Oscar y Barack y Michelle y Donald

La politización de la entrega de los premios Oscar fue una novedad a la que nadie parece haber reaccionado nunca con hostilidad. O siquiera renuencia. Por el contrario, desde que el tono anti-sistema empezó a hacerse más audible en el corazón del star system de la industria del cine, ha sido una novedad de la que se espera y aun reclama que cada año sea más innovadora y restallante que el anterior.

Oscar y Barack y Michelle y Donald
Oscar y Barack y Michelle y DonaldArchivo, ABC Color

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La exigencia de militancia política devino estridente guerra cultural total desde el nítido triunfo del candidato republicano independiente Donald Trump en las pasadas elecciones presidenciales. Las actrices, los actores, los productores cinematográficos de Hollywood aborrecen al 45 presidente de Estados Unidos, lo consideran un payaso siniestro nacido de la peor televisión chatarra. Sin duda creyendo ganar algún combate decisivo, o importante, antes de las elecciones de este octubre, la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas decidió entregar el Oscar, en la categoría de largometraje documental, al matrimonio Obama. El negro Barack, anterior ocupante de la Casa Blanca, enemigo jurado de Trump, y su esposa Michelle, empresaria actual y política aspiracional, produjeron el film American Factory, elegía de una fábrica que cierra y llanto clasemediero por el pobre proletariado.

En 2020, cuatro años después de su primera victoria, Trump cree tener ya los votos para vencer por segunda vez en las presidenciales y asegurarse su segundo mandato. Ante la perspectiva de que una figura degradante –los medios cultos de la prensa y la radiotelevisión lo tratan rutinariamente así– brutal, ultraderechista, supremacista blanca, sexista, misógina, racista, homofóbica y sin perspectiva de género como Trump gracias al voto popular se quede en Washington al frente del Ejecutivo por cuatro años más, se vería indecoroso, para cualquier integrante de las élites culturales o sociales, expresar en público nostalgia por tiempos menos belicosos y más ceremoniales en la entrega anual de los premios Oscar.

Lo correcto, tal como lo vocalizan las bocas muy correctas y sonoras del Establishment audiovisual, es el reclamo por la espectacularización máxima de una vibrante militancia en defensa y apología de todos los derechos humanos, todos avasallados (y, este año, ver nota adjunta, también por los animales). Acaso no sea improcedente la demanda voraz de más y más espectáculo formulada ante una Academia cuya especialidad nominal es precisamente el Espectáculo. La eficacia política de la satisfacción más cabal y hollywoodense de ese pedido que no acepta el no como respuesta, luce más dudosa, y además conviene recordar aquel mantra de Walter Benjamin, según el cual la espectacularización y estetización de la política es un rito de masas de la derecha, no de la izquierda, ni siquiera de la centroizquierda progre. Tampoco ayuda el olvidar que la academia de Hollywood, sus seis mil miembros, se parecen mucho a Trump y muy poco a las presuntas víctimas de la opresión trumpista. Es un sindicato macho (80 por ciento), blanco (94 por ciento) y provecto (el 60 por ciento cruzó la barrera de los 60 años).

En un país sin aristocracia de sangre como Estados Unidos, a estos académicos rumbo a la tercera edad les toca actuar, disfrazarse si no travestirse –después de todo son eximios también en interpretar, actuar, fingir– y desempeñar, a pedido de su público y de las abanderadas y portaestandartes de la oposición demócrata, un viejo papel de «actriz de carácter» –un rol que provee comic relief, alivio cómico nacional–, el de «duquesa roja», aquellas grandes damas de la nobleza que optaban por ser cantantes primas donnas chic de la aurora escarlata de la revolución, al menos, de las costumbres.

La aristocracia siempre tiene sus poéticas, políticas y retóricas del gesto, del ademán veleidoso. Y en esta premiación 2020, la primera sin presentador anfitrión –por temor a que hiciera chistes, y toda broma, se sabe, es trumpista–, una veleidad –otra más– de la que que lxs académicxs hicieron gala en la gran Gala fue premiar el film de lxs Obama. American Factory ganó en el rubro de largometraje documental. El film –una rigurosa, compasiva, complaciente fantasía clasemediera sobre la clase obrera que va al paraíso de los creyentes a menos que el peligro amarillo les arrebate los tickets de ingreso o la mafia china les robe las moneditas que atesoraban para pre-adquirirlos online– transcurre en Ohio, uno de los swing States, esos estados que pueden cambiar su voto de demócrata a republicano, o al revés, y cuyo voto los demócratas, esta vez sí, quieren asegurarse en octubre.

En la decisión fabulada de este premio no falta la moraleja. Previsible, pero no sabemos si fue anticipada. Y es lo que los filósofos describen como «contra-intuitivo», en contra del apresurado sentido común, pero corregible sin embargo con la más breve y sobria de las reflexiones. Y así se vuelve evidente: cuán ajustadamente funcionales a Trump acaban por resultar quienes en Hollywood, en la Academia, en el festejo de la entrega de los Oscar despotrican a gusto y complotan y propician su caída fatal y su derrota definitiva.

Al ver a la Academia premiar con picardía a un ex presidente demócrata y a su señora, el 45 presidente de los Estados Unidos puede felicitarse de que el partido opositor, que todavía está decidiendo cuál será su candidato presidencial en unas primarias agrias y gritonas, busque los votos que le faltan donde ya los tiene. Y a la expectativa de generar rédito electoral con un Óscar –politización: misión cumplida– pudo decir o tuitear rápido, «Vean cómo esos exhibicionistas de la congoja por el dolor ajeno, esos “documentalistas” demócratas financiados por esa pareja de inútiles vistosos como el charol o el azabache, el negro Barack y la negra Michelle, tal para cual, se regodean en una falsificación, romántica y sartorialmente cortada a su medida, de la situación del proletariado industrial, al que yo conozco mejor que nadie y que me conoce a mí mejor que a nadie, porque a mí, más grande que la vida, en la pleamar de cada noche mis ratings de tevé me desembarcaban suave en sus pantallas domésticas».

El favor a Trump, la ayudita de sus amigos hollywoodenses, estuvo en qué premiaron. Pero también en qué evitaron premiar. La Academia no premió un gran documental sobre la democracia en Brasil, un film que el presidente Bolsonaro, aliado estratégico, admirador actoral y karaoke de Trump, les rogó –es más, les ordenó– que no distinguieran ni mucho menos premiaran. Un film, La democracia en peligro, en el cual se documenta un impeachment que sí tuvo éxito, y acabó con la presidencia de Dilma Rousseff. Trump parece más allá del (mal) juicio político de sus adversarios.

alfredogrie@gmail.com

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