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El trauma –huella de un evento que rompió la lógica en nuestra construcción del mundo– tiende a suscitar su reactualización constante en la imaginación. En las especies capaces de crear una memoria y comunicación social, pronto el recuerdo se superpone a la realidad presente y futura; de este modo, las reactualizaciones del trauma devienen simulaciones anticipativas.
Las simulaciones anticipativas hacen emerger modos de conjurar su repetición, su continuidad o al menos su reaparición en la mente. Desde la magia hasta las estadísticas procesadas por inteligencia artificial, nos confiamos a saberes más altos (es decir, que no comprendemos) para guiar nuestras acciones y escapar de la tragedia.
No importa qué tan horrorosa sea la catástrofe ni qué tan singulares las circunstancias azarosas que la causaron en un principio, la predicción genera agenciamientos que permiten gerenciarla, medirla, reconocerla a distancia, otorgarle una imagen mental y combatirla. Tanto las personas como las comunidades crean un sinnúmero de estos agenciamientos; el modelo de «estado de emergencia» que se aplica hoy en gran parte del planeta es uno de ellos.
Antes de avanzar, recordemos que el éxito de una formación social no se mide por el bienestar de sus ciudadanos, sino por su capacidad de perpetuar cierto modo de hacer las cosas, de extender en el tiempo sus instituciones, su lenguaje, sus comidas típicas, sus símbolos. Desde este punto de vista, no debemos juzgar al estado de emergencia por su efectividad contra la catástrofe, sino por su capacidad de mantener sujetos a sus ciudadanos, de hacer que crean sus palabras (o, más bien, que actúen como si las creyeran). Un estado es exitoso si logra que acaten sus órdenes, aun cuando sean la causa misma de la catástrofe (es el caso de estados que acometen guerras suicidas, como el nuestro alguna vez).
Cuando la catástrofe efectivamente se aproxima, el estado adquiere el poder de decisión sobre los modos de vida. Articulando todas sus dependencias, acelerando todos los procesos con vistas a salvar a sus ciudadanos de un peligro determinado, centralizando en un objetivo los esfuerzos, el estado puede olvidarse de las leyes en pos de la meta: eliminar la catástrofe.
Es el modelo dictatorial romano. Le cambiamos el nombre para evitar la mala prensa, pero el estado de emergencia no se diferencia mucho de la dictadura militarizada. Recordemos que los mismos romanos que crearon esta institución vieron su peligro y se esforzaron en evitarlo, sin demasiado éxito, como enseña la historia.
Puesto que el temor a la catástrofe justifica al estado, cada nueva catástrofe le inviste de nuevos poderes. No es de extrañar que la excepción se haya ido convirtiendo en el paradigma normal de gobierno. Extender los periodos de emergencia hasta naturalizarlos es el procedimiento habitual. Pensemos en las medidas de la guerra contra el terrorismo que se expandieron por el mundo en ondas luego del 09/11 y continúan ejerciendo su influencia en el reparto del gasto público en los países aquejados por grupos paramilitares.
Hoy, la interconexión técnica del planeta permite que desastres locales puedan desencadenar problemas globales. En la primavera de 2010, la nube de una erupción volcánica menor en Islandia detuvo el tráfico aéreo en la mayor parte de Europa. «El catastrófico impacto socioeconómico de un evento tan pequeño se debe a nuestro desarrollo tecnológico: viajes aéreos. Hace un siglo, tal erupción habría pasado desapercibida» (Zizek, 2020).
«Otro factor, no menos inquietante, es el estado de miedo que en los últimos años evidentemente se ha difundido en la consciencia de los individuos y que se traduce en una verdadera necesidad de estados de pánico colectivo» (Agamben, 2020). Del 9/11 en adelante, la guerra contra el terrorismo y la inseguridad fueron los discursos dominantes para la masificación de las cámaras y optimización de reconocimiento biométrico. Agotado el efecto sorpresa de esa excusa y con la preocupación pública puesta en el deterioro del medio ambiente, una epidemia es el pretexto ideal para extender el control.
Miles de cámaras dispuestas para trazar el movimiento de las personas posiblemente infectadas; drones recorriendo las calles y amonestando a las personas que desacatan la cuarentena; líneas telefónicas para denunciar a las personas «sospechosas de salir»; apps para realizar seguimiento de casos peligrosos y dispositivos de lectura térmica que implican una nueva mutación de la vigilancia: al medir la temperatura corporal, se explora la interioridad de la persona, no solo su apariencia externa.
El uso masivo de estas técnicas permite saber si una persona está enferma antes que la propia persona. En tiempos de crisis sirven para acortar el tiempo de detección de cadenas infecciosas. Entre la salud y la privacidad, el humano azuzado por el miedo elegirá siempre la salud. Pero al hacerlo, debe considerar el uso de estas medidas luego de la emergencia, puesto que estamos habilitando un mejor control de nuestras vidas a los gobiernos y corporaciones.
Las reacciones sentimentales se expresan en el cuerpo. La misma tecnología que identifica un estornudo puede identificar una sonrisa (Harari, 2020). Si permitimos que se acumulen nuestros datos biométricos en masa, pueden usarse para mejorar las predicciones sobre nuestros sentimientos y manipular nuestras reacciones con fines comerciales o políticos. Con esto no solo se dificultaría la organización de la ciudadanía en protestas contra el estado, también se facilitarían herramientas para deshacerse de indeseables políticos.
Lo paradójico es que las personas aceptan las medidas del estado para huir de la catástrofe, porque la catástrofe se interpone con sus finalidades habituales, con su modo natural de hacer las cosas. Podemos decir que la catástrofe molesta porque establece restricciones para lo que las personas consideran «su» actividad. Sin embargo, cuando el estado se apropia de la responsabilidad de evitar o disminuir la catástrofe, se adjudica justamente el poder de restringir y organizar las mismas actividades humanas. Cuando acaba la tragedia, porque nada dura para siempre, hereda los poderes que se otorgó para «vencerla» y las personas deberán ajustar sus finalidades a nuevas restricciones de actividad, esas de las en primer término querían huir abrazando al estado.
Como adelantábamos más arriba, el éxito de una formación social se mide por la capacidad que tiene de perpetuar sus maneras. A juzgar por los memes, el nuevo ciudadano ejemplar, producto del estado de emergencia, es aquel capaz de denunciar al vecino, de mostrar su apoyo compartiendo fotos de ministros y cantando Patria querida con tapabocas. ¿Adivinás en qué se diferencia del ciudadano ejemplar de la dictadura militar?
Bibliografía
Slavoj Zizek: «Clear racist element to hysteria over new coronavirus», RT, 2020. En línea: https://www.rt.com/op-ed/479970-coronavirus-china-wuhan-hysteria-racist/
Yuval Harari: «The world after coronavirus», Financial Times, 2020. Disponible en línea: https://www.ft.com/content/19d90308-6858-11ea-a3c9-1fe6fedcca75
Giorgio Agamben: «L’invenzione di un’epidemia», Quodlibet, 2020. Disponible en línea: https://www.quodlibet.it/giorgio-agamben-l-invenzione-di-un-epidemia