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Uno de los grandes placeres que encuentro en la lectura de diarios de viaje del siglo XIX es conocer las reacciones de los visitantes extranjeros al ver el campo paraguayo por primera vez. Me proporciona un material comparativo interesante porque no dudo en ver en esas reacciones algo de las mías cuando visité Paraguay por vez primera, en 1973. Viví por un corto tiempo en Ybycuí y Mbuyapey, y mis recuerdos de esos días son muy claros. Estaba muy feliz, y cada día intenté aprender de la gente de la campaña. Por ejemplo, intenté aprender a pelar naranjas y chupar su dulce pulpa al estilo paraguayo. Por desgracia, aunque a veces logré hacerlo bien, con más frecuencia fracasé.
En cualquier caso, hoy presento a mis lectores algunas páginas de un libro de viajes, The Cruise of the Falcon, escrito en 1884 por el británico E. F. Knight, que en él recuerda su viaje al interior paraguayo tres años antes. Algunas observaciones me resultan curiosamente familiares, por mis propias experiencias, noventa años más tarde. Algunos detalles, lo admito, me parecen extraños o desconocidos. No recuerdo haber visto ningún sacerdote borracho. Y, ciertamente, no recuerdo haber comido papagayos asados. Tampoco la pobreza que Knight presenció como resultado de la guerra del 70. Pero, aun así, el campo paraguayo parece tener cierta cualidad atemporal, que espero que todavía exista.
Además, textos como estos nos muestran cómo las expectativas y prejuicios se confirman o se frustran con lo que vemos cuando viajamos por partes del mundo nuevas para nosotros. En otras palabras, la literatura de viajes siempre es autoexploratoria; e informa más sobre el autor que sobre el lugar visitado. Y no cabe duda de que hay algo de eso en lo que el señor Knight nos cuenta:
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«En la ruta de esta línea de ferrocarril se puede encontrar un pueblito llamado Areguá, al que hicimos una visita interesante que vale la pena registrar. Estábamos acompañados por un inglés que conocía al jefe del lugar, por lo que decidimos dar un baile a la población, una muy buena manera de adquirir conocimiento de su gente. En consecuencia, salimos de Asunción una mañana en el tren de las 6 a.m., llevando un par de damajuanas de vino y un poco de cerveza para el entretenimiento propuesto...
La estación de Areguá está a poca distancia de la comunidad, que se encuentra en la altura sobre ella; así que pusimos nuestras provisiones en la cabeza de una docena de mujeres risueñas, que sirven de portadoras en esta tierra de amazonas, y continuamos en procesión por una empinada colina cubierta de hierba. Descubrimos que Areguá es un antiguo asentamiento misionero muy típico y muy bien situado, al igual que todos los pueblos fundados por los inteligentes jesuitas. Está construido sobre una especie de terraza en la montaña; detrás se elevan cúpulas empinadas cubiertas de bosques y arboledas de cidra y naranja; frente a él, la tierra cae en una ladera cubierta de hierba hasta la llanura de cultivo que cruza el ferrocarril, más allá del cual se extiende el amplio lago de Ypacaraí...
En las encantadoras tardes de este país, los chismosos suelen sentarse en la terraza para hablar, fumar y disfrutar de la fresca brisa que llega del lago. Hay una iglesia que parece granero en el centro de la plaza, lejos de algo erigido como una especie de guillotina o algún instrumento de tortura, y de hecho es lo último, porque este andamio desnudo es nada menos que el campanario, y a intervalos cortos durante el día es costumbre que dos niños desnudos se peleen y toquen las campanas con el estilo más enérgico...
Al llamar al jefe, descubrimos que era un hombrecito alegre y amigable, que enseguida dio la orden de que en una casa libre en la plaza se colgaran hamacas para nuestra recepción. Cuando escuchó que le proponíamos dar una fiesta, se regocijó mucho y se encargó de todos los preparativos. Ordenó que se vaciara la habitación más grande del pueblo y que se cubriera con la alfombra más lujosa... Se pusieron lámparas chinas y a las ocho de la noche se encendieron varios petardos, que es el modo paraguayo de enviar invitaciones e informar a los invitados que todo está listo. Luego, la aristocracia del lugar entró en la habitación, con todas sus pequeñas galas, felices, decididos a disfrutar. Algunas mujeres llevaban la peineta dorada nacional, pero ahora no hay muchas, ya que casi todas sus joyas se derritieron en la guerra cruel; las mujeres patrióticas entregaron sus adornos a López.
Afuera del salón de baile, muchas de las mujeres más pobres se sentaban en cuclillas, con botellas de ginebra y sacos de chipas, vendiendo refrescos, porque las criaturas pobres nunca desdeñan la posibilidad de ganar un poco de dinero, generalmente para llenar el bolsillo de algún ocioso amante sin valor. Nuestra banda de músicos era realmente buena. El baile fue, por supuesto, perfecto, y la Palomita, una de sus piezas favoritas, es muy hermosa. Fue curioso ver a una niña y su pareja fumando cada uno su largo cigarro sobre los hombros del otro mientras bailaban vigorosamente.
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Nos presentaron [más tarde] al clérigo de este pequeño rebaño, sin duda uno de los más notables de su profesión que jamás habíamos conocido. El padre era un hombre corpulento y jovial, de pura sangre guaraní, y un anciano extremadamente descuidado y sin afeitar. Era un párroco paraguayo muy típico; solo podía hablar su dialecto indio y no sabía nada de español, salvo por los nombres de algunas cervezas. Había sido un valiente soldado con López, decían, pero había degenerado en uno de los sinvergüenzas más despilfarradores, perezosos y borrachos que era posible imaginar...
Tenía un loro en su terraza, al que había enseñado a imitar el llanto de las mujeres en los funerales, el murmullo de los servicios de la Iglesia en latín (que el pájaro, estoy seguro, sabía mejor que su dueño) y varias indecencias y blasfemias. Se emborrachaba usualmente dos veces al día; sus hijos, de los cuales tenía una guardería llena, lo incitaban a un sueño reparador en estas ocasiones. Camino a la iglesia, siempre lo seguían unas cincuenta mujeres vestidas de blanco y cantando himnos en guaraní. La amante del sacerdote era una de las damas de Areguá, ya que este puesto se considera un honor en este extraño país.
A pesar de todos sus defectos y, sobre todo, de su gran ignorancia, estas pobres personas engañadas lo amaban, lo veneraban y lo tenían en muy alto concepto. Puedo decir que en honor a nuestra llegada [y la fiesta] se emborrachó mucho, y notificó públicamente que no podría abrir la iglesia para misa durante nuestra estadía...
[Pasamos la noche para ver la procesión de Santa Rosa al día siguiente]. Cuando llegó la hora del almuerzo del mediodía, la gente se sentó en largas mesas para disfrutar de una gran comida. Fue lujosa: chipa, papagayos asados e iguana o lagarto guisado fueron solamente algunas de las varias delicias que se extendieron ante nosotros... Como es costumbre en el país, nuestras siete compañeras no se sentaron a cenar con nosotros, sino que nos sirvieron en silencio todo lo que queríamos. Cuando concluimos, las damiselas se sentaron a su vez y nos paramos detrás. De vez en cuando, alguna tomaba un bocado delicado en su tenedor y se lo daba a su caballero, una atención muy dulce que es otra costumbre del país. A las seis de la tarde fuimos a la estación a tomar nuestros trenes a Asunción. Las señoritas nos despidieron y nos regalaron flores y dulces para llevar. Luego vinieron las despedidas, que hicieron llorar a las hijas comprensivas de los trópicos, y el tren partió».
(Traducción al español del texto en inglés de E. F. Knight citado en este artículo: Montserrat Álvarez.)
Profesor emérito, Universidad de Georgia