Puede que no tengas más que una empanada de carne

Cuando el domingo pasado ganó un Óscar como protagonista del film Joker, el actor Joaquin Phoenix se metió unos cuantos miles más de fans en el bolsillo con un breve discurso sobre el sufrimiento de «los que no tienen voz». Su descripción del robo de la leche de los becerros para cortar el café o bañar el cereal del desayuno pareció postular el veganismo como imperativo moral.

Puede que no tengas más que una empanada de carne
Puede que no tengas más que una empanada de carneArchivo, ABC Color

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Los animales son nuestros hermanos. Esta no es solo una idea bella, sino que es una idea verdadera. Algunas de cuyas expresiones más poéticas y profundas, por cierto, como ha expuesto Chesterton con brillo, se encuentran en el pensamiento católico (aunque difícilmente podría haber un antecedente menos cool para las élites liberales de Hollywood y del mundo que el pensamiento católico, o religioso en general). Nadie ignora que su sola capacidad de sentir placer y dolor basta para que los animales no humanos sean, o deban ser, tan relevantes como los humanos para cualquiera de nosotros. Al menos desde la década de 1970 (uno de los nombres más conocidos en el combate contra el «supremacismo humano» probablemente sea, a partir de la publicación de Animal Liberation en 1975, el filósofo australiano Peter Singer) se ha popularizado la impugnación del especismo, prejuicio que sustenta una discriminación tan dañina como el racismo o el sexismo. De ahí que escuchemos con frecuencia (sobre todo, en los asados) que al comer carne ponemos nuestro placer egoísta por encima del sufrimiento de los animales.

El sufrimiento es parte de nuestra vieja historia humana. Está imbricado en la trama de su belleza cruel. En la médula de sus mejores obras, llenas de errores, manchadas de sangre. En la oscura fuente de sus creaciones –incluidas las (omnívoras) creaciones culinarias, con sus despiadados excesos y fantasías–. En los subsuelos peligrosos de la imaginación, el ingenio y el genio de esta especie. Presumo que el esplendor de ciertos palacios nunca nos hace olvidar que fueron levantados por esclavos. Y que el hecho de que fueran levantados por esclavos nunca nos vuelve ciegos a su esplendor. Por eso, no veo que el deber de combatir las injusticias –como la injusta explotación industrial de los animales (y desde luego, de las personas)– suponga el derecho a despreciar, como si fuéramos ángeles, esos imperfectos frutos.

(Y, francamente, entreveo una profunda maldad secreta en esa pretensión, tan característica de las clases medias, de «tratar de ser mejores personas» –orgullosa explicación que escuché hace poco, de labios de una vegana, sobre por qué era vegana–. Pero este sería tema de otro artículo.)

«Creo que tanto si hablamos de desigualdad de género como de racismo o derechos queer o derechos indígenas o derechos animales estamos hablando de la lucha contra la injusticia. Estamos hablando de la lucha contra la creencia de que una nación, un pueblo, una raza, un género, una especie tienen derecho a dominar, usar y controlar a otro con total impunidad». Aunque nada dijo Phoenix fuera de la impecable sarta de lugares comunes tan indiscutibles como huecos que inevitablemente gana la rutinaria aprobación entusiasta de toda audiencia que se precie de solidaria y consciente, y aunque cuanto dijo se acepte por consenso y toda objeción, por ende, esté mal vista, la equivalencia que establece entre mujeres, indios, queer, negros, and so on, por un lado, y animales, por el otro, es, cuando menos, debatible.

Significativamente, el señor Phoenix olvidó mencionar, en su lista de las taxonomías de la discriminación, a la clase de personas más importante cuando de dominio, abuso y control se trata, la clase trabajadora. De su importancia mayor dan cuenta tanto su peso y su centralidad en el pensamiento político moderno y contemporáneo cuanto los logros históricos que todos le debemos. A diferencia de los derechos de los animales no humanos, que dependerán del amor, la empatía y las prédicas de buena voluntad como la del señor Phoenix, son conquistas conscientes. Logradas en una prolongada y con frecuencia trágica batalla, con organización, reflexión, acción, planes, proyectos, riesgos asumidos. No deben los trabajadores (ni los indios, ni las mujeres, ni los homosexuales, ni los negros) estas conquistas a la empatía ni al amor de otros: se alzaron para exigirlas y volverse sujetos, no objetos, de la historia.

No hay nada semejante en el mundo animal. No porque sea inferior al mundo humano, sino porque es diferente. Es su diferencia lo que hay que respetar. Tanto como las afinidades de los animales con nosotros, que nos permiten conocerlos y conocernos, dentro de los límites de un conocer, el nuestro, en esencia casi siempre sueño o fábula. Aceptar esos límites es parte de tal respeto. Que debiera impedirnos equiparar, como si pertenecieran al mismo universo, por así decirlo, cultural, tragedias específicamente humanas, como los genocidios o las violaciones, con el maltrato animal, igualmente monstruoso, pero nunca de la misma índole. Que señalar esto se haya vuelto anatema, y que decir banalidades se aplauda como un gesto heroico, da cuenta de la profunda y vergonzante hipocresía de nuestra sociedad.

Cada vez se da más por sentado que la responsabilidad de los males sociales recae en el individuo y sus elecciones: comer o no comer carne, separar o no en dos bolsas distintas la basura, etcétera. Con inocencia, no sé si real o fingida, suele olvidarse que a la mayoría de la población planetaria, para elegir le falta libertad y le sobra coacción. Puede no haber otra forma de sobrevivir que emplearse como matarife en un matadero. Puede que frente a la obra donde trabajas de albañil no tengas nada de comer más que la empanada de carne del copetín. Puede que vender esas empanadas te salve del desahucio. Suele darse también por sentado que –más allá del impulso a tomar por modelos celebridades virtuosas como el señor Phoenix– los motivos para adoptar el veganismo son altruistas.

Sobre eso último, no faltan estudios que llegan a conclusiones contrarias. ¿Saciar el hambre de la sociedad humana con una producción masiva de alimentos de origen vegetal causará menos sufrimiento a los animales? Cultivar trigo, concluyó en sus investigaciones Stephen Davis, conlleva la masacre de la mitad de los conejos del campo. Davis no es el único que ha estudiado el daño de los cultivos agrícolas en la fauna silvestre. No comer alimentos de origen animal, ¿reducirá la demanda y, con ello, el sufrimiento de los animales? Autores como Raymond Frey han imaginado posibles efectos indeseables: las empresas podrían reducir costos, invertir aún menos en las ya penosas condiciones de vida de los animales, los productores podrían tener que bajar los precios, lo que podría aumentar la demanda de carne de los sectores más pobres, manteniendo constante el ritmo de la producción pero bajo regímenes de cría y faena aún más duros.

Es la lógica de la producción industrial lo que la mayoría de los argumentos a favor de la responsabilidad individual bajo lemas como «cambiemos el mundo» (sin cambiarlo) sintomáticamente omiten. Sin cambios económicos y políticos estructurales ser vegano no aliviará la explotación ni el sufrimiento de nadie. Mejorará tu apariencia física, tu autoestima (te creerás mejor persona), la percepción social de tu estatus, tu imagen, tu salud. Si comemos carne, nuestra defensa de los derechos animales ¿pierde eficacia, credibilidad, valor? Habrá quien vea en eso la oportunidad de recusarnos por incoherencia. Pero un carnívoro que lucha por lograr cambios económicos y políticos reales hace mucho más que tú con tu linda dieta vegana para aliviar el sufrimiento animal –y, nunca menos importante, para aliviar el sufrimiento humano. Y, de yapa, te regala la prerrogativa de descalificarlo moralmente por desayunarse la leche que era para los becerros.

Tomar leche de avena, andar en bici y hacernos los santurrones con cualesquiera otros alardes de bondad deslactosada solo nos sirve a nosotros, que aspiramos a proyectar una imagen socialmente plausible y enamorarnos de nuestro reflejo ideal en el espejo de las celebridades que consideramos ejemplos. Porque la raíz del problema no es el consumo, aunque el consumo nunca sea parte de la solución, sino la industria que procesa mi milanesa de carne y tu mila de soja, que produce mi bolsita de piel de conejo y tu bolsita ecofriendly, que cocina mi hamburguesa con bacon y tu hamburguesa de legumbres orgánicas –como las que Phoenix y su novia blanden en esa foto que aplaudiste a muerte hasta viralizarla–. Todos los bienes y mercancías que ganan su licencia eclesiástica en púlpitos como el de los premios Óscar con sermones que no revelan nada y oscurecen todo al escamotear esto: que si se consume como se consume es porque se produce como se produce, y que porque se produce como se produce, este modo de producción sacrifica en masa a grupos humanos enteros, aunque a muchos otros, desde fuera de las clases amenazadas, les importen más las vacas.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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