Yrendague, el milagro de la Virgen de Caacupé

Hoy, 8 de diciembre, en Paraguay se conmemora la Batalla de Yrendague, librada en 1934 durante la Guerra del Chaco, y se celebra el día de la Virgen de Caacupé.

Tren transportando soldados paraguayos desde Puerto Casado hasta el frente, durante la Guerra del Chaco.
Tren transportando soldados paraguayos desde Puerto Casado hasta el frente, durante la Guerra del Chaco.

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Cuando la Guerra del Chaco, le encomiendan al coronel Eugenio Alejandrino Garay, comandante de la 8ª División de Infantería, una misión considerada imposible. Porque era suicida recorrer 70 kilómetros a pie por el desierto, sin agua ni alimentos, con temperaturas ardientes de día y gélidas de noche. Y ese puñado indómito de paraguayos venció a la adversidad y, contra todo pronóstico, llegó hasta la aguada de Yrendague, torciendo el curso de la guerra a su favor.

Una misión imposible

Diciembre se perfilaba agobiante y el calor de verano taladraba hasta los huesos de los combatientes. Los componentes de la 8ª División de Infantería, que se hallaban en Puesto Estrella, se pusieron silenciosamente en movimiento aquella madrugada del día 5. Debían internarse entre matas de arbustos espinosos y marchar por un paraje inhóspito, con el mayor sigilo posible, para abrir las picadas, serpenteando entre las Séptima y Segunda Divisiones de caballería bolivianas. No podían utilizar el machete porque en aquellos solitarios parajes el sonido del filo de la hoja de acero sobre la madera podría indicar al enemigo que alguien trajinaba por la vecindad. Convinieron en quebrar las ramas de los arbustos espinosos, cuidadosamente, con las manos, aunque eso les causara heridas por las espinas. Jirones de sus uniformes manchados de sangre van quedando enganchados en aquellos hostiles matorrales que desgarran la carne, pero nadie se queja. Al frente marcha Eugenio Alejandrino Garay, viejo jefe conocido como «Avión Pytã», la mirada encendida, la decisión inquebrantable de triunfar. Y si él puede resistir, ellos también. Su ejemplo les infunde fuerzas y engendra en ellos una ciega confianza. A pesar de tan aciagas circunstancias les transmite la certeza de la victoria. ¿De dónde este hombre saca tal fortaleza?

Junto a Garay se hallaban los comandantes de los regimientos que integraban esa División, el mayor Lorenzo Medina, del RI 16 Mariscal López; el capitán Ireneo Díaz, del RI 18 Pitiantuta; y el teniente Ceferino Vega, al mando del Batallón 40. Un puñado de hombres, insignificante y mal armado. El enemigo que se precipitaba sobre Camacho pertenecía al mejor cuerpo de ejército boliviano, y sumaban unos 12.000 combatientes.

Ahora, después de tres días de agobiante marcha por aquel calcinado territorio, la tropa descansaba tendida a la intemperie.

Escrito en las estrellas

El viejo coronel contempló la inmensidad de la noche chaqueña. Sabía que esa misión que acababan de encomendarle hacía mucho tiempo ya estaba escrita en las estrellas. Descifrar la ingratitud e ignorarla fue su modo de volver a las trincheras. Algo en su interior le repetía que sobre sus hombros llevaba la victoria como una irredenta alquimia que lo impulsaba a lograr sus cometidos más allá de la edad, los dolores de sus viejas heridas, la reciente viudez, las penurias económicas, los sinsabores. Este era el momento por el que había estado aguardando en el desvelo de sus avatares, en la duermevela de las esquirlas de metralla que lo dejaron moribundo durante las revoluciones. En ese entonces ya recordaba el futuro, ya presentía esta misión y no habría sombra ni acechanza que lo apartaran del agua prometida.

Repasó vivencias. Ahora conocía la equidad que le brindaba la distancia en el tiempo de aquellos sucesos que eslabonaron sus días. La ingratitud era hojarasca en el viento. La envidia no rozaba la decisión de sus pasos. Las intrigas se diluían como humo de una hoguera desgajada. No buscaba la adulación ni los efímeros laureles. Buscaba encontrarse por fin consigo mismo, entre los fogonazos de la fusilería, el ritual sangriento de la ametralladora y ese viento caliente que orillaba los cauces de la aguada salvadora.

Del ayer descendían como una mansa lluvia los recuerdos del milagro. La certidumbre que ahora encendía su mirada. El presagio certero de que esta vez lograría convocar a la esquiva victoria. Sí, lo haría antes de que la arcilla fuera otra vez su lecho, en esa latitud donde solo persisten el ciprés o la luna y la inabarcable nada, solidaria.

Tenía plena conciencia de que el tiempo le robaba a zarpazos la vida. Así que debe hacerlo, porque los días no esperan y la arena inclemente le arranca de los párpados las mañanas. Acuciado por eso, aceptó la misión y a la cita de fuego que el destino le brindó partirá esa madrugada. Tenía resuelto renunciar a los privilegios que su rango le otorgaba y marchará a pié, junto a sus jóvenes soldados a quienes llamaba «mis hijos». Y al sentirse valorados por ese carismático jefe, la tropa unánimemente le respondió sin vacilaciones. Y allí radicaba su fuerza en el campo de batalla. Por eso, cuando su División ataca, son un cuerpo compacto que se abalanza como un alud sobre el enemigo. Eugenio, mentalmente le escribe una carta a su esposa ya muerta:

«La guerra ha sido cercenada, alterada, inventada, convertida en mitología. Pero te aseguro que la guerra no es eso, es metralla que destroza las vísceras, estampidos que nublan el entendimiento, relámpagos de esquirlas, explosiones y alaridos de dolor. Es vidas sesgadas por la muerte. Es penuria y fatiga y sacrificio. Es comulgar angustias cotidianas. Caminar incertidumbres. Ver arder el bosque desgajado. Es el olor acre de la sangre y paralelo a eso, es inventar a cada instante la esperanza. Engarzar como un orfebre minucioso cada minuto al milagro de la existencia. Es más de lo que cualquiera pudiera haber imaginado. Y es encontrarle sentido al sufrimiento, contrarrestándolo con el secreto elixir de los ideales. Es un propósito de la voluntad que nos hace hallar en cada fragmento de dolor un eslabón que lleve a la victoria, aunque el triunfo parezca inaccesible, porque si lo logramos, este podría brindarnos una patria mejor para todos los que la habitamos».

El manantial de la vida

En la madrugada del 8 de diciembre de 1934, día de la Virgen de Caacupé, a las 2:30 de la mañana, reanudaron la marcha, y dos horas después la avanzada del Batallón 40 consiguió capturar un puesto sanitario y dos camiones de agua. Eso los revivió. Se escucharon disparos y explosiones. ¿Podría aquel reducido grupo de sobrevivientes, exhaustos, lograr el objetivo? La incertidumbre aumentaba. Mientras, en el PC del viejo coronel Garay, que funcionaba bajo un árbol, crecía la tensión. Abandonadas por sus comandantes, las tropas bolivianas se desbandaron ante el ataque paraguayo. Así se obtuvo una resonante victoria recuperando el agua para el ejército nacional, lo cual, en aquella desolada región, como lo había afirmado «Avión Pytã», torció el rumbo de la guerra. Fallecieron en la «Picada de la Desesperación» unos 13.000 bolivianos, a quienes salieron a auxiliar los camioncitos recién tomados al enemigo por los paraguayos, rescatando a miles y trayéndolos prisioneros. Se tomaron además importantes armamentos que estaban en poder de los bolivianos y que ahora habían dejado abandonados. Ante circunstancias tan adversas, haber obtenido la victoria realmente había sido un milagro.

El viejo algarrobo

Garay, luego de la ardua jornada, cuentan que se sentó a descansar bajo un enorme algarrobo, y cuando la banda musical Sadistic Art, para conmemorar los 80 años de su fallecimiento, fue al Chaco, a 800 kilómetros de Asunción, a filmar el documental y video clip Yrendague, trece leguas de infernal marcha, comenzaron su tarea y un golpe de viento barrió con todo y llevó cuanto allí había, hasta un árbol que se alzaba solitario en medio de aquel calcinado lugar. Volvieron a traer sus elementos al sitio que habían elegido, pero nuevamente una ráfaga de viento arrastró todo hacia el algarrobo. Y se repitió otra vez. Eso los intrigó, porque parecía que algo sobrenatural estaba dirigiéndoles hacia el centenario árbol y decidieron filmar bajo el centinela vegetal. Luego se enteraron, por un baqueano del lugar, que aquel era el algarrobo donde el viejo Garay se sentó a descansar tras la victoria de Yrendague. ¿Acaso «Avión Pytã», indoblegable aún después de muerto, se deslizó desde el nebuloso más allá y dirigió sus pasos?

(Extraído por la autora de su libro Las acequias del tiempo)

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