Cargando...
«Ya es ayer pero entonces era siempre / un trasegar de horarios inmutables / desde la noche al sol… solo el tiempo de ser feliz y entonces ignorarlo...» Estos versos del poema El tiempo, de José Luis Appleyard son, para quien esto escribe, insuperables al evocar aquellas andanzas infantiles desde la melancolía del paso de los años y las ilusiones extraviadas.
Como nos cuenta Chico Carlo.
Corría el mes de noviembre de 1964. Montevideo. Hace 55 años. Patio de la Escuela Grecia. Yo tenía 6 años. Volvía a Asunción. Terminaba el primer grado. Mi maestra y mis compañeritos me regalaron Chico Carlo (1944), libro de cuentos de la poetisa uruguaya Juana de Ibarbourou (1892-1979).
Son diecisiete relatos que se remontan a sus vivencias de niña con un conmovedor toque de nostalgia y otro de una sensación de paraísos perdidos. Son magníficos al revivir la mirada infantil llena de fantasías y algunas tristezas. Es recomendable para jóvenes y adultos. Ella asume el nombre de Susana.
Ya el primer cuento, Una mancha de humedad, marca ese tono en sepia cuando la narradora dice que «ninguna lágrima rescata nunca el mundo que se pierde ni el sueño que se desvanece». Es que en la mancha de humedad de la habitación de Susana habitaban «duendes y rosas, ríos y negros, mundos y cielos». Los adultos ya somos incapaces de ver en una mancha de humedad nada distinto de la mancha.
El cuento que da el nombre al volumen, Chico Carlo, es una pequeña obra maestra sobre las primeras amistades. A Susana le encantaba cantar. «¿Qué oscuro y recóndito sentimiento me unió a aquel extraño muchacho de mi infancia? No lo he analizado. Lo cierto es que nunca, hasta que el arrorró para mi hijo se hizo feliz necesidad de mi corazón, volví a cantar». Es uno de esos cuentos que nos hacen vibrar con las travesuras de un niño algo hosco que dejó huellas para siempre en Susana.
En Estrella, la mamá y Susana observan el firmamento. Y la mamá le dice que le iba a dar una estrella chiquita que va detrás de la luna. Y Susana se queja, no la quiere, es demasiado pequeña. La última frase de ese cuento es toda una lección acerca del valor que le damos a lo que nos rodea. Y que no siempre lo más luminoso y grande es lo más valioso. Que la felicidad puede estar en otra parte.
Como en el cuento Tilo. Fue su perro de la infancia. Decían que era feo. Pero «en el umbral de mis recuerdos de infancia, guardián y fiel hasta más allá de la vida, está Tilo, mi perro con sus orejas puntiagudas, el negro hocico, el pelaje amarillo, las cortas patas, la festiva cola…» Y ya adulta, muchos años después de la muerte de Tilo, la Susana mayor le pregunta: «¿Reconoces en esta mujer sin sonrisa, un poco triste, que está hablando de ti en este papel, a tu amita Susana?»
Notarán que el espíritu de estos cuentos de Juana de Ibarbourou tiene la misma tonalidad de las agridulces páginas de La niña que perdí en el circo, de Raquel Saguier. Es una adulta que siente como la niña que fue. Con el tono de cierta difusa tristeza.
Décadas después de esos sesenta en que me regalaron Chico Carlo aquellos compañeritos y aquella maestra de la Escuela Grecia –inolvidable Montevideo–, al releerlo para esta reseña me acordé de estas expresiones de Ernesto Sábato que están en sus memorias Antes del fin: «Hoy a esos Reyes Magos les pediría sólo una cosa: que me volvieran a ese tiempo en que creía en ellos, a esa remota infancia, hace mil años, cuando me dormía anhelando su llegada en sus milagrosos camellos… Sé que es mucho pedir, un imposible sueño, la irrecuperable magia de mi niñez con sus navidades, el rumor de las chicharras en las siestas de verano».
La vida luego nos va enfrentando con distintos, horizontes, esperanzas y desencantos.
Pero no dejamos de buscar a ese Chico Carlo de la niñez.
«¡Chico Carlo! Fue mi compañero de toda la infancia, mi doble con pantalones, y la agilidad a veces maligna de un gato montés. No sé por dónde, ni adónde, se lo llevó la vida».
Tarde cálida de noviembre. Escuchando Aquel corazón, en versión de Rosana. Nunca volví a ver a mi maestra ni a mis compañeritos de la Escuela Grecia de Montevideo. Jamás los olvidé.
Juana de Ibarbourou
Chico Carlo
Montevideo, 1944