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De todas las corrientes de interpretación que abordan el estudio del carácter y las consecuencias de la Guerra de la Triple Alianza contra Paraguay, ninguna es tan perniciosa como la perspectiva liberal conservadora. Ninguna es más merecedora de la crítica historiográfica que la literatura que justifica la causa aliada y sus crímenes.
No me refiero únicamente al liberalismo más burdo, el mitrismo clásico, sino también a su variante moderna: la autodenominada Nueva Historiografía, propugnada por Francisco Doratioto y sus numerosos discípulos diplomados. Aunque igualmente adicta al libre mercado –y, por más que sus principales exponentes no lo admitan, embebida en el peor de los nacionalismos… el de las naciones históricamente opresoras dentro de la región–, esa faceta del liberalismo señorea entre la mayor parte de los académicos y periodistas de nuestro tiempo.
Sin embargo, hace décadas que el justo duelo ideológico en contra de la «historia escrita por los vencedores» engendró una distorsión no menos dañina: el nacionalismo, las más de las veces degenerado en chauvinismo fanático.
En realidad, no puede sorprender que una facción burguesa, en general asociada al Partido Colorado y su militarismo, se pertrechara con un relato histórico «propio». El problema no es ese. El problema es que la mayoría de la llamada izquierda, incluso sectores que reivindican el marxismo, también incursionó y se extravió en ese callejón sin salida.
Así, lo cierto es que el nacionalismo rabioso, derechista, racista, expresado por Juan O’Leary, Blas Garay, Manuel Domínguez o Natalicio González; esa historiografía colorada basada en el culto a los héroes y de la que se valieron todas las dictaduras para justificar su totalitarismo –principalmente la del sanguinario general Stroessner– salpicó la visión del grueso de las corrientes que se reivindican socialistas.
Para cerrar el paso a posibles malentendidos, conviene aclarar que una cosa es, bajo determinadas condiciones, defender la causa nacional de un país oprimido de la agresión de una nación opresora. Y otra, muy distinta, ser nacionalista.
La concepción nacionalista alcanzó tal influencia que incluso en medios de izquierda y «progresistas» es común la idea de que la única corriente pasible de ser considerada tradicional u oficial es la liberal. Ese razonamiento solapa el hecho de que, por lo menos desde 1936, la visión nacionalista de la historia se hizo tan oficial como lo fue la narrativa liberal durante la inmediata posguerra.
Con el tiempo, la izquierda se apropió de todo el paquete de exageraciones, todas ellas insostenibles seriamente en debate con cualquier liberal mínimamente preparado, de los historiadores nacionalistas: el planteamiento de que el Paraguay de los López llegó a ser una potencia en sentido demográfico –un país con un millón y medio de habitantes–, industrial –capaz de competir nada menos que con el Reino Unido– y militar –en condiciones de medirse exitosamente con Brasil y Argentina–. Como consecuencia fatal de lo anterior, se incurrió en el culto a la personalidad del doctor Francia y de los dos López. El primero, presentado como padre de la nacionalidad y un líder igualitarista. Los segundos, como incorruptibles modernizadores basados en una doctrina no solo nacionalista sino antiimperialista. Todas premisas anacrónicas y falsas.
Manuel Domínguez, siendo vicepresidente, en una conferencia de 1903 sobre el Paraguay de la preguerra, se expresaba en estos términos: «¿Cuál era la situación del Paraguay en 1864? Era la edad de oro de la agricultura y la ganadería. Relativamente, el Paraguay producía más que cualquier otro pueblo americano. Había llegado al máximum de producción con el mínimum de consumo. El pueblo, sin necesidades superfluas, era feliz en su sencillez. No había miseria, casi ni pobreza. Le llamaban el pueblo más feliz de la tierra» (1).
¿Cuánto de la esencia de esta explicación histórica no es asumida por la mayor parte de los partidos de izquierda y de la dirigencia social? Vale la pena reflexionar sobre ello.
La verdad es que ni Francia fue un igualitarista –como discutí ya en este Suplemento– ni Solano López tuvo ni podía tener una compresión, ni mucho menos una praxis, antiimperialista. Tal cosa no estaba planteada en su tiempo.
Así que la clase trabajadora y la izquierda socialista no se hacen favor alguno al erigir un monumento a los López, una familia oligárquica, despótica, que explotaba personas esclavizadas y que actuaba como si fuese dueña del Paraguay.
Debemos comprender que los teóricos del nacionalismo de izquierda, o bien los intelectuales adeptos a la Teoría de la Dependencia, al asumir ciertos postulados chauvinistas endulzados con algo de populismo tenían en mente un objetivo político claro: presentar a Solano López como una especie de Fidel Castro o Salvador Allende del siglo XIX. Dicho de otra manera, ese relato siempre estuvo al servicio de justificar, en el siglo XX y en el XXI, una estrategia política reformista y frentepopulista –la política de alianza permanente con sectores burgueses que Stalin sacramentó en el VII Congreso de la Comintern, realizado en 1935–, basada en la promoción de una dirección burguesa o pequeñoburguesa en la lucha de clases. Teoría que es incompatible con la estrategia socialista, que entraña inevitablemente la traición y que conduce a la clase trabajadora de la ciudad y el campo a las peores derrotas.
Entonces, estamos ante un problema grave. El endiosamiento de los héroes nacionales nunca ha sido inofensivo. Es un relato histórico al servicio de una estrategia ponzoñosa: la supeditación de los intereses de clase del proletariado a facciones burguesas intencionalmente presentadas como «patrióticas, democráticas y progresistas». Es una narrativa que abre las puertas del corral a lobos disfrazados de corderos.
Evidentemente, comprender esta cuestión no significa negar el papel individual de figuras como el doctor Francia o los López en la consolidación y en la defensa de la independencia nacional. Significa que los individuos responden a intereses de clase y son producto de procesos estructurales, profundos, y no al revés.
Permítanme dos últimas reflexiones.
La primera es que el marxismo, aunque en general defiende la autodeterminación nacional de las naciones oprimidas, no es nacionalista. El marxismo es internacionalista por naturaleza.
Esto significa que debemos analizar y determinar el carácter de cada guerra de manera separada. Y, en el caso de la Guerra contra el Paraguay, no abrazamos la causa del pueblo paraguayo y condenamos a la Triple Alianza porque seamos paraguayos o paraguayas, sino porque aquella fue una guerra de conquista y exterminio en contra de una nación oprimida y más débil. Es decir, los marxistas tendríamos esta misma posición si, en lugar de Paraguay, el país invadido y diezmado por naciones más fuertes hubiese sido Bolivia, Ecuador, Chile, Haití o Irlanda.
La segunda es que, para polemizar con los apologistas de la Triple Alianza, no es necesario exagerar nada acerca del Paraguay decimonónico. Ni la población, ni las fuerzas productivas, ni el grado de desaparición de la población. Incluso asumiendo la cifra más aceptada actualmente, que sitúa la población del Paraguay de preguerra en 450.000 habitantes, la desaparición comprobada del 69% de la población seguiría siendo igualmente atroz. Exagerar solo facilita la vida a los liberales.
No se trata, insisto, de menoscabar el desarrollo material que experimentó Paraguay antes de la Guerra, desarrollo que no situaba al país entre las potencias de la época, pero que era espectacular si lo comparamos con su punto de partida en 1811. Tampoco se trata de desmerecer el papel de los individuos en la historia. Se trata de entender que el marxismo no acepta ningún culto a la personalidad. Por ser una doctrina científica, no rinde pleitesía a nada ni a nadie. Eso es estalinismo, no marxismo.
Notas
(1) Manuel Domínguez [1918]. El alma de la raza, Asunción, Servilibro, 2009, p. 32. Destacado en el original.