«Virus chino»

Un breve análisis de la crisis desatada por la pandemia del covid-19 permite revelar algunos destructivos mecanismos estructurales de nuestro modelo económico y político, expuestos en el siguiente artículo.

Un mundo deshabitado por la pandemia (Imagen: obra de José Manuel Ballester)
Un mundo deshabitado por la pandemia (Imagen: obra del pintor madrileño José Manuel Ballester)

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Mueren del choque de un gran gancho de hierro en la sien mientras descargan reses porque el agotamiento de esa tarea hercúlea les impide esquivar a tiempo el golpe. Mueren de una descarga mientras reparan una instalación eléctrica sin protección adecuada. Mueren al caer del décimo piso cuyas ventanas suben a limpiar con un arnés gastado que no resiste su peso cuando dan un traspié.

Esas son muertes rápidas.

Después están las lentas.

Mueren porque manipularon durante años sustancias tóxicas, sus cuerpos y ropas fueron rociados con sus partículas, llenaron sus pulmones con sus efluvios. Mueren porque solo pudieron comprar comida chatarra durante décadas y, ya enfermos, no tuvieron tampoco lo necesario para vivir mejor. Mueren porque no pudieron escapar nunca de la angustia de sus deudas más que emborrachándose con alcohol barato.

Muchos hemos perdido conocidos, amigos, familiares, muertos de enfermedades como, por ejemplo, el cáncer, en gran parte porque sus tratamientos son demasiado caros. La OMS no ha denunciado nunca sus excesivos precios.

Todos los días miles de personas en todo el mundo mueren a cuentagotas. No son muertes gloriosas, sino sordas, opacas. De rutina.

Todos los días mueren cientos de trabajadores en todo el mundo porque se ven obligados a cumplir sus tareas en condiciones de elevado riesgo.

Mueren todos los días, pero nunca te importó.

No te importó porque no era tu caso, ni el de los tuyos, tus «seres queridos».

Tenías trabajo, o tenías bienes y rentas, o tenías empresas y otros trabajaban para ti. Tenías bastante para pagar tu alquiler, o tenías casa propia, o tenías propiedades y otros te pagaban el alquiler a ti. Tenías lo suficiente para ir al doctor si era preciso, o tenías un buen seguro privado, o tenías la mejor atención médica siempre disponible para ti. En ese variopinto universo que se extiende desde la clase media precarizada pero con esperanzas de mejorar hasta la clase alta sin esperanzas de mejora porque su posición es inmejorable, la muerte y la miseria parecían males evitables, paliables o lejanos.

Los tratamientos para enfermedades como el cáncer no son asequibles para todos porque los precios se fijan de acuerdo a los intereses del sector de la sociedad numéricamente más pequeño, y el único decisivo –que también invierte en la investigación de esos tratamientos, y en general en la investigación científica, siempre de acuerdo a sus intereses–. Cientos de trabajadores en todo el mundo cumplen sus tareas en condiciones de alto riesgo porque esas son las condiciones que convienen a los intereses de ese sector. Todos los días mueren en todo el mundo personas que son simplemente irrelevantes para esos intereses. Cuando haya una vacuna para el nuevo coronavirus, tampoco tendrá por qué ser asequible para todos.

A ese pequeño sector de la sociedad que decide tantas cosas no le importa el resto. Al virus, por su parte, no le importa si las inversiones de las farmacéuticas –en el caso de la vacuna– son rentables. Nada sabe de los intereses de ese pequeño sector tan decisivo. No repara en quiénes podrán pagar tratamientos eficaces. No distingue si aquellos que infecta son ricos o pobres, presidentes de repúblicas o albañiles. Tampoco le importa si son estadounidenses o chinos, paraguayos o brasileños, nativos o extranjeros. Al virus no lo detienen las fronteras; no entiende de nacionalidades ni tiene pasaporte.

Las vacunas funcionan bien si toda una comunidad se vacuna; tenemos entonces inmunidad colectiva. Cuantas menos personas estén vacunadas, más fácil será que el virus circule. Si los intereses de las empresas obligan a los empleados, so pena de perder su medio de vida, a exponerse al contagio, esta vez no arriesgarán solo la salud de esos trabajadores, sino la de todos, por privilegiados que sean.

Las medidas de precaución que se recomiendan o decretan pueden funcionar bien si las toman todos, pero no todos pueden permitirse ese lujo. Que no todos puedan hacerlo facilita la propagación del virus. Al virus no lo detienen los porteros eléctricos ni los guardias de seguridad de las grandes residencias ni de los barrios cerrados.

El virus ha llegado para demostrarte que la salud no es reflejo de virtudes personales, sino realidad social y asunto político. Y que si, con la complicidad de tu silencio y obediencia, las instituciones y los gobiernos siguen representando los intereses de un pequeño sector de la sociedad, eso que todos los días en todo el mundo cuesta –pero nunca te importó– la vida de tantos, puede terminar costando la vida de todos.

El que nunca te importó, ahora es tu problema. Siempre lo fue, o debió serlo, pero la única forma de que lo entendieras era que te afectase directamente. Ese que trabajaba sin medidas de seguridad adecuadas, ese que no tenía suficiente para pagar el alquiler, ese que no puede dejar de salir a tratar de ganarse la vida porque si respeta la cuarentena morirá de hambre, ese que se expuso por necesidad a todos los peligros y que recibió todos los desprecios, ese ahora te concierne. Ese que nunca te importó porque no era como tú, porque era un extraño, porque no era parte de tu pequeño mundo, de tu familia, de tu patria, de tus seres queridos, porque no era uno «de los tuyos». Ya no puedes mirar simplemente a otro lado. La vida es un derecho de todos, o de nadie.

«Virus chino», dice Donald Trump, mientras la comunidad asiática sufre ataques e injurias en todas partes. En Paraguay, los naZionalistas aplauden el maltrato xenófobo, de parte de las autoridades, contra personas de otros países. «¡Fuera brazucas de nuestra patria! ¡Vivan el gobierno y el ejército que defienden nuestra soberanía!», braman.

El peligro no viene de Brasil ni de China. El peligro son los gobiernos que te han dejado sin salud. Sin camas en los hospitales. Sin estabilidad laboral ni seguridad económica. Sin casa. Sin derechos. Que están al servicio del pequeño sector cuyos intereses deciden la suerte del resto de la sociedad. El ejército y la policía están al servicio de esos gobiernos. No están ahí para defenderte de malignos extranjeros con virus invasores del espacio exterior. Están para asegurar el control de la población y desalentar cualquier protesta antes de que se produzca. Están para, en medio de la tremenda crisis económica que la crisis sanitaria traerá consigo, defenderlo ante todo de sus enemigos internos, no de los externos. Están para, en caso de estallido social, defender al gobierno de sus propias víctimas cuando, desesperadas, estas descubran que ya no tienen nada que perder. Y si tú estuvieras entre esas víctimas, estarían para defenderlo de ti.

Haces mal en culpar a los virus de la China, los sintecho que no se pueden quedar en casa, los extranjeros, las ignorantes yuyeras y los sucios ambulantes que no acatan decretos. Eso es infame. Y también es estúpido.

Pero, sobre todo, es infame.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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