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Michel Foucault, en su libro Vigilar y castigar (1975), relata la ejecución de Damiens, un reo acusado de atentar contra el Rey Luis XV de Francia, el 5 de enero de 1757:
«Que le fueran atenazados los brazos, muslos y pantorrillas, y su mano derecha quemada, y sobre las partes atenaceadas se le verterá plomo derretido, aceite hirviendo, pez resina ardiente, cera y azufre fundidos, y a continuación, su cuerpo estirado por cuatro caballos y sus miembros y tronco consumidos en el fuego, reducidos a cenizas y sus cenizas arrojadas al viento».
La sanción en la Edad Media se basaba en la crueldad; sin embargo, el suplicio de los prisioneros no era una buena imagen del poder. Ante el panorama, entre los años 1757 y 1830, se cambian las torturas de los cautivos por el control mediante normas carcelarias. Ya no se juzgan los cuerpos: era el turno de las almas, de los pensamientos.
El novedoso sistema no pretendía ser más humano: aspiraba a insertar profundamente en el cuerpo social el poder de controlar. A diferencia de la tortura, aquí se abarcaría una mayor cantidad de personas y sería más impersonal, invariable, implicando la vigilancia no solo de los criminales, sino de toda la sociedad.
Emerge el Panóptico como la forma perfecta de control, uno en el cual se admite que la función del poder no es prohibir sino conseguir producir placer en los sometidos a través de la obediencia.