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Dado que el poder no es solo material sino también simbólico e impregna todo por medio del consenso, diría Gramsci, la dominación también se ejerce con pequeños gestos, que no son pequeños. Hoy me contó una amiga que, delante de una puerta, un tipo de su edad o un poco mayor le cedió el paso con un reverente: «Adelante, señora». Es un incidente cómico e inocuo –cómico por la incongruencia entre el mensaje implícito en el tono y la actitud (respeto a los mayores) y las edades reales del emisor y la destinataria–, pero ese gesto, que en un joven sería natural y no comunicaría nada demasiado interesante, en casos como este revela el afán de medir de modo distinto la misma edad en hombres y mujeres. Traigo aquí al azar anécdotas comunes, de esas que le pasan a cualquiera, de esas que nos pasan a todos cada día, para pensar la continuidad entre lo que aceptamos como normal cotidianamente y lo que nos sobresalta como anómalo, entre lo rutinario y la excepción, entre lo pequeño y lo grande y, si se quiere, parafraseando el famoso lema, entre lo personal y lo político.
Parte de las cosas «normales» en la vida cotidiana en cualquier ciudad estadounidense hace solo algunas décadas era que los negros cedieran sus asientos a los blancos en el metro. Lo «normal» es un producto histórico, un fenómeno sociocultural, y en sociedades racistas la mayor parte de la gente ni siquiera repara en situaciones como la del metro, en ese contexto cultural normales, tal como en sociedades sexistas nadie se indigna, por ejemplo, por un chiste misógino, y el que lo hace se arriesga a pasar por un moralista o un puritano –cosa que en efecto, en ese contexto donde la misoginia es parte de lo normal, parece–.
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En una sociedad racista, donde es parte de lo normal que los negros cedan el asiento a los blancos, la mayoría puede indignarse si alguien lo encuentra injusto y protesta contra esa forma normalizada de discriminación. Para la mayoría, lo «normal» –como lo «natural»– tiene, por decirlo de algún modo, una especie de superioridad ontológica. Es casi inevitable, por ello, que reaccione con indignación si alguien lo cuestiona. Si la anécdota de mi amiga revela una medida del tiempo diferente según el sexo como algo normal en nuestra cultura, varias reacciones a un artículo publicado en estas páginas, sobre las declaraciones (que hace meses motivaron una investigación de la Fiscalía) del cantante de un grupo paraguayo de polca y cumbia acerca de su «consumo» de «mitãkuña (jovencitas) de quince», defendían con indignación esa misma doble vara, históricamente normalizada en nuestra sociedad, por la cual las mujeres no solo decaen antes que los hombres (el señor de la anécdota se veía a sí mismo más «joven» que las mujeres de su edad o menores), sino que maduran primero. El artículo, un llamado a la autocrítica contra el ensañamiento con chivos expiatorios, que defendía a unos músicos populares, del interior del país, señalando que su falta era «la del huésped que ignora los usos de los anfitriones y en medio de la cena lanza el ruidoso eructo que los demás comensales reprimen» (1), enfureció a algunas personas que reaccionaron con injurias y amenazas. Que los llamados a la autocrítica a veces incomoden es algo muy comprensible. Para empezar, no siempre se entienden; para la mayoría de las personas, lo normal, que, como mayoría, representan, es algo a defender, no a criticar. Lo normal es normal precisamente porque la mayoría de la gente ni siquiera lo «ve», ni siquiera repara o piensa en ello. Es difícil advertir algo de lo que formamos parte. El ojo puede verlo todo, salvo a sí mismo.
Es que para ver necesitamos distancia. A veces nos la brinda el espacio; otras, el tiempo. Recuerdo una reunión improvisada entre varios amigos al salir de clase, hace mucho. Todo fue genial hasta que a uno le tocó ir a traer más cerveza y dos estudiantes argentinas que venían con él lo acompañaron. Cuando se hubieron alejado, alguien dijo: «Nos trajo dos feas». Todos rieron y sumaron más chistes. Había ingenio en ellos, pero para mí ya no hubo alegría. He recordado ese episodio a lo largo de los años con enorme tristeza. Yo creía que estábamos entre amigos, entre iguales, pero bastó una breve ausencia para que dos personas que, como el resto, participaban sincera e inocentemente de una reunión fueran puestas en «su» lugar, el reservado a las mujeres «feas».
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No olvidé ese cobarde ataque del que fui testigo y del que ellas ni siquiera pudieron defenderse, pues fue a sus espaldas. Ambas volvieron a su país hace mucho. Yo me dediqué a beber y a fingir que todo estaba bien el resto de la noche. Con los otros perdí contacto y no les eché nunca en cara su conducta. No sabía por qué un chiste me había puesto tan triste, ni por qué el recuerdo irrelevante de una reunión casual volvía a mi mente siempre tan melancólico y amargo. He empezado a reparar en lo profundo de esa anécdota, nimia en apariencia, hace muy poco, más de diez años después. La distancia me la dio, en este caso, el tiempo. Hablo, entonces, de autocrítica. Yo no reaccioné como debía, pero entonces no veía lo que veo.
Traigo al azar anécdotas menores, no las grandes mayúsculas de los titulares de la prensa, no los hechos de muerte y sangre de las crónicas policiales, no porque no tenga en mi haber historias impactantes: como muchas, he sobrevivido a situaciones de peligro y violencia extrema –de esas que los misóginos aprovechan para dar consejos (porque las mujeres no han pensado en tomar esas sencillas medidas, obviamente) y deslizar así que la solución está en las mujeres (porque en ellas está el problema: una se expuso a riesgos, una fue imprudente, una cometió un «error», etcétera)–. Anécdotas que le pasan a cualquiera, que nos pasan a todos, para pensar la continuidad entre lo nimio y lo letal, entre lo que no es noticia y lo que sí, continuidad que encierra el sentido de eso llamado «violencia contra la mujer», tal como de la obligación de ceder al blanco el asiento parte un caudal subterráneo que desemboca un día en el violento océano de los asesinatos racistas.
La palabra «señora», como en la anécdota de mi amiga, es un recurso frecuente para dar a la misma edad distinto valor según el sexo. Es la contraparte de frases del tipo «las mujeres maduran antes», «las de quince ya son mujeres», etcétera. Para una mentalidad misógina, la mujer madura y decae primero. La belleza adolescente, escribió Susan Sontag en uno de sus artículos (2), no dura, pero el hombre se acepta después con otro tipo de atractivo, más rudo y grueso, mientras que para la mujer –y por eso mucho de lo valorado como «femenino» en realidad es adolescente– seguir atractiva es conservar rasgos juveniles después de joven; dietas y liftings defienden a la mujer de la amenaza sorda de una desaprobación social que le impone mantener de por vida una minoría de edad aparente para evitar los signos, en ella estéticamente ofensivos, de madurez dentro de una estructura opresiva cuyo ideal para la mujer es la docilidad de lo inmaduro.
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Este doble estándar misógino, escribe Sontag, afecta a las mujeres tanto como afectó a los negros la identificación de lo bello con lo blanco en sociedades racistas tradicionales. ¿Qué puede llevar a alguien a gustar de credo tan cruel como el de que las mujeres pierden valor con la edad? ¿Es eso violencia? Si en una reunión se denigra a una mujer por «fea», ¿no se niega con eso la igualdad entre los miembros del grupo? Y, en última instancia, ¿no se niega con eso la igualdad entre las personas? No se trata realmente de belleza o fealdad, pues aun si se la aprueba por «linda», y precisamente por ser objeto de esa aprobación, sigue siendo inferior a sus jueces. ¿Qué puede llevar a alguien a defender jerarquías que rompen toda fraternidad? ¿Es eso violencia? ¿Por qué, con recursos abiertos o velados, algunos señores hacen simbólicamente a un lado a mujeres de su edad o menores? ¿Es eso violencia? ¿Qué puede llevar a alguien, en un país como este, herido por estadísticas brutales de abuso y tragedia cotidiana normalizadas en chistes y ñe’ênga, a proferir cosas como «a los quince ya son bien mujeres, pregunta a cualquier ginecólogo»? Negar a las niñas el derecho a ser niñas, ¿es violencia? ¿Qué caudal subterráneo corre desde estas y otras mil expresiones de hondas estructuras opresivas que aceptamos cada día como normales e inocuas hasta el gesto brutal que vemos como ruptura del orden? ¿Qué, bajo las superficies que las oponen, une lo que se nos presenta como norma y lo que se nos presenta como excepción?
Mañana habrá marchas en todo el mundo por el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer. ¿Qué violencia es esta que tantos debates suscita, que se nombra hasta el hartazgo y que tantos no pueden ver o se resisten a ver? El problema con este tipo de violencia es epistemológico: lo que está en todas partes, como el ajo en el puchero o Dios en la creación, resulta imposible de situar en ninguna. El santo, en el relato religioso, es el que ve a Dios en todo, aun en lo más banal, pero nosotros, pecadores, estamos ciegos. Lo que intento ilustrar con metáforas culinarias y teológicas es que invisibilidad y omnipresencia son atributos lógicamente correlativos, o, en otras palabras, que este tipo de violencia nos es consustancial por inmediata: no media entre nosotros y ella la distancia necesaria para reconocerla. Sus expresiones más leves, que no solemos percibir como violencia, no son leves, sino que nos lo parecen. No solemos reparar siquiera en ellas porque tan íntimamente imbricada está la violencia en la trama del tejido social que no hay un afuera de la Matrix, un «desierto de lo real» desde el cual poder verla. Lo que hacen estas marchas, como otras muchas acciones y denuncias, trabajos teóricos y movilizaciones, es crear esa distancia, forzar, tensando la urdimbre, un agujero en la trama, para que, poco a poco, todos podamos ver.
Notas
(1) Montserrat Álvarez: «Los peligros del consume irónico», en: El Suplemento Cultural, 17 de febrero del 2019.
(2) Susan Sontag: «The Double Standard of Aging», en: The Saturday Review, 23 de septiembre de 1972, pp. 285-294.