Cargando...
Hablar de Josefina es tocar la esencia de la producción cultural del Paraguay contemporáneo, describir la renovación de la labor intelectual y creativa de gran parte del siglo XX. Tuvo que enfrentar innumerables barreras en una cultura machista. Asumió este territorio sin ningún escapismo literario o artístico, de forma profunda y esencial, levantando las napas que cubrían una realidad soterrada bajo una «normalidad» que «así nomás tenía que ser». Tuvo que pagar muy caro su amor y la lucha por un Paraguay digno. Soportó estoicamente las críticas de esta sociedad provinciana por el «doble pecado» de ser intelectual y a la vez mujer.
Una manera de defenderse de esta sociedad que la agredía fue introducir su mano en la tierra y describirla. Así, toda su amplia obra de escritora, investigadora, ceramista, dramaturga trasluce la manera en la que Josefina veía su entorno, el mundo, el arte, la literatura, su propia vida.
Josefina y la cuentística
En julio de 1962, Josefina mencionaba, en una conversación con quien esto escribe, que la mayoría de sus cuentos, unos 30, estaban inéditos. Le sugerí publicarlos en Alcor (1). Le dije que, desde la revista, podríamos llegar a un acuerdo con la imprenta para guardar la matriz en plomo y luego unificarla con los próximos cuentos en un libro. De esa forma lo más costoso (en esa época) estaría hecho, y solo habría que imprimirlo. Quedamos en que ella seleccionaría algunos y los publicaríamos en la revista, y utilizaríamos las matrices en plomo para editar un volumen.
Como miembro de Alcor, mi tarea fundamental era recolectar los artículos de nuestros prestigiosos colaboradores. El 11 de setiembre de 1962, lo recuerdo bien –ese día cumplía yo 19 años– fui a casa de Josefina –que me recibió con la cordialidad que guardaba para sus amigos, sin importar que fuera un jovencito que apenas estaba acabando la secundaria– a buscar el primer cuento, «La mano en la tierra», de la serie pensada para convertirse en libro. Así, presumiblemente, fui el primero en leerlo, y lo vi como una radiografía de la propia escritora, trasterrada española, emigrada de una isla marítima a otra isla, rodeada de tierra.
Cuando fue publicando más conjuntos de cuentos, comprendí que «La mano en la tierra» encerraba la revelación del mundo relacional entre el varón y la mujer en la sociedad paraguaya. Y muy especialmente de la posición de la mujer frente al varón.
La mujer, un destino sin redención
La mayoría de los cuentos de Josefina están relacionados con la problemática de la mujer en un mundo dominado por la concepción de que el varón es el centro. Su condición de extranjera, con una profunda cultura humanística, pudo ser la razón de que mostrara en un gran fresco a la mujer en Paraguay como prisionera en una cultura atávica de dominio varonil.
A la pregunta de por qué escribía cuentos relativos a la mujer, ella respondió alguna vez: «porque vivo en el Paraguay y soy mujer» (2), lo que confirma que son como un grito desde su condición de mujer y de testigo de la realidad del país donde se afincó y que hizo propio. En ellos, la mujer para el varón no es más que un bien para satisfacer su deseo. El sexo, la demostración de su poderío, su pene, la espada que sacia la avidez momentánea en la circunferencia de los demás servicios a que está obligada la mujer en esa relación de amo y servidumbre. Entre el varón y la mujer no existe amor, solo dominación. En estos relatos pareciera que la única que ama y se engaña con el amor es la mujer. El hombre hace uso de ello. El destino de la mujer es el de alguien concebido para satisfacer el deseo del varón. El hombre persigue el sexo, la mujer cede y paga ese «pecado» el resto de su vida. Perdida su virginidad, los hombres se aprovechan y luego la abandonan. Si hay un hijo, es problema de la mujer, que ha perdido su virginidad: el hijo es la prueba, «ya es una kuña reí» y ningún varón la tiene en consideración sino para calmar sus deseos momentáneos e irse luego en busca de otro lecho y de los servicios que vienen con él.
«Después de este desengaño había tardado mucho en escuchar de nuevo las macanas de un hombre. Pero una es mujer, ¿no?.. y vivir sola es triste, sobre todo en primavera, cuando el aire a los atardeceres tibio y la tierra huele bien, y las estrellas son tan espesas como agosto poty…»
Y se seguirán cargando de hijos, recuerdos de los amantes de turno. Cada hombre que se junta con una mujer con hijos, asume esos hijos mientras está con ella, para luego irse dejándole otro hijo, que quizá será asumido por otro hombre: como si la mujer, desde el punto de vista psicológico, funcionara como bisagra en la relación de un hombre con otro hombre.
El varón, su poder y la soledad
El varón domina a la mujer hasta que su fuerza disminuye por la ancianidad. En «La mano en la tierra», Blas de Lemos ve en su lecho de muerte desfilar por su mente su infancia en las tierras montañosas de Asturias, su mujer, doña Isabel, a quien dejó con el hijo de ambos para embarcarse a América con la promesa de volver. «Nunca más. Hace 40 años que llegó a estas riberas».
Úrsula, madre de seis de sus hijos, acuclillada al pie de su cama masca tabaco. Sus hijos «siempre se habían entendido mejor con la madre, aún sin hablarle, con solo dejarse servir por ella». Hablaban en su lengua, a la que él «no pudo nunca ahondar los secretos». Ella amamantaba de sus senos oscuros a esos hijos «color de tierra, un poco extraños», que al decir «oré» trazaban «un circulo en el cual nadie, ni aún el padre», tenía cabida; «un ámbito hecho de selva y de misteriosos llamados girando en la luz taciturna de un planeta de cobre (…) Recordó a Diego, su ultimogénito varón. El único que había sacado los ojos azules. Blas lo amaba entre todos por eso, sin decírselo; aquel color parecía aclarar un poco el camino entre sus almas… Diego, lejos como todos…» (4)
El cuento «El Espejo» muestra la soledad del varón al perder su poderío. Postrado por una enfermedad, la familia, compuesta de mujeres, le destina un cuartito sin ventanas. «Yo levanté esta casa. Su hall, sus dormitorios y su comedor, su living, su cocina, su baño (…) Esta pieza donde estoy confinado fue la última…» (5). El espejo del armario es la única comunicación con su familia, sombras que desfilan en vez en vez, su mujer, sus hijas, los nietos jamás. Se aferra a ese único orificio que le permite ver los acontecimientos de la casa. No solo es objeto que refleja, hilo que lo une con el entorno, sino que en las noches, cuando el espejo esta oscurecido, dialoga con él como consigo mismo. Una forma precaria de existir. «Por eso quise estar frente a este espejo, mi otro yo, mi compañero». A medida que avanza su postración, la casa va perdiendo los muebles que durante toda su vida fue adquiriendo. Lo último que se vende es el armario con el espejo, quedando él rodeado de su absoluto vacío: con ello perdió su último poder de ser.
Colofón
Al fin, el varón y la mujer están solos. No han logrado como pareja una unión en condición de igualdad, con los mismos derechos. Aun cuando comparten un mismo mundo, viven en sitios tan diferentes que les resulta difícil enlazarse en armonía.
Notas
(1) Alcor fue una revista cultural paraguaya (1955-1969) fundada por Rubén Bareiro Saguier y Julio César Troche.
(2) Josefina Plá, Cuentos completos, Tomo I, Asunción, Servilibro, 2014, p. 58.
(3) Ibídem, p. 19.
(4) Ibídem, p. 62.
victorjacintoflecha@gmail.com