

Hay otras versiones del asalto, que fue real. En una, los ladrones lo encañonan bajo un farol y, al verle la cara, se disculpan: «Perdón, maestro, no lo reconocimos». Cuando Monsiváis, en 1988, lanzó su libro Entrada libre: crónicas de una sociedad que se organiza, cerca de mil quinientas personas acudieron a la librería El Sótano, de la Ciudad de México. Como la mayoría no pudo entrar, porque no cabía, lo llamaron a gritos desde afuera. Y el autor y los presentadores salieron y lanzaron el libro en el estacionamiento, frente a miles de pares de ojos.

La popularidad de Monsiváis excedía aulas universitarias, auditorios de editoriales, salones de academias. Era de otra índole. No era solo reconocimiento de su valor intelectual, sino también de su calidad ética, y por eso se lo brindaban, con acierto, fuera de los círculos de escritores, los ciudadanos de a pie. Hombre culto y convencido de que «la apuesta por la transformación política encuentra su mayor aliado en el campo de lo cultural», hizo del periodismo su arma de acción en la vida pública, y su trabajo intelectual construyó nuevos puentes entre cultura y política. Poeta mal disimulado, cronista de discurso camaleónico, barman experto en la sabrosa mezcla de «alta» y «baja» cultura, dirigió su aguda mirada y su vigorosa crítica contra las diversas formas de la discriminación en un sostenido ejercicio de disidencia que desafió las tradiciones de una sociedad que margina sistemáticamente a sus exiliados internos (mujeres, indios, homosexuales, analfabetos, pobres) y los condena al estatus de ciudadanos de tercera clase.

Así, entre otras cosas, Monsiváis denunció, por ejemplo, el desdén contra los hablantes que no dominan la lengua «culta», suerte de resabio colonizador pero ya interno, y no foráneo: «Psicológicamente decir “haiga” equivalió a traspasar la cerca de los terrenos del patrón, sin certidumbre del delito pero con presentimiento del castigo» (Amor perdido, 1977), o las varias manifestaciones de esa criminal misoginia ubicua que impera hasta el presente: «En contra de la certeza machista (la violación es un derecho secreto), hay que levantar una noción jurídica y moral: la violación es un delito público» (Escenas de pudor y liviandad, 1981), y, en general, defendió en tinta y papel a todos los sectores de la sociedad tratados injustamente que supo y pudo defender. Fue su forma de intervenir en el mundo que habitó para tratar de mejorarlo, y no parece ser esa una mala razón para haberle otorgado el título de «sabio».

Supieron que era una buena razón, sin duda, volviendo a la noche del asalto, los creadores –Ángel Martín de Lucenay, Carlos Z. Vigil, Ángel Mora y Pedro Zapiain Fernández– del legendario cómic mexicano del cual el taxista de la anécdota evidentemente era lector (un cómic que, por cierto, yo tuve la suerte de leer cuando era niña, pues encontré numerosos ejemplares de Chanoc en la sección de historietas de la biblioteca de mi abuelo materno). Entre los personajes memorables de aquel cómic, subtitulado Aventuras de mar y selva, que trataba de la vida en la aldea de pescadores de Ixtac –el doctor Nimbus (un médico bastante parecido a Darth Maul), el imponente Sobuca, el borrachín Tsekub Baloyán, el joven héroe, Chanoc el perlero, su proletaria novia, la bella Maley, y otros fantasmas inolvidables–, uno de los más extraños y entrañables era el Sabio Monsiváis, y no menos admirable era su asistente, inventado por él, el robot Sócrates. Ese Sabio Monsi de las viñetas –que en uno de los más electrizantes episodios vuelve invisible a Tsekub– no era otro que el verdadero Carlos Monsiváis, quien, a fuer de lector voraz, fue también, desde su infancia, gran amante de los cómics. Tanto, que merecía ser un personaje de cómic. Y más todavía porque, como dijo su amigo, el caricaturista Rafael Barajas El Fisgón, en una mesa redonda en junio del 2013, «Carlos fue un personaje de historieta que tenía superpoderes, comenzando por una supermemoria y una supercapacidad de trabajo; pero, además, era un tipo superchistoso».

Monsiváis siempre tendrá la bien ganada fama recibida por la primera recopilación de sus crónicas, Días de guardar, un libro ya clásico publicado en 1970 y que dialoga con el New Journalism, y su ritmo imparable y su brillo se mantuvieron hasta la última, Apocalipstick, publicada en el 2009, un año antes de su muerte, y que anuncia, entre otras cosas, que «en el futuro todo mundo tendrá derecho a sus 15 minutos de anonimato».

Es imposible, obviamente, agotar a Monsiváis en un solo artículo. Pero hoy lo recordamos –tiranía o feliz ocasión, según se mire, de las fechas oficiales– como editor del suplemento cultural de la revista Siempre!, por una publicación en especial.

Ese suplemento, de frecuencia semanal, empezó a incluir reflexiones políticas y ensayos sobre asuntos de actualidad –con sustento en disciplinas históricas y sociales–, junto a las colaboraciones habituales sobre temas tradicionalmente considerados «culturales» dentro del periodismo (esto es, temas sobre todo literarios), y por su audacia como director de ese suplemento le corresponde a Monsiváis –que supo, en sus propios artículos, sumar la gracia del literato, la puntería del periodista y la profundidad del pensador– el mérito de haber desarrollado, desde el campo intelectual, una interacción con el campo político que con un suplemento cultural exclusivamente literario no hubiera sido posible.

Y recordamos hoy esa faceta suya porque en 1975, luego de una ominosa serie de redadas en diversos sitios, sobre todo en bares con clientes gays, Monsiváis el desobediente –que en su libro Amor perdido (1977) ha dejado escrito que «el machismo es un acto de obediencia social»– escribió, junto con Nancy Cárdenas y Luis González de Alba, el primer manifiesto en defensa de los homosexuales que se conoció en México.

Pero ningún medio de prensa se atrevió a publicar aquel manifiesto. Por lo tanto, el antiguo personaje de Chanoc –con sus superpoderes, como El Fisgón diría– fue quien lo hizo. Y así, en agosto de ese año, 1975, «Contra la práctica del ciudadano como botín policiaco» apareció publicado en el suplemento cultural que nuestro amigo el «Sabio Monsi» dirigía.

Firmado por intelectuales y escritores de la talla de Juan Rulfo, Elena Poniatowska, José Revueltas y el propio Monsiváis, entre otros, fue la primera muestra pública de apoyo hacia las personas perseguidas por disidencia política, y también por «disidencia sexual» –siendo en el segundo caso «lo más frecuente», expone el manifiesto, «el asalto de transeúntes a los que se intimida y despoja»–, de parte de la comunidad intelectual y académica en la historia de México. Hoy, día del orgullo LGBT, recordamos ese manifiesto y a ese escritor que, en su faceta de director de un suplemento cultural, lo publicó cuando nadie más se atrevía a hacerlo. Ese sabio de historieta que se inventó su Sócrates de hojalata y que fue a su vez un diabólico invento, según Rafael Barajas, del mismísimo Luzbel, que, para asegurarse de que Monsiváis hiciera todo el daño posible, le otorgó el don prodigioso de confundir a los incautos diciéndoles la verdad. Una estrategia perfecta, desde luego, pues los humanos, es sabido, no soportan la verdad.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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