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La Guerra Grande concluyó con la muerte de Francisco Solano López en Cerro Corá el 1 de marzo de 1870, hace hoy 150 años. Ese día terminó una época. Desde entonces, las miradas de la sociedad paraguaya vuelven al pasado para denostarlo por su barbarie y sus tiranías o exaltarlo como edad dorada. El pasado se convirtió en refugio de conflictos presentes y sustento de proyectos futuros –ya proyectos liberales de superarlo en aras del «progreso», ya proyectos nacionalistas de recuperar soberanías perdidas–. Rafael Barrett se extrañó de que un país con tantos problemas actuales prestase tan obsesiva atención a la historia, pero la historia ha remontado tradicionalmente en Paraguay esos problemas a su supuesta raíz en un escenario remoto al que también, desde luego, sabe desviar la búsqueda de culpables –del revisionismo ha escrito por eso Guido Rodríguez Alcalá que «nació como una ideología encubridora» (1)–.
Los usos sociales del pasado para interpretar (y encubrir) problemas del presente, sus usos políticos para proyectar un futuro común –con los tintes ideológicos propios de los diversos actores, partidos, gobiernos que apelan a él– dan hasta hoy a vastos sectores de la sociedad local tanto su aparente interés por la historia como su real incomprensión de la misma, y en otros tiempos marcaron, por ejemplo, la famosa polémica que Cecilio Báez y Juan O’Leary sostuvieron en la prensa local entre octubre de 1902 y febrero de 1903. Báez expresaba la postura liberal de los gobiernos de posguerra: antes de la Guerra Guasu, reinaban en el país la opresión y el oscurantismo, y de esa guerra y la consiguiente ruina el culpable era López. Para O’Leary, por el contrario, lo que Báez repudiaba –no sin racismo– como «ignorancia» y «atraso» era lo que él llamaba –no sin fascismo– «el genio de la raza», y los culpables de la guerra y la ruina eran Inglaterra y los codiciosos vecinos de Paraguay. Báez y O’Leary no disputaron realmente por una verdad histórica sino por la hegemonía de un concepto de nación y de un proyecto político, y es eso lo que generalmente se sigue disputando cuando los paraguayos creen que hablan de historia.
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Aunque en Paraguay las clases medias liberales y progresistas tienden a asociar la ideología autoritaria en general, y el nacionalismo en particular, con el coloradismo y el estronismo, fue bajo gobiernos liberales, durante la guerra con Bolivia, que las publicaciones para las tropas y la población en general se llenaron de comparaciones entre los jefes militares del momento y López –«el Mariscal fue la personificación fascinante de las virtudes excelsas de su raza, como lo son ahora…», etcétera, etcétera–. Y en esa década –en la que Natalicio González describió la triada «tierra, raza e historia» y la «esencia nacional» (El Paraguay eterno, 1935), la década del fascismo–, el gobierno «revolucionario» del coronel Franco hizo «héroe nacional» a López, «inmolado en representación del idealismo paraguayo», por decreto del 1 de marzo de 1936, y a Francia y Carlos Antonio, «próceres beneméritos» en setiembre del mismo año, año en el cual Franco firmó otro decreto, el 152, que, sumado al militarismo, el culto a la Patria y la persecución de los opositores, parece adecuar bastante bien aquel régimen a la definición clásica de Estado fascista. Y, coincidiendo con el auge de la teoría de que Inglaterra financió con préstamos la Guerra Grande, décadas después el imperialismo inglés de antaño pareció hablar a los círculos «progresistas» de un presente de gobiernos funcionales a Estados Unidos, y la imagen de un López muerto por resistir a las presiones externas evocó en tal contexto la de un héroe antiimperialista (y, aunque esto sea una impresión indemostrable, parece flotar aún en círculos locales un paralelo tácito entre la Cuba acosada por Estados Unidos y el Paraguay víctima de la gran potencia del siglo XIX). Bien puede haber aquí más de una tesis digna de consideración académica, pero el poder de estos relatos es evidentemente de otro orden, del orden de la fantasía, y, si bien se legitiman en el campo historiográfico, en realidad forman parte de viejas y veladas disputas políticas por el dominio del espacio público.
Cuando Barrett vino a Paraguay, la explotación del tanino en los obrajes del Chaco estaba en manos de empresarios como el argentino Carlos Casado, cuyas influencias le permitían un uso espurio del crédito bancario del que redundaron excedentes que supo multiplicar en ellos, y la explotación de la yerba mate en los obrajes de las riberas del Paraguay estaba en manos de gigantes como la Matte Larangeira. Sabiendo a qué se arriesgaba, Barrett expuso en sus artículos los siniestros engranajes –adelantos como deudas a saldar en condiciones asesinas, compra de complicidades…– de la explotación de materias primas y de personas mediante una esclavitud negada por la sociedad y legalizada por el Estado. Puso todo por escrito. Y el patriota O’Leary –el mismo del «genio de la raza» y la polémica con Báez– rebajó su trabajo, sus aciertos, su esforzado amor por este país en el que siempre será –por su nacimiento y por sus ideas– dos veces extranjero.
O’Leary prefirió dejar exaltados retratos del mariscal López –«Montaña de patriotismo, en sus entrañas brama el fuego de su amor desmesurado a nuestra tierra» y en su frente «bullen todos los anhelos de nuestra raza»– y denigrantes retratos de aquellos «que hurgan en las intimidades de nuestra historia» para «anular los méritos de nuestros grandes hombres» y «disminuir ese patrimonio moral que es nuestro único título al respeto y a la admiración del mundo»: a esos, arenga O’Leary, «aislémosles en el leprocomio de nuestro desprecio» (2). Las mentiras sobre el pasado chocaron entonces (y puedo dar fe de que siguen haciéndolo) con las verdades sobre el presente.
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«¡Pueblo paraguayo!», empezaba el solemne discurso que sonó en todo el país un domingo como este, hace hoy medio siglo. «Se cumple hoy, 1 de marzo de 1970, el centenario de la muerte heroica del Mariscal-Presidente Francisco Solano López en Cerro Corá», proseguía la «perpetua recordación al Mariscal de Acero Francisco Solano López, Máximo Héroe de la Epopeya Nacional, genial maestro del patriotismo, conductor esclarecido y defensor de una causa noble y justa». A cien años de la muerte de López, la voz de Stroessner decía al país a través de la red de radio y televisión que «la obstinada y noble vocación que guió los pasos del gigante de nuestra historia no tiene parangón en el Mundo» y que los vencedores contaron los hechos a su modo, pero «en el fondo del alma popular siempre se mantuvo intacta la memoria del Héroe» (3). Aunque atribuir las tergiversaciones interesadas y los usos espurios del pasado solo al estronismo (o al coloradismo) sea una simplificación algo gruesa, Stroessner hizo del relato histórico eficaz instrumento de poder. No fue el único. La historia en Paraguay es máscara y metáfora de muchas cosas. Según la oportunidad, el país de Francia y los López merece desdén o rescate; según los intereses y ambiciones de los sectores en pugna por el dominio del imaginario colectivo, la Guerra del 70 es catástrofe absurda o «epopeya» gloriosa; según los recambios en las élites gobernantes, el mariscal López es déspota o mártir.
Hay muchos matices aquí, que no caben en un artículo. Los logros, también innegables, del gobierno del coronel Franco, por ejemplo. O que, aunque el estronismo presentó al partido colorado como defensor del legado del Mariscal, en el acto de fundación de ese partido en 1887 Decoud situó la caída del despotismo en 1870, año de su muerte (4). O que, si el culto a López, y en general el mito nacionalista del «buen dictador» (como se pinta también a Francia), respaldaron la dictadura, con su caricatura se abofeteó en realidad desde el inicio el «cretinismo» (Báez dixit) de sus seguidores. O’Leary pudo responder al discurso liberal de la élite de la posguerra y su insultante idea de un pueblo paraguayo bárbaro y servil. No obstante, por otro lado, si bien la historia nacionalista de grandes héroes bélicos se explica en parte por esas circunstancias iniciales, sus usos políticos tras la Guerra del Chaco y bajo el estronismo han terminado por convertir los decretos estatales y la propaganda oficial a tal grado en pasiones ciegas y creencias naturalizadas que –sobre todo hoy, con las retrógradas políticas culturales vigentes en el país– su crítica es imperiosa.
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En la polémica entre O’Leary y Báez chocan la mirada liberal –que repudia los despotismos del siglo XIX– y la nacionalista –que los reivindica como parte de un desarrollo soberano que habría truncado la derrota bélica–, dos tradiciones que siguen dividiendo a la sociedad paraguaya y cuyos esquemas limitan ya el horizonte. La Guerra Grande no solo proyectó su sombra sobre el futuro sino que cambió el pasado, que desde entonces se hizo ficción, pero no se ha pintado aún con los potentes colores de la vida la historia de este país, y es hora de descartar tanto los feos y pomposos clichés del nacionalismo autoritario como las caducas oposiciones de «civilización contra barbarie» y hacer poética justicia a toda nuestra salvaje, indomesticable multiplicidad.
Notas
(1) Guido Rodríguez Alcalá: «Imágenes de la guerra y del sistema», El Suplemento Cultural, 16 de julio del 2016.
(2) Juan O’Leary: Prosa polémica, Asunción, Napa, 1982, 225 pp.
(3) En Cerro Corá no se rindió la dignidad nacional (1970). Discurso del General Alfredo Stroessner. Asunción, Cuadernos Republicanos, 1986, 72 pp.
(4) «Discurso del ciudadano José Segundo Decoud», El Paraguayo, Asunción, 12 de septiembre de 1887.