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«Siempre me atraerá aquello que me devuelva el sabor de la aventura». Agustín Núñez.
Este 2019 que termina, el maestro Agustín Núñez ha cumplido medio siglo de vida artística desde que, como parte del elenco de actores de la comedia del recordado escritor madrileño Alfonso Paso Este cura, debutó en el Teatro Municipal de Asunción en 1969. Son cinco décadas de fecunda aventura artística hilvanadas por notables hitos que no solo marcan su biografía sino la historia reciente de la escena cultural moderna en Paraguay. Bajo el signo de Artaud y de Grotowsky, durante sus años de facultad irrumpió en el ambiente asunceno para quebrar el espacio escénico tradicional con el grupo Tiempoovillo, formado con otros estudiantes de arquitectura: «Fue un momento estelar –recordaba hace unos meses– en el que coincidimos un grupo de jóvenes dispuestos a jugarnos hasta las últimas consecuencias en escena para expresar nuestro punto de vista ante esa sociedad que nos tildaba de “grupo maldito”... Teníamos vastos sectores de la sociedad en contra. Nos cerraban las puertas para los ensayos, nos trataban de drogadictos, satánicos, depravados, reventados, promiscuos...» (1). Ese controvertido grupo, Tiempoovillo, viajó a Colombia en 1973 para representar a Paraguay en el Festival Internacional de Teatro de Manizales con la obra De lo que se avergüenzan las víboras, y con eso comenzaron un periplo continental, una gira por gran parte de Latinoamérica que incluyó viajes a otros siete festivales internacionales de teatro, «un largo y maravilloso peregrinar»: «Hicimos teatro en salas cubiertas de mármol y en caseríos donde actuábamos con el barro hasta las rodillas» (2). Cuando la compañía se separó, él se radicó en Colombia, donde trabajó en televisión y fundó el Centro de Expresión Teatral. Luego de la caída del régimen de Stroessner, regresó a Paraguay, asumió la dirección de la actual Escuela Municipal de Arte Dramático y creó El Estudio, la primera escuela de actuación y dirección de teatro del país. Algunas de sus obras regresaron desde la ficción, en los años siguientes, a los tiempos del estronismo, con frecuencia para mostrar sus aspectos más siniestros, como en el caso de 108 y un quemado, del 2001, que recoge un episodio real, la histórica cacería de homosexuales organizada en 1959 por la dictadura tras un crimen sin resolver, y que recrea el sobrecogedor desfile de los perseguidos, expuestos entonces como monstruos a la vergüenza pública. Hace ahora un cuarto de siglo, el escritor Augusto Roa Bastos dedicó a Agustín Núñez un homenaje que vale la pena citar in extenso aquí:
«Dos largas dictaduras militares, que sumaron entre las dos casi medio siglo de poder autoritario y represivo, desde 1940 a 1989, frenaron de nuevo el movimiento teatral, pero no alcanzaron a destruirlo. Le dieron, por el contrario, solidez y vigor inusitados, en el marco general de la resistencia antidictatorial. La simiente ya estaba madura. En su pulpa humana, individual y colectiva latía, cada vez más intenso, el sentimiento de su propia invulnerabilidad, la noción del teatro como arte de la dignidad y responsabilidad humanas, en búsqueda de la libertad de expresión y de una cosmovisión universal en ruptura con los prejuicios de todo orden y la imagen del encapuchado social, sólo gregario en la masa anónima e indiferenciada.
En aquella epifanía del teatro vocacional surgieron grupos independientes como el ya ahora casi legendario Tiempoovillo que inició su labor con una obra de creación colectiva, de carácter antropológico, titulada De lo que se avergüenzan las víboras.
Tiempoovillo inició luego una gira por los principales países latinoamericanos. La gira se transformó en una odisea que pudo considerarse triunfal, como experiencia formadora y enriquecedora de sus componentes. Y es desde luego el punto de partida y la referencia obligada del desarrollo del teatro en le época actual. Fue de todos modos el primer intento colectivo, de índole cultural, específicamente teatral, de romper las barreras de aislamiento e incomunicación en que el país se hallaba sumido desde tiempo inmemorial.
Entre otros intentos, es destacada, asimismo, la larga y meritoria labor de Arlequín Teatro, una fundación estable, también independiente, que subsiste con una fisonomía muy especial en el panorama del teatro paraguayo actual, como semilleros de actores y como factor muy eficaz en la formación del gusto por el buen teatro con la presentación de obras importantes del repertorio local e internacional.
Agustín Núñez formó parte de aquella joven y hermosa gente aventurera de Tiempoovillo, fue uno de sus fundadores y el que, como proyección de aquella gira, prolongó su aprendizaje de formación en los centros más importantes de Colombia y de Brasil. A su regreso al país, luego de dieciséis años de ausencia, fue en el Arlequín Teatro donde hizo sus primeras armas como actor.
Agustín Núñez es el legítimo heredero de esta alucinante trayectoria de un siglo de nuestro teatro con todas sus virtudes, con la masa oprimente de sus vicisitudes y rupturas. Poseedor de una energía vital, casi demencial. Batiéndose quijotescamente, sin dar ni pedir cuartel, contra los molinos de viento de la realidad de un país al parecer prisionero de la fatalidad, ha llevado a escena las obsesiones de nuestro mundo contemporáneo, de nuestra colectividad, y las viene exorcizando con la desesperación tranquila, con la paciente cólera, con la fervorosa fe de los iluminados, oponiendo a la realidad que delira su propio delirio hecho de inteligencia y pasión, de humana ternura, del implacable rigor de su voluntad. La aventura y el riesgo son los estímulos predilectos de su acción práctica e intelectual. “Siempre me atraerá aquello que me devuelva el sabor de la aventura”, es su premisa de acción y creación» (3).
El teatro emociona sin distinción a todos los auditorios porque con cada representación los espacios de realidad cotidianos son intervenidos por la ficción, que al lugar físico en el que se la representa le superpone el territorio de lo imaginario, ese universo paralelo tan antiguo como el carro de Tespis.
De Tespis sabemos que nació en Icaria en el siglo VI antes de nuestra era y que, desterrado de Atenas por Solón, recorría con sus actores el Ática en ese carro, que servía de escenario. Aunque la tradición lo señala como padre del teatro (a través de testimonios como el del retórico Temistio, que afirma que fue Tespis quien habló por primera vez con el líder del coro en el escenario, introduciendo en la tragedia el diálogo), lo que más se recuerda de Tespis es su carro, quizá porque habla de una vida libre e incierta. Así, siglos después, lo que Horacio, en su Epistola ad Pisones, recuerda de Tespis es que (me tomaré la libertad de traducir un par de versos) «...en carretas se dice que llevaba, / cantando sus poemas, a los actores / con las caras pintadas» («…dicitur et plaustris vexisse poemata Thespis, / quae canerent agerentque peruncti faecibus ora»), figura errante y aventurera como esa historia viviente que cubre el mundo, la del teatro, en la que tiene su sitio también la aventura artística del maestro Agustín Núñez.
Notas
(1) Agustín Núñez: «“El verdadero rostro de la felicidad”. Acerca de Ricardo Migliorisi y el teatro», en: El Suplemento Cultural, domingo 23 de junio del 2019. En línea:
(2) Ídem.
(3) Augusto Roa Bastos: «Un constructor emblemático del teatro paraguayo actual».