Sobre la pretendida neutralidad en las ciencias sociales y la historiografía

¿Es el espacio académico, como algunos pretenden, inmune a las ideologías y, por lo tanto, el único que permite un conocimiento riguroso?

M. C. Escher: Manos dibujando
M. C. Escher: Manos dibujandoArchivo, ABC Color

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Para muchos académicos que estudian la guerra contra Paraguay es habitual sostener que, al menos desde la última década del siglo pasado, se produjo una «renovación» no solo en el enfoque de la cuestión sino en la historiografía como disciplina. Los historiadores más encumbrados decidieron bautizar el producto de ese cambio de paradigma como «Nueva Historiografía» sobre ese conflicto o, en términos más amplios, sobre el devenir del Cono Sur en el siglo XIX.

El propósito de este artículo no es desarrollar un debate sobre la interpretación de los hechos que propone esta corriente –que en realidad tiene poco de «nueva» y mucho de reformulación de la vieja narrativa liberal–, sino sobre sus criterios metodológicos.

Sus representantes aseguran haber escrito una historia «objetiva» e «imparcial», basada estrictamente en «hechos» comprobados «empíricamente» por medio de documentos, sin «pasiones» ni ideologías. El resultado: «un análisis más objetivo de la Guerra del Paraguay, más allá de simplificaciones o deformaciones […]», según Doratioto (1).

La propuesta de una lectura «nueva», y, además, «neutra», ejerce una comprensible atracción. Pero si profundizamos más, plantea una serie de interrogantes: ¿Puede el investigador dejar «fuera de la sala» su concepción del mundo al estudiar la historia u otra disciplina de las ciencias humanas? ¿Es posible la neutralidad científica en este campo? Su principal objeto de estudio, la sociedad, ¿no está inmersa en el curso del desarrollo histórico de la misma forma que el sujeto de la pesquisa, el científico social? ¿Existe una «verdad histórica» a ser alcanzada? Si sí, ¿cuál es el mejor camino para llegar a ella?

En cualquier universidad, la mayoría de los académicos dirá que la neutralidad en las ciencias sociales no solo es posible sino una condición necesaria para alcanzar la verdad objetiva –entendida como exenta de ideologías y, por ende, pura–. Pero vale preguntarnos: ¿el espacio académico es inmune a las ideologías y, por lo tanto, es el único capaz de avanzar en el conocimiento científico con rigor?

Existen muchos abordajes metodológicos. Pero aquí nos detendremos brevemente en dos: el positivismo y el materialismo histórico-dialéctico.

El positivismo, que deriva del empirismo clásico, básicamente propone que ciencia natural y social son lo mismo. La sociedad, con sus males, estaría regida por leyes naturales, invariables. Auguste Comte, en un ataque de franqueza, escribió: «El positivismo tiende poderosamente, por su naturaleza, a consolidar el orden público, por medio del desarrollo racional de una sabia resignación […esto es] una permanente disposición para soportar con constancia y sin ninguna esperanza de compensación, cualquiera que esta sea, los males inevitables que rigen los diversos géneros de fenómenos naturales, a partir de una profunda convicción de la inevitabilidad de estas leyes» (2).

Como el estudio de la sociedad sería equivalente al de la química, la física, la astronomía o la medicina, para los positivistas la metodología más adecuada para conocer la vida social es la misma que vale para la vida natural: observación científica aparentemente «neutra». Cualquier elemento ideológico, en sentido amplio, debe ser eliminado para no «contaminar» la observación serena de la realidad. No es difícil advertir el carácter conservador de este enfoque. El propio Durkheim sintetizó así la esencia del pensamiento positivista: «Nuestro método no tiene, pues, nada de revolucionario. Es incluso, en cierto sentido, esencialmente conservador, pues considera los hechos sociales como cosas cuya naturaleza, por flexible y maleable que sea, no podemos, pese a todo, modificar a voluntad» (3).

Por el contrario, el fundamento del materialismo dialéctico es que no existe nada eterno, nada fijo, nada inmutable. Todo es perecible. El mundo está en permanente movimiento y transformación. Podría decirse que este principio dialéctico se aplica a la naturaleza, donde existe una transformación perpetua, pero existe una diferencia capital entre la historia natural y la historia humana. La historia de la humanidad es producto de las relaciones sociales entre seres humanos. La historia de la naturaleza, con sus leyes, como la formación del sistema solar, los movimientos de la Tierra o la evolución de las especies... no es obra del ser humano. Para el pensamiento marxista, todos los fenómenos económicos, sociales y políticos son producto de la acción humana. No son resultado de leyes naturales, universales y absolutas. Por ende, pueden ser transformados. La sociedad, como un todo, puede cambiar. En ese sentido, Marx criticaba a los eruditos de su tiempo: «los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo» (4).

Lo cierto es que todo investigador parte de cierta orientación cognitiva, sugestionada por su visión del mundo –convicciones ideológicas, políticas, sociales, religiosas, valores morales, en síntesis, por sus propias representaciones de la realidad–.

Merced a lo anterior, toda investigación social –no solo las conclusiones, sino la propia definición del tema, de la problemática, el método, etc.– deriva de una filosofía y de las nociones preexistentes en la cabeza del estudioso. Esto significa que toda ciencia social no es sino una expresión, un fragmento, de una visión social del mundo. Por lo tanto, ninguna escuela de pensamiento puede arrogarse el mérito de poder describir la realidad de manera «pura», factual, tal cual es.

No porque no exista una realidad objetiva comprobable, una «verdad» histórica o sociológica. Sino porque la realidad, nuestro objeto de estudio, es por definición infinito. Está en constante mutación y todo aquel que aspire a conocerlo es parte de ese mismo objeto. La relación entre objeto y sujeto en el estudio social es dialéctica. En consecuencia, a lo máximo que cualquier corriente de interpretación –incluido el marxismo– puede aspirar es a aproximarse lo más posible a la verdad objetiva.

Por otra parta, la realidad histórica y social está atravesada por la disputa entre distintas corrientes de interpretación. Esto hace imposible que el investigador elimine sus «prenociones». Frente a este problema, la salida que el positivismo –con sus variantes– propone es, en esencia, la autocensura, el «autocontrol» de los intelectuales. El historiador no debe tener boca, opinaba el historiador alemán Leopold von Ranke.

En los hechos, el positivismo exige que el estudioso rehúya el debate teórico-político con otras perspectivas. Así, el conocimiento no avanza. Lo que en sí es limitado –la capacidad de conocer toda la realidad en su completa dimensión– fue definitivamente mutilado por la doctrina positivista, incapaz de aceptar que el científico social no trabaja –o no debería hacerlo– en un laboratorio aséptico, protegido por un traje que evite la contaminación del mundo exterior, como si estudiara el nuevo coronavirus.

El resultado del método empirista, en general, son trabajos con excesiva acumulación documental y escasas interpretaciones generales. Es evidente que existe la necesidad ineludible de basarse en documentación primaria. Existe la necesidad de examinar la mayor cantidad de fuentes, con rigor y mirada crítica. Existe la escrupulosidad metodológica en el estudio de la historia. Lo que no existe –ni existió nunca– es la imparcialidad histórica, no solo en la interpretación sino también en el planteamiento de la propia problemática a ser estudiada.

Si el buen uso de la documentación es indispensable, también es necesario tener cautela para no hacer de los documentos un fetiche. El problema reside en que, en sí mismos, los documentos no pueden contar lo que ocurrió «tal como ocurrió». Ningún documento podrá expresar más de lo que sus autores pensaban sobre algún hecho cuando lo registraron, descartando en el acto otros tantos. A lo sumo expresarán aquello que sus autores querían que las personas pensasen que ellos pensaban o pretendían. Por ejemplo, el diario personal del conde d’Eu durante la campaña brasileña contra Paraguay sin duda es una fuente importante; pero es obvio que, en su posición de comandante aliado, el conde registró en sus memorias todo aquello que le convenía que pasase a la posteridad, y omitió lo que no (como las atrocidades en Piribebuy o Acosta Ñu) (5).

Ningún historiador o historiadora está en condiciones de narrar y analizar los hechos tal como sucedieron. Tiene, por supuesto, la obligación de ser exacto cuando expone los hechos. Por ejemplo, la batalla de Tuyutí ocurrió el 24 de mayo de 1866 y no en otra fecha. Evidentemente, tiene también la obligación de verificar sus fuentes, primarias o secundarias. Pero su labor no se limita a relatar, el centro de su labor estará siempre en la interpretación de esos acontecimientos y de lo que está consignado en esas fuentes; su labor principal es entender la dinámica que explica por qué los hechos sucedieron de ese modo y no de otro; tomar posición en los debates que el problema plantea; en suma, extraer conclusiones. Sólo así el proceso de conocimiento puede avanzar.

Y esa interpretación derivará inevitablemente de las posiciones ideológicas y políticas, es decir, de la visión del mundo que, consciente o inconscientemente, el historiador asuma y reproduzca. Si consideramos el Paraguay del siglo XIX, los propios conceptos de dictadura, participación popular, revolución, contrarrevolución, reforma, librecambio, estatismo, clericalismo, y su valoración, implican inevitablemente una visión ideológica. El propio concepto de ideología está sujeto a una perspectiva ideológica.

Si lo que describimos hasta aquí es acertado, no proceden las conocidas etiquetas con las que el academicismo intenta desacreditar al marxismo: relato ideológico, panfletario, historiografía militante. No proceden porque todos estamos metidos hasta el cuello en el río de la historia. Nadie está seco, simplemente «observando» los acontecimientos desde sus márgenes.

Por ese motivo, el marxismo no aspira a elaborar una ciencia neutra. Por el contrario, busca comprender –para transformarla– la realidad desde el punto de vista de la clase trabajadora y los sectores oprimidos. Dicho de otra manera, su enfoque tiene un corte de clase.

Rosa Luxemburgo reafirmó esta premisa: «la sociedad real está compuesta de clases que poseen intereses, aspiraciones y concepciones diametralmente opuestos, una ciencia social humana general, un liberalismo abstracto, una moral abstracta, son en la actualidad ilusiones, utopía pura» (6).

Lenin, por su parte, explicó el problema en términos más concretos: «Esperar una ciencia imparcial en una sociedad de esclavitud asalariada, sería la misma pueril ingenuidad que esperar de los fabricantes imparcialidad en cuanto a la conveniencia de aumentar los salarios de los obreros, en detrimento de las ganancias del capital» (7).

Esto significa que, independientemente de si el autor lo admite o no, todo análisis histórico es y será siempre ideológico. Todo historiador, consciente o inconscientemente, al escribir, estará haciendo política al servicio de una u otra clase o sectores de clase.

El aparato de las universidades, como reflejo de una sociedad de clases que arrastra tradiciones autoritarias y anticomunistas, puede continuar anatemizando el marxismo. Eso es comprensible. Lo inaceptable es que lo haga enmascarando su propio carácter ideológico. Esa actitud no es honesta. No es serio exigir a los demás que eliminen sus prenociones mientras ocultan su concepción fundamental: la conservación de la sociedad burguesa. El lector, evidentemente, no tiene por qué coincidir con las ideas políticas del historiador, ni este tiene motivos para ocultarlas.

Por último: la verdad histórica solo interesa a las clases dominadas, no a las dominantes. Por eso el punto de vista de las clases explotadas es el que mejor puede aproximarse al conocimiento. Las teorías burguesas poseen intencionalmente un carácter de ocultación ideológica, puesto que son parte del mecanismo necesario para legitimar, reproducir o estabilizar el orden imperante. Ningún capitalista habla en nombre de su interés real: el lucro a cualquier costo. Siempre habla en nombre del «bien común», de la «ciudadanía», del «pueblo», de la «nación». El marxismo, como doctrina científica, aspira a desnudar los mecanismos de explotación del capitalismo y, por ello, no tiene interés en camuflar sus propósitos ni su «ideología». La razón es que los oprimidos necesitan alcanzar conciencia de la realidad como condición para luchar abiertamente por sus intereses. Los opresores necesitan ocultar y disimular.

Para la burguesía, su sociedad y su economía son naturales y eternas. Para el marxismo, el orden capitalista es histórico, transitorio. Por lo tanto, puede ser superado.

Si las ideas dominantes de cada época son las ideas de las clases dominantes, la pretensión de una supuesta imparcialidad histórica no solo es ilusoria sino nociva, puesto que solo contribuye a reforzar uno de los pilares del sistema de dominación ideológica de las clases poseedoras, que intentan hacer pasar sus intereses como los intereses generales de esta sociedad desigual.

Notas

(1) Francisco Doratioto. Maldita Guerra. Nova história da Guerra do Paraguai. São Paulo: Companhia das Letras, 2002, pp. 20-21.

(2) Auguste Comte. Cours de philosophie positive. Tomo VI. París: Bachelier, Imprimeur-Libraire, 1839, pp. 190-191.

(3) Emile Durkheim [1895]. Las reglas del método sociológico. México DF: FCM, 1997, p. 9.

(4) Karl Marx [1845]. Tesis sobre Feuerbach. Disponible en: <https://www.marxists.org/espanol/m-e/1840s/45-feuer.htm.

(5) Rodrigo Goyena Soares (org.). Conde d’Eu: Diário do comandante em chefe das tropas brasileiras em operaçãon a República do Paraguai. Río de Janeiro: Paz e Terra, 2017.

(6) Rosa Luxemburgo [1899]. Reforma o revolución. París: Spartacus, 1947, p. 75.

(7) V. I. Lenin [1913]. Tres fuentes y tres partes integrantes del marxismo. En: Obras Completas. Tomo 23. Moscú: Progreso, 1982, p. 40.

ronald.leon.nunez@gmail.com

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