Postrimerías del asesino

Según los Archivos Federales de Alemania, Eduard Johann Roschmann, «El Carnicero de Riga», nació el 25 de noviembre de 1908 en el distrito de Eggenberg de la ciudad de Graz, capital del Estado Federado de Estiria. Y Asunción vio sus últimos días y su muerte.

Roschmann en la camilla del Hospital de Clínicas, Asunción, Paraguay, agosto de 1977. Foto: Archivo de ABC Color.
Roschmann en la camilla del Hospital de Clínicas, Asunción, Paraguay, agosto de 1977. Foto: Archivo de ABC Color.Archivo, ABC Color

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En una película de 1974, el periodista Peter Miller (interpretado por Jon Voight) investiga una supuesta organización, Odessa (Organization Der Ehemaligen SS-Angehörigen), que ayuda a antiguos miembros de las Schutzstaffel a evitar la captura y el enjuiciamiento por crímenes de guerra y a reintegrarse a la sociedad con identidades y documentos falsos. Solo le interesa en realidad un miembro de Odessa, el SS Eduard Roschmann, que en 1943 fue comandante del gueto de Riga y que Miller cree que tuvo –el diario de un suicida que por azar ha caído en sus manos le lleva a sospecharlo– relación con la muerte de su padre. Así que Miller viaja a Viena para entrevistarse con Simon Wiesenthal, con cuyo auxilio logra rastrear al SS y colarse una noche en su escondite, pistola en mano, pero se le escapa.

Aunque sus libros anteriores ya se vendían como chipa caliente, la irrupción definitiva del británico Frederick Forsyth en el mercado de los bestsellers llegó con dos: The Day of the Jackal, de 1970, y The Odessa file, de 1972, pronto llevados al cine. La película de la que hablamos se basa en este segundo éxito comercial de Forsyth.

El elegante Roschmann (interpretado por Maximilian Schell) al que Miller pilla cuando se está sirviendo una copa en su guarida, obviamente es un personaje de ficción; el verdadero Roschmann, sin embargo, como su verdadera historia y sus verdaderos escenarios finales –no majestuosos interiores de castillos austriacos, como en la película, sino grises paredes de pensiones con calendarios de comercios barriales y radios a pilas sobre la heladera– en la vida real, no son menos atractivos, aunque sí más propicios para otro tipo de literatura.

La ficción hollywoodense, por otra parte, influyó en dicha vida real: decidió el destino del antiguo SS, que vivía discretamente en Argentina cuando la popular película atrajo sobre él la atención (1). Pudo haber sido adrede: además de Roschmann, la otra persona real que aparece en la novela (y en la película) es el ya mencionado Wiesenthal, famoso «cazador de nazis» que Forsyth empleó como asesor. Forsyth se proponía crear un nazi, pero ¿para qué inventar uno, sugirió Wiesenthal, si ya existían varios? Y puso a su consideración a Eduard Roschmann. Los cazadores, sabido es, usan trampas.

En la vida real, Roschmann había desembarcado en Buenos Aires en 1948 con el nombre de Federico Wegener, había montado un negocio de importación y exportación de madera, se había casado con su secretaria y había obtenido la nacionalidad argentina en 1968. Vivió sin sobresaltos hasta que, en octubre de 1976, en respuesta a un pedido, de hacía años, del tribunal de Hamburgo, la embajada de Alemania Occidental en Argentina cursó una orden de extradición. Y cuando el 5 de julio de 1977 el gobierno argentino emitió un comunicado considerando esa solicitud, hizo rápidamente la maleta, tomó un taxi a la estación y a las ocho de la noche se subió a un ómnibus con rumbo a Paraguay.

Con esa maleta llegó el 6 de julio de 1977 a las tres de la tarde (2) a la terminal de Brújula, en Presidente Franco y Colón, cerca del puerto asunceno. Un extranjero grueso y agitado, que sudaba profusamente, de ojos claros y fríos y tupido bigote. En una casa de cambios, pasó un billete de cien dólares por la ranura de la ventanilla y tomó los once mil trescientos guaraníes recibidos. Arrastrando la maleta por las tórridas calles, se le vio detenerse frente a un copetín, el Pez Mar. Entró, se sentó a una mesa, pidió una gaseosa –«cualquiera que está bien fría»– y le preguntó al dueño, que era chino, si conocía algún hotel barato.

El dueño tomó de la mesa una servilleta de papel, anotó en ella la dirección de la pensión familiar donde solía dormir y se la dio. Poco después, a las cuatro de la tarde, el extranjero se bajó de un taxi frente al número 859 de la calle Iturbe, donde quedaba la pensión de Juana Echagüe, viuda de Ríos. Cuatrocientos guaraníes por noche, con todas las comidas incluidas. Federico Wegener pagó diez días por adelantado.

En la pieza –cinco camas de una plaza, dos roperos y una mesa con un mantel de plástico– intercambió un seco gesto de saludo con los otros pensionistas. Su rutina, en esa primera y breve etapa de sus extraños días postreros en Asunción, fue muda, oscura y solitaria. Salía a desayunar y regresaba a su habitación. Leía y releía las mismas revistas y el mismo libro en alemán. Nadie iba a visitarlo, nadie lo llamaba por teléfono, nadie le enviaba una postal ni una carta, nadie preguntaba por él en la entrada.

Tenía entre sesenta y setenta años, un físico pesado, una cierta cojera y un voraz apetito. La noche del 25 de julio cenó copiosamente, quizás más aún que de costumbre. A las seis de la mañana del otro día, uno de sus compañeros de habitación, sobresaltado por sus ronquidos, saltó de la cama. Se le acercó. Federico Wegener tenía la cara roja e hinchada y una mirada fija en los ojos abiertos. Algo parecido a espuma le salía de las comisuras de la boca.

Asustado, el hombre gritó y alertó a todos en la Pensión Ríos. Epifanio, el hijo de Juana, la dueña, salió a la calle y llamó un taxi en el cual, envuelto en una frazada, llevaron al nuevo pensionista al Hospital de Clínicas. Allí, por orden de Félix Motta, médico residente, fue internado en la sala B de la primera cátedra de Clínica Médica, donde le diagnosticaron una arritmia cardíaca y un accidente cerebrovascular.

Anotaron su ingreso con los datos de sus documentos y el austriaco Eduard Roschmann fue a dar a la cama 16 de la sala B como el checoslovaco Federico Wegener. Se le practicó una traqueotomía y se le administró penicilina. El 4 de agosto, algo recuperado, fue a la Pensión Ríos, recogió su maleta y volvió al hospital. Poco después de la medianoche del miércoles 10 de agosto de 1977 el paciente presentó convulsiones y cianosis. El desenlace no demoró mucho. Podemos recrear la escena póstuma, el grueso brazo colgando fuera de la cama, los ojos helados, abiertos y fijos, la sábana que descubre los pies: son pies mutilados, con un solo dedo en el derecho y cuatro en el izquierdo.

El paciente Federico Wegener estaba muerto. Hora: 0.45. Causa: infarto de miocardio. Los médicos José Bellasai, Pedro Rolón y Hernán Godoy realizaron la autopsia.

Asunción no sería la misma sin las croquetas de cerdo con pimienta y los chopps de Pilsen de la vieja fiambrería La Alemana. Fue su dueño, Emilio Wolf, quien reconoció al otro día, en el cadáver de Federico Wegener, al antiguo comandante del gueto donde mucho tiempo atrás fue prisionero. Un periodista del diario ABC Color lo entrevistó, y veinticuatro horas después siete balas se clavaron en el frente del local. «Lo reconocí», dijo Wolf, «porque lo he visto caminar miles de veces por el campo de concentración de Auschwitz», menciona la periodista Geri Smith, que estuvo de paso por Suramérica en pos de posibles rastros de otro criminal de guerra, el «Ángel de la Muerte» (3). El resto es sabido: confirmada por fuentes de la Policía e Interpol la verdadera identidad de Federico Wegener, en los días siguientes la prensa de todo el mundo se dedicó a informar que «El Carnicero de Riga» había muerto en una cama del viejo «Hospital de los Pobres» de Asunción, Paraguay. En fin. Sobre estos temas se han hecho ya miles de películas, series, libros, artículos, exposiciones… La figura de Eduard Roschmann se suma a los elementos de un relato de sobra conocido, el relato de la barbarie nazi, que sostiene, cabe decir, una verdadera industria. En el cine, los bestsellers literarios, la prensa, se le suele añadir el edulcorante de la indignación obvia, infalible. Es, o al menos parece ser, desde el punto de vista moral, un relato «seguro», en el que existe un consenso tan férreo que nadie teme equivocarse al opinar, y probablemente esta sea una de las razones de su éxito.

Y, sin embargo, todo lo anterior ha sido solo el pretexto para decir, antes de que el punto final cierre estas líneas, que hay una cualidad salvaje en la sombría rutina de miedos y de jadeos de ese verano absurdo. Algo alucinado, desde el nombre, en el Pez Mar, un ballet de sueños monstruosos tras los párpados y los muros de la calle Iturbe –lugar de tránsito en el cual, a golpes de destierro prodigioso, la sólida materia de la historia empieza a ser tragada por la penumbra–, un clima sonámbulo, una materia irreal en ese final de Roschmann, un mundo que se borra al fondo de un desierto invisible, a golpes de soledad prodigiosa. Algo, en fin, que quiere ser imaginado más allá de los gastados moldes del relato comercial, algo loco, como una pesadilla póstuma, y al mismo tiempo sórdido y tedioso en esas últimas tardes asuncenas, esos manteles de plástico, esos mosquiteros verdes, esos guisos de fideos, ese ruido de interferencias en la radio a pilas con música de Sandro, algo sin ojos, abisal, entrópico, un vacío de otro planeta.

Notas

(1) «Fue, tal vez, el menos conocido de los criminales nazis hasta que la novela de Forsyth lo sacó de la oscuridad del olvido» (Cristino Bogado: «El aparecido nazi de Clínicas del 10 agosto de 1977», El Suplemento Cultural, 18 de marzo de 2018.

(2) «Se embarcó en la capital argentina el martes 5 de julio, a las 20.00, y llegó a Asunción el miércoles 6, a las 15» (Juan Cálcena Ramírez: Un nazi en el sur. El «Carnicero de Riga» en Paraguay, Asunción, Servilibro, 2017, 246 pp.).

(3) Geri Smith: «The search for Nazi fugitive Josef Mengele», United Press International, 14 de abril de 1985.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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