Vivir con miedo

Invisible, el virus hace visible lo que nadie quiere ver.

Roy Batty (Rutger Hauer) en Blade Runner (Ridley Scott, 1982).
Roy Batty (Rutger Hauer) en Blade Runner (Ridley Scott, 1982).Archivo, ABC Color

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Las medidas adoptadas por diversos gobiernos frente a la pandemia del covid-19 han traído consigo una pandemia de despidos injustificados y una pandemia de abusos policiales que se contemplan como anomalías, rupturas en nuestro modo de vida propias de un –oficial y declarado, o no– «estado de excepción», cuando ninguna lo es. En su forma reciente más aguda y comentada –es decir, como «noticia»–, la primera, al menos en Paraguay, antecede en varios meses a la cuarentena decretada por el gobierno, y si no suele ser tema de debate público es precisamente porque es por definición intrínseca al funcionamiento del mercado laboral en la sociedad capitalista. La segunda es también una constante en la mayoría de las democracias modernas, aunque tampoco suela ser noticia.

El temor, en general, al despido –y aun más, por imprevisible, al despido injustificado– es un gran disciplinador social. Cada vez que sale a escena ese mecanismo de disciplinamiento o aun de sometimiento social que son los despidos injustificados, se pone en evidencia la verdadera naturaleza de la relación laboral, que más que un contrato propiamente dicho –entablado voluntariamente entre dos partes, parejas en poderes, sobre bases igualitarias–, es un ejercicio de dominio con ventaja, absolutamente desigual, naturalizado por la sociedad, justificado por sus instituciones, parcial o totalmente respaldado por su orden jurídico y, en fin, legitimado por el sistema. La violencia está en cada tramo de las relaciones laborales, desde las retribuciones desiguales hasta las jornadas extenuantes o las malas condiciones de cualquier índole que llevan al deterioro inexorable de la salud, etcétera, etcétera. Pero quizá los despidos injustificados sean la máxima expresión de violencia abierta en la relación laboral, al tiempo que uno de los momentos más claros de desocultamiento de la violencia rutinaria, constante del modelo económico que esa relación dispar integra: contemplados como excepción, lo que los despidos injustificados revelan es la norma.

En cuanto a la otra violencia ahora notoria y pandémica, la policial, la semana pasada, al ver un par de videos de abusos cometidos en Asunción por policías del grupo Lince que me envió una amiga, comenté algo en mi muro de facebook; enseguida, otros amigos –de Perú, Uruguay, Chile, Argentina y España– me contaron que, con variantes, lo mismo sucede en sus respectivas ciudades. Confirmé también por ellos que, sin embargo, en todos nuestros países –incluido Paraguay–, elegantes peatones caminando o trotando en traje deportivo con absoluta tranquilidad para no perder su excelente estado físico durante la cuarentena son parte del paisaje cotidiano de los barrios ricos. El abuso policial no los afecta bajo las actuales medidas restrictivas porque su función nunca ha sido esa.

No ahora, sino siempre, es la configuración del «delincuente» o el sospechoso lo que, al implicar que este no tiene los mismos derechos que cualquier miembro de la «comunidad» puesto que no pertenece a ella sino como su amenaza, legitima tales prácticas policiales. Por encima de los derechos del individuo así configurado, en tanto que de antemano se lo presume no inocente, está –se sobreentiende– la defensa de la comunidad; la justificación moral se cierra en aras del «bien común»: dada por supuesta su culpa, ¿cómo no aplaudir el castigo? Toda resistencia de su parte, aun en defensa propia, queda definida a priori como ilegítima o peligrosa: cada intento de desmentir esa configuración la confirmará.

La paradoja nuclear de nuestras sociedades formalmente democráticas es que la igualdad proclamada se funda en la desigualdad y la encubre –su función es encubrirla–, de modo que Ley y delito son tan inseparables como Batman y el Joker –Batman y el Joker son, de hecho, metáforas de esa dualidad, entre otras–. El delito integra el mismo «orden» que los mecanismos que lo penan: no se explica meramente como infracción de la ley por perverso arbitrio del delincuente, ya que está en buena cuenta determinado por el funcionamiento de esa estructura que integra y sin la cual no cabe definirlo ni entenderlo rigurosamente. Por lo mismo, la perversión sí puede explicar, en todo caso, los delitos realmente graves, es decir, aquellos que nadie se atreve a llamar por su nombre, cometidos por aquellos delincuentes a los que nunca persiguen la policía ni el aparato judicial, porque están a su servicio, si es que –en el segundo caso– no los cuentan incluso entre sus miembros.

¿Es democrática una sociedad en la cual los abusos policiales desmienten en la práctica la igualdad que sus normas defienden en teoría? Este contrasentido expone las incoherencias de un orden político que pretende representar la res pública mientras defiende el interés privado, del cual policía y aparato judicial son instrumentos capaces tanto de castigar como de configurar delincuentes y crear delitos, así como de negar la existencia de otros. No es la Ley la que decide qué violaciones de sus normas reconocer como tales y frente a cuáles vendarse los ojos, y no es raro que se llame delito al intento de tomar, por la violencia, los derechos que son denegados; pero este sería tema de otro artículo.

Que no todas las personas son iguales ante (el brazo armado de la) Ley, id est, que no todas las personas son por igual objeto de atención policial era ya notorio antes de la pandemia y de la consiguiente cuarentena. Una atención selectiva, sesgada, vigila el movimiento y restringe el acceso de ciertos sectores de la población a ciertos territorios, los marca, señala las ciudades como lugares de unos y no de todos. En su sorda, larvada violencia rutinaria, la atención policial –como, a su propia manera, las miradas de pena, recelo o desdén de los privilegiados (esos que trotan en malla en sus barrios residenciales durante la cuarentena sin ser importunados por policía alguno)– es un medio de control del espacio que segrega a quienes se espera, e indica, que «circulen»: los configurados como delincuentes, o como sospechosos, o aun como meros indeseables, por discursos oficiales, imágenes publicitarias, textos escolares, sermones parroquiales, medios de comunicación, etcétera.

Estas no son anomalías sino puntas del iceberg de una estructura sistemáticamente oculta. Invisible, el virus hace visible lo que nadie quiere ver. Que un poderoso te dañe en nombre de sus intereses revela que tiene el poder de hacerlo, no se lo confiere: el poder ya estaba ahí, y su existencia es tan grave como su aplicación; la capacidad de dañar impunemente es en sí misma un daño. Esa capacidad es parte de su poder. Aun sin concretarse en un «daño» concreto, cumple su función. Que un empresario pueda despedir injustificadamente a sus trabajadores, o forzarlos a trabajar en condiciones de riesgo, o de exposición a un contagio, es parte del orden vigente y lo era desde antes de la pandemia. Que la policía pueda abusar de alguien, sea quien sea, define en muchos aspectos la existencia de las personas, aunque no tengan nunca la mala suerte de llegar a sufrir efectivamente esos abusos. «Es toda una experiencia vivir con miedo, ¿verdad?», le sonríe melancólicamente a Deckard el replicante Roy Batty en Blade Runner. «Eso es lo que significa ser esclavo». Los individuos contra los cuales, por órdenes expresas del ministro del Interior, con abierto respaldo del gobierno, los policías del grupo Lince –los «linces»– han cometido en estos días en Paraguay abusos –que también se están cometiendo en el contexto de la cuarentena en otros países– no son los elegantes peatones descritos antes en un par de párrafos, sino otros, tan irresponsables como ellos –lo cual es sin duda censurable y aun merecedor de control (sin abuso)–, pero muy diferentes, y no han sufrido estos maltratos en barrios ricos, sino en barrios pobres. Los primeros no son objeto de atención ni de posible abuso policial y los segundos sí, con pandemia o sin pandemia. Han sufrido también estos abusos trabajadores que no se podían permitir correr el riesgo de un despido injustificado por acatar la consigna de quedarse en casa, pero que ya corrían ese riesgo y siempre lo corrieron, debido a que el mercado laboral funciona de ese modo, con pandemia o sin pandemia. Como se ve en uno de los videos que circulan estos días, se ha perseguido a lo largo de varias calles de Asunción, con una picana eléctrica, por no quedarse en su casa durante la cuarentena, a un individuo que no tenía casa donde quedarse –que no la tiene, con pandemia o sin pandemia–. Por todas estas razones, lo que se piensa como un actual «estado de excepción» es cualquier cosa menos excepción.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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