Cargando...
A lo largo de la carrera pública del cineasta cuyo centenario celebramos hoy, una paralela y oscura ruta subterránea, persistente hasta el discreto punto final, cruza en su largo curso y sus encrucijadas tres disciplinas artísticas y tres nombres: literatura, cine, cómic; Buzzati, Fellini, Manara.
Un mes de abril como este, hace más de medio siglo, Italia amaneció con la sombría noticia de que el cineasta Federico Fellini había sido hospitalizado de urgencia. Era 1967, y Fellini tenía 47 años. Corrían rumores de que tenía cáncer. «En los ambientes artísticos romanos se habla con insistencia de un problema pulmonar», decía Il Messaggero; «o de una grave forma de pleuresía o de un neumotórax traumático». A la clínica Salvator Mundi llegó, con deseos de pronta recuperación, un telegrama de aquel que había acusado de «pecadores» a quienes fueron al cine a ver La dolce vita, el papa Pablo VI.
Lea más: Arte y tragedia: las premoniciones
Y aunque parecía el fin, hubo algunos periodistas que deslizaron cierta sospecha: ¿no sería un truco para posponer, una vez más, el rodaje de la –nunca terminada– película El viaje de G. Mastorna? Aquella cuyo rodaje fue abandonado definitivamente, cuenta Tullio Kezich en Federico Fellini, la vita e i film, por una ominosa llamada telefónica recibida en 1971. Estaba basada en el cuento del extraordinario Dino Buzzati Lo strano viaggio di Domenico Molo. Ese Domenico Nolo de Buzzatti cuyo nombre cambió Fellini por el de Guido Mastorna.
El extraño viaje de Domenico Nolo, el extraño viaje de Guido Mastorna, el extraño viaje de Federico Fellini. Quizá su ingreso en el hospital le haya parecido a Fellini una confirmación de los lúgubres presagios que asociaba a este proyecto. «El viaje de G. Mastorna trata de la muerte», dijo a L’Express en 1969. «Pensé que mi curiosidad estaba siendo castigada. Que había tocado una puerta que se estaba cerrando sobre mí».
Mastorna es un violonchelista cuyo avión, milagrosamente, consigue aterrizar en medio de una terrible tormenta, en una plaza dominada por una enorme catedral gótica. Es llevado a un hotel en medio del bosque, en cuyo salón disfruta del espectáculo brindado a los presentes por una bailarina a la luz de las velas –hay un apagón esa noche de su llegada– antes de tomar su llave y retirarse a su habitación, donde, cuando vuelve la luz, enciende el televisor. En un noticiero, la locutora informa, en alemán (vemos la traducción fuera del espacio de las viñetas –no la «ve», pues, Mastorna–, en el borde inferior de la página), sobre un accidente aéreo en las montañas, sin sobrevivientes. Mastorna recorre esa ciudad desconocida, donde todo es familiar pero nada tiene sentido: ruidosas multitudes apiñadas en las calles caóticas entre carteles publicitarios indescifrables, templos para todas las religiones, bares, burdeles, decadentes teatros. Tal es el escenario de la metafísica errancia del náufrago, que poco a poco, a medida que se va internando en esa extraña dimensión, oscura y grotesca, comprende que no ha sobrevivido al accidente aéreo.
Lea más: El reino sin tiempo
Fellini, por último, adaptó el guion, dibujó un minucioso story board de la primera parte y le propuso a Milo Manara hacer un cómic. Pero tampoco ese cómic, titulado Il viaggio de G. Mastorna, detto Fernet (El viaje de G. Mastorna, llamado Fernet), fue terminado nunca. La primera entrega, de 23 páginas, se publicó en la revista Il Grifo en 1992. Entusiasmado, su amigo el escritor Ermanno Cavazzoni lo llamó para felicitarlo, sobre todo por el final, un final, según le dijo, perfecto. ¿Cómo, el perfecto final de una historia inconclusa? Por error, al pie de la página 23 de aquel primer episodio, en lugar de «Continuará», había aparecido impresa otra palabra –ya, en este contexto, cargada seguramente de siniestro simbolismo–: «Fin». Falso fin de una historia sin final –pues no se publicó otro episodio después de ese–, y final verdadero de una historia –sin fin, en tanto que perdurable, añadiríamos, por amor a la simetría, si fuéramos algo más cursis–: pues fue esta, en efecto, la última obra de Fellini, que murió al año siguiente.