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Cálculos y balances primeros en la biografía exterior del cineasta italiano Federico Fellini: cien años desde su nacimiento en 1920, siete décadas de existencia terrena a su muerte en 1993, varias decenas de filmes logrados y exitosos. Pero también la constatación de una pervivencia incalculada e incalculable, la banalización –en el buen sentido de uso general sin rédito snob– del adjetivo fellinesco. Ningún artista puede anticipar que el público sintetizará en un calificativo su obra. Y si la crítica puede explicar a posteriori los motivos suficientes para que esto haya ocurrido, no podría señalar sin inconsciencia ni un solo motivo de verdad necesario.
Con una precisión casi artificial de tan exactas que son en su coincidencia las fechas, la vida del cineasta Federico Fellini comienza con el ascenso del Fascismo al poder en Italia y concluye con la caída de la Segunda República. En 1922 Benito Mussolini se vuelve el Líder Máximo con la bendición del Rey tras la marcha a Roma de sus milicias las camisas negras y en 1992 muere el Estado de Bienestar que democristianos, socialistas y comunistas habían administrado desde 1946 tras la ofensiva del Lawfare de jueces y fiscales que lanzaron el operativo judicial «Manos Limpias» que llevó a Italia a una impunidad y una catástrofe que Fellini nunca llegó a ver.
Como el checo Franz Kafka, también Fellini fue padre de un hijo no anticipado, el adjetivo nacido de su apellido. Autor de lengua alemana, inédito en vida, conocido por sus novelas inconclusas El Proceso y El Castillo y sus cuentos de angustiantes burocracias y frustraciones inexplicables de un homo domesticus acosado y angustiado, el hijo engendrado por el narrador judío enfrentado a su padre en una famosa Carta que nunca envió fue ese adjetivo kafkiano que parece hoy imprescindible. Es entendido por quienes no leyeron los textos de Kafka, como fellinesco por quienes nunca vieron los largometrajes La Strada o La Dolce Vita.
Lo propio de estos calificativos es que su ámbito de aplicación es la vida cotidiana –política o privada–, y no el mundo cinematográfico o literario. Sin ofender a la exactitud, sería posible decir que Augusto Roa Bastos es el novelista histórico paraguayo más joyceano del siglo XX, y que Guido Rodríguez Alcalá es el más proustiano, pero los adjetivos derivados del irlandés James Joyce y del francés Marcel Proust poca aplicación útil han encontrado aún fuera del rarefacto mundo de la alta cultura.
A quien usa o abusa del término kafkiano o fellinesco, alcanza como referencia social la evocación de alguna trama narrativa que sepa angustiosa y burocrática o de la hilaridad de alguna vistosa escena o fotograma. ¿Pero puede reprocharse el uso abusivo de términos cuya virtud es delinear con trazo bien elegido nítidos universos abusivos?
Fellinesco acaba por resultar siempre peyorativo. Referido a la realidad, este adjetivo califica briosos episodios pletóricos de bizarría, más bufonescos que grotescos. No son situaciones absurdas –nada menos judío o kafkiano que el laxo mundo católico italiano de Fellini. Nos explicamos muy bien la racionalidad de los acontecimientos. No sabemos cómo fue que todo eso llegó a ser, cómo es que de golpe la pantalla se llenó de tanta gente tan pintoresca o mamarrachesca. Pero si bien las conductas de monaguillos babosos o esposas insatisfechas que buscan y encuentran el orgasmo fuera del lecho conyugal nos parecen muy atrevidas –o corajudas–, también las encontramos muy razonables. Llegado el caso –la pena es que nunca llega–, serían las de ustedes, nos dicen los films de Fellini.
«Sarracena, bailá la rumba», le gritan –le ruegan a gritos– a una mujer gorda y tetona que vive salvaje en la playa un alumno con uniforme de escuela religiosa y sus compinches que se ratearon con él. Y en el film autobiográfico 81/2 esta Coca Sarli sale cuando la llaman y baila moviendo con ganas sus nalgas y tocándose dos tetas blancas y enormes que el joven público espera, seguro, que al fin desnudará. Lo pedís, lo tenés.
Cosas así pasan pocas veces, pero cuando llegan cantamos «No lo soñé». El hecho es real: ni mágico ni maravilloso. Y ellos ríen con una felicidad sin sombra y la Sarracena baila al sol en blanco y negro como una loca que no tiene un pelo de tonta. No siempre va a ser así, pero siempre puede ser así. Hasta que llegan los curas, y se llevan de las orejas a estos espectadores de uniforme de escuela privada como chicos para el colegio, después de una escena de persecución con ritmo entrecortado de slapstick y cine mudo que termina junto al mar: el castigo fue tan cómico como el crimen: la divina Providencia nos perdonó pero no nos quitó lo bailado: nos lo regaló. Si nos reímos, no es por un sobresalto de la lógica, sino por una violación flagrante aunque excitante de las normas de la probabilidad, de la ley de los grandes números: nada de todo esto es imposible, tan solo es improbable.
Con Amarcord, Fellini volvió a la autobiografía y ganó el Oscar en 1975. «Yo me acuerdo (con nostalgia)» significa en dialecto romañol el título. Este film sobre la pubertad y la adolescencia es también un retablo histórico del fascismo del entreguerras. Los veinte años de Mussolini en el poder (1922-1943) fueron los primeros veinte abriles de Fellini, cuyo centenario celebramos porque nació en 1920.
Nada más lejos del lienzo pintado en Technicolor por Amarcord, con la ciudad balnearia de Rímini reconstruida gozosamente y costosamente en la romana Cinecittá, que el monocromático calificativo «negro», el epíteto ritual para el veintenio fascista 1922-1943. Un epíteto casi obligatorio, shibboleth bienpensante para cualquier «mafia del bien» desde que al fin de la Segunda Guerra Mundial las tropas norteamericanas expulsaron de la península itálica a los ocupantes nazis. Los años del film felliniano están hechos de días tan solares como el baile de rumba. Días «peronistas» de cielos sin nubes, en la imagen nostálgica e indulgente de Fellini. Ciento veintisiete minutos ambientados en la falsa Rímini, más verdadera que la vulgar y real, vibrante con sus hoteles y su casino sobre el mar Adriático. La ciudad natal del director y guionista: su marcha personal sobre Roma había sido como la de un migrante del Acapulco de Elvis Presley a México o de la Mar del Plata de Gina Lollobrigida a Buenos Aires.
Referido a una obra literaria o audiovisual, fellinesco descalifica episodios más colorinches que coloridos, ornamentales pero malogrados: los secretos del casting, del vestuario, del decorado, de la medida justa del exceso desmedido demostraban ser misteriosos. Irrepetible, pero nunca repetido. En los hechos, ha resultado inimitable: quienes han buscado aprender de él, emularlo, han sido menos exitosos que, por ejemplo, los seguidores del aristócrata milanés Luchino Visconti, más refinado y recóndito en sus referencias culturales paneuropeas, literarias, musicales, históricas, indumentarias, nobiliarias y mobiliarias. Hay bastante de viscontiniano en Zefirelli, Bolognesi, o Bertolucci; hay en el cine global mucho de fellinesco, asevera el consenso crítico mayor, pero poco y nada es felliniano.
Cuando se le ha atribuido al film de Paolo Sorrentino La grande belleza la voluntad aspiracional de ofrecer una Dolce Vita aggiornada al siglo XXI, un compendioso panorama de la vida romana en tiempos del megamagnate de los medios y el deporte Silvio Berlusconi, no ha sido para elogiar ni al director ni al film. Antes bien, para deplorar (o festejar) un déficit de intensidad y altura irrepetible desde que Roma y Fellini se cruzaron amenamente para afincarse en más de un lugar del guión y del rodaje.
Tal vez una virtud (política) haya arrastrado una pérdida (estética) en Sorrentino. El director de La gran belleza es explícitamente crítico con Berlusconi, mucho más de lo que Fellini había sido jamás con Mussolini. Y Berlusconi, Mussolini (o Perón) nunca jamás fueron tediosos. Como tampoco (¿en oblicua consecuencia?) nunca jamás fue tedioso el cine de Fellini. Una cualidad trágica y decisiva cuyo valor es incalculable, y su precio, impagable: ser enemigos del tedio, y derrotarlo.
El tedio es un vicio oculto: al revelarse, devora fatal y sin remedio a gobernantes y programas de gobierno y buenas intenciones artísticas. Más que orwelliano (otro apellido de autor vuelto adjetivo, aunque no tan corriente), a pesar de la iconografía «Big Brother», de la cabeza de del Duce que mira a la ciudad costera, 99% afiliada al Partido, con ojos que da pánico soñar, el fascismo de Amarcord luce fellinesco: política estetizada. Tampoco esto vuelve fascista a Fellini (ni fellinesco al nunca tedioso peronismo argentino), aunque el director que vino de la playa nunca se dotara de planes para politizar su estética.
Desde Porto Alegre, Brasil